En pleno desastre de la Segunda Guerra Mundial y con las tristes consecuencias de nuestro reciente conflicto bélico, en 1943 asume la presidencia de la Compañía Trasatlántica, Juan Claudio Güell y Churruca, conde de Ruiseñada y cuarto marqués de Comillas. Había nacido en Barcelona el 13 de abril de 1907 y era hijo de Juan Antonio Güell y López, conde de Güell y tercer marqués de Comillas y de Virginia de Churruca y Dotres, marquesa de Comillas y condesa de Güell. Con él llegaba la gran esperanza a la naviera española y comenzaba a vislumbrarse el renacer de la gran empresa de navegación que fue, porque todo en su persona era optimismo y porque no le abatían obstáculos ni dificultades, más bien le servían de estímulo para seguir su camino.
Juan Claudio Güell era un hombre que unía la tradición y el progreso, sabiendo que tenía que estar vigilante porque la hora del renacimiento podría llegar en cualquier momento a toda la Marina Mercante española. Señor cabal y monárquico convencido, organizó en su finca de las Cabezas, Cáceres, el 29 de diciembre de 1954, la primera entrevista entre el conde de Barcelona y el general Franco. Era un hombre con fe militante y como su bisabuelo Antonio López, el eje de sus empresas era la Compañía Trasatlántica. Con su llegada, se repararon los residuos de la maltrecha flota dejada por la guerra civil, consistentes en los tres barcos útiles, “Magallanes”, “Marqués de Comillas” y “Habana”, que alargaron sus vidas en casi dos décadas; se construyeron los trasatlánticos “Guadalupe” y “Covadonga” para la línea de Estados Unidos; se adquirieron nuevas unidades, como las turbonaves “Begoña” y “Montserrat”, además de estos dos llamados yates del Caribe, “Virginia de Churruca” y “Satrústegui”.
Pero el largo calvario que venía arrastrando en los últimos tiempos la centenaria naviera española y que parecía había abandonado con la llegada del conde de Ruiseñada, resultó un espejismo porque el 23 de abril de 1958 se produjo su prematura y repentina muerte con solo 51 años de edad, víctima de infarto de miocardio, cuando regresaba a Barcelona en tren coche-cama, en compañía de su esposa Angustias Martos, después de asistir al bautizo de una de las hijas de los Príncipes de Mónaco, Rainiero y Grace.
La huella dejada por el impacto de su fallecimiento fue enorme y la gran esperanza del renacimiento de Trasatlántica se disipaba, como también volvían a barruntarse los malos presagios para la Compañía. Y así sucedieron, toda vez que no hay que olvidar, que se hizo cargo de la centenaria y maltrecha naviera, cuando solo contaba con tres viejos barcos en estado lamentable y sus arcas en una quiebra casi total, imponiéndose la tarea de rehacer lo perdido y volver por los fueros de la enseña azul y blanca. A su fallecimiento, la flota está compuesta por nueve buques en óptimas condiciones y el horizonte despejado para continuar con el fortalecimiento de la Compañía, todo conseguido sin apoyo estatal alguno y a pesar de las grandes dificultades que encontró en su camino, como era entregar las divisas generadas en sus tráficos al Estado, que podían servir para ampliar y modernizar la flota.
Juan Claudio Güell y Churruca fue el cuarto y último presidente, y administrador-delegado de la Compañía Trasatlántica Española, mientras la empresa permaneció bajo intereses de los herederos de su fundador Antonio López, primer marqués de Comillas, en más de cien años de vida sobre el mar. Con su muerte, la naviera salió del control de esta familia, para pasar a manos de banqueros, Instituto Nacional de Industria y otros, que de negocio marítimo, al parecer, sabían poco, hasta que finalmente acabaron con ella. La pregunta se la siguen haciendo los que conocieron bien al conde de Ruiseñada: ¿Qué sería en los tiempos actuales la Compañía Trasatlántica, si éste no hubiera fallecido tan prematuramente? Las interrogantes quedan para la historia, aunque quienes le conocieron, afirman que la naviera continuaría surcando los mares y España sería una nación más con esos espléndidos buques de crucero que visitan el mundo. Pero la realidad es que con la muerte del Conde de Ruiseñada, también murió la naviera de sus antepasados, que un siglo atrás el ilusionado Antonio López, fundara y pusiera las bases de lo que luego fue la mejor, la más prestigiosa y laureada empresa de navegación de España.
En 1950, año de la conmemoración del centenario de la naviera, surge el mayor auge para la emigración a América y es también cuando la compañía española ve mermado el número de buques que componen su flota. Los tres trasatlánticos útiles, “Magallanes”, “Marqués de Comillas” y “Habana” fueron reparados, prácticamente reconstruidos y alargaron sus vidas en casi dos décadas. A continuación llegaron las motonaves “Conde de Argelejo” y “Explorador Iradier” que se denominarían más tarde, “Virginia de Churruca” y “Satrústegui”. Estos dos barcos gemelos, comenzaron a construirse en los astilleros de la Unión Naval de Levante, de Valencia, para la Compañía Trasmediterránea, con el fin de cubrir las necesidades de los servicios con Guinea y Canarias, pero por dificultades en el suministro de los equipos de propulsión, ambos buques fueron cedidos a la Empresa Nacional Elcano, cuyo contrato se formalizó el 22 de diciembre de 1942. Fueron unos barcos que desde su inicio hasta su desaparición de los mares, mantuvieron un vínculo entrañable con el puerto de Santa Cruz de Tenerife, de manera especial durante los 24 años que estuvieron navegando bajo la insignia de Trasatlántica.
El buque “Conde de Argelejo” fue entregado a su armadore Elcano, el 1 de junio de 1949 en aguas de Valencia y dos días más tarde emprendió su primer viaje a Barcelona, donde recibió la visita del Jefe del Estado y esposa, acompañados de diversas autoridades. Posteriormente, el buque se incorporó a la Compañía Trasatlántica Española, en régimen de fletamento, para cubrir la línea Mediterráneo-Costa Firme-Antillas, dando comienzo sus servicios regulares, escalando en el puerto tinerfeño el 20 de junio de 1949, cuya gallarda silueta comenzó a vislumbrarse, allá por el Este, a las 12 del mediodía, quedando atracado en el muelle Sur a la una de la tarde.
Procedía de Cádiz y venía al mando del experto capitán vasco Antón Camiruaga Astobiza. Zarpó a las 10 de la noche, con destino a San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo, La Guaira, Curazao y Cartagena (Colombia), cubriendo en Tenerife las 20 plazas libres de pasajeros que traía el buque, todos con destino al puerto venezolano de La Guaira, cuyos nombres rememoramos a continuación como recuerdo de aquella fecha histórica para la emigración de los canarios a Venezuela, ese querido país que ahora miramos con nostalgia, por la situación actual en que vive: Eustaquio Toledo Esquivel; Eulogio Méndez González; Flora González Abreu y dos hijos Celia Juliana de seis años y Pedro de tres; Narciso Román Mesa Rodríguez; Francisco Acosta García; Miguel Padilla Acosta; Arcadio Torres Afonso; Robustiano Rivero Ramos; Manuel Melián Martin; Sebastián García Mora; Emilio Fernández Oliva-Fabelo; María de los Ángeles González Estarriol; Juan Francisco Moleiro Melián; Manuel Izquierdo Pérez; Manuel Batista Rojas; Antonio Calixto Rodríguez Rodríguez; Carmen Rosa Cifra Pérez-Zamora y Cándida de S. Felipe García Díaz. Todos eran de esta isla, la mayoría de Chío en Guía de Isora, y para ellos, los que aún están con nosotros y para sus familias y amigos, nuestro recuerdo y nuestra simpatía, por su sacrificio, su lucha y ansias de vivir en aquellos difíciles momentos de nuestra reciente historia.
El barco permanecería con este nombre, como homenaje al primer gobernador de Fernando Póo, Felipe de los Santos Toro, VII conde de Argelejo, hasta agosto de 1952, en que es adquirido en propiedad por Trasatlántica, pasando a llamarse “Virginia de Churruca” en honor de la madre del presidente de la naviera, doña Virginia de Churruca Dotres, marquesa de Comillas, condesa de Güell y dama de Su Majestad la Reina Victoria.
A primeros de septiembre de 1948, tuvieron lugar las pruebas de mar de la motonave “Explorador Iradier” con resultados satisfactorios, logrando una velocidad media de 18,76 nudos, que significaba la más alta de los buques mercantes españoles. El nombre fue puesto en honor de Manuel Iradier, explorador español que realizó dos viajes de exploración al África Ecuatorial y sentó las bases de la gestación política de Guinea, cuyo interesante y amplio reportaje sobre su vida y aventuras, apareció recientemente en estas páginas. El barco fue fletado a Trasmediterránea e incorporado al servicio Canarias-Guinea, hasta agosto de 1952 en que es adquirido en propiedad por la Trasatlántica Española, que lo renombró “Satrútegui” en honor de esta familia vasca cuyo apellido estuvo siempre unido a la Compañía, al ser Patricio de Satrústegui uno de los fundadores de la centenaria naviera española, junto a Antonio López, primer marqués de Comillas.
La entrega se formalizó en el puerto de Bilbao y a continuación realizó un crucero de turismo que lo llevó entre otros, a Southampton, La Coruña y Lisboa, escalando en Santa Cruz de Tenerife el 22 de agosto de 1952 procedente de Funchal, figurando entre otros ilustres pasajeros, el conde de Ruiseñada presidente de la Compañía. En este puerto tinerfeño permaneció dos días, zarpando a continuación con destino a Las Palmas de Gran Canaria. La elegante motonave venía al mando de otro gran marino vasco, como era Ángel Goitia Duñabeitia, que con Antonio Camiruaga Astobiza fueron dos excepcionales adquisiciones de Trasatlántica, provenientes de la Empresa Nacional Elcano, junto a los barcos que ocupan este reportaje.
Igual que su gemelo, era un buque de 6.518 toneladas de arqueo bruto, 4.379 toneladas de arqueo neto, 4.400 toneladas de peso muerto y 9.200 toneladas de desplazamiento a máxima carga; una eslora de 122,51 metros, 16,77 de manga, 11,26 de puntal y un calado máximo de 7,27 metros, siendo su puerto de registro Valencia. Para su propulsión, disponían de dos motores diesel Burmeister & Wam de 3.500 CV cada uno, que imprimían una velocidad de 18,2 nudos por medio de dos hélices. Estaban consideradas las mejores y más rápidas motonaves de la Marina Mercante española, construidas con la más alta calificación del Lloyd`S Register. Disponían de cuatro cubiertas y doble fondo corrido de proa a popa, llevando asimismo, 16 botes salvavidas. Al ser buques mixtos, tenían poco espacio para transporte de viajeros, siendo su capacidad total de solo 220 pasajeros y 90 tripulantes.
Su primer viaje a Tenerife, cumpliendo el servicio regular para el que estaba asignado, se realizó el 16 de septiembre de 1952 a las tres de la tarde, procedente de Cádiz y zarpó el mismo día, a las diez de la noche para San Juan de Puerto Rico. En este puerto embarcaron 21 pasajeros, todos con destino al puerto venezolano de La Guaira, e igual que en el viaje inaugural del “Virginia de Churruca”, los nombres que conmemoran la fecha del inicio de esta motonave “Satrústegui” en la emigración de los canarios a América, son los siguientes: Francisco González Fraga; Pedro Torres González; Isabel Febles Segredo e hija María del Carmen Suárez Febles; Antonio Sierra Ramos; Juan López Hernández; Anselmo Reyes García; Fermín Antonio Jiménez García; Emilio Pérez Martin; Epifanio González Acosta; Antonio Castro Brito; Salomé Mencia Afonso López; Balbina Rodríguez Méndez y tres hijos Avelino de 7 años, Donato de 5 e Ignacio Luis Rodríguez de 3; María del Carmen Delia Frías Pérez; Elvira Hernández Rodríguez; María del Rosario Benítez González; María del Carmen Capinetty Rodríguez y José Monzón Benítez, este último desembarcaría en La Habana.

Ambos barcos fueron construidos para servir la línea con Canarias y toda su vida marinera la desarrollaron navegando por estas aguas, llegando a convertirse en unos asiduos amigos de nuestro puerto y como buenos hermanos, siempre estuvieron muy unidos y no se concebía el uno sin el otro, tanto en la línea de Guinea, como en la de Centroamérica. Por ello, la historia de la emigración de los canarios a América, es difícil de entender sin mencionar a las motonaves “Virginia de Churruca” y “Satrústegui”, que navegaron durante los 25 años más importantes del éxodo isleño a tierras de ultramar, convirtiéndose en el arca de las ilusiones de los hombres y mujeres del archipiélago, para lograr su sueño dorado.
Algunos que se habían ido en tercera clase, regresaron al cabo de los años en camarotes de lujo, habiendo convertido en realidad la quimera gloriosa y fantástica de la aventura americana. Para los que fracasaron, el sueño fue un espejismo y regresaron a su tierra igual de pobres, algunos acogidos a la ayuda del Estado como repatriados. En cuanto al tráfico de mercancías, eran buques que en los viajes de retorno descargaban en el puerto tinerfeño cientos de toneladas de azúcar de La Habana; tabaco en rama y atados de madera de Santo Domingo; Café de Colombia y Jugos de fruta de Venezuela.
A la ida para América, con frecuencia había serios contratiempos para estibar la carga de Tenerife, lógicamente en menor cantidad, debido a que al ser éste el último puerto antes de cruzar el Atlántico, las bodegas estaban abarrotadas de mercancías procedentes de Génova y la península, teniendo que transportar la misma y los automóviles de Canarias, sobre cubierta. En 1962, los barcos fueron sometidos a una importante remodelación técnica, con la cual mejoraron su capacidad para navegar por el Atlántico. Se les cambió la chimenea cilíndrica por otra más alta y aerodinámica y también se les dotó de un nuevo sistema de aire acondicionado a todas las dependencias de la nave.
Desde el primer momento, gozaron de gran celebridad en aquellas aguas, mientras realizaron el servicio regular con Centroamérica y escalaban en La Guaira, Curazao, San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo, Habana y Veracruz, siendo conocidos popularmente como los yates españoles del Caribe. Disfrutaban de la mayor aceptación y reconocimiento, tanto entre los pasajeros como comerciantes de la zona y en estos cinco lustros en que ambas motonaves estuvieron con Trasatlántica, el resultado de explotación fue altamente positivo y en el aspecto técnico, se puede decir que fueron barcos con buena estrella, sin grandes problemas ni averías graves para el armador, salvo escasos contratiempos, aunque algunos espectaculares, como cuando el “Virginia de Churruca” perdió la hélice de estribor en diciembre de 1967, a pocas millas de entrar en Curazao y se vio inmerso en una arriesgada aventura, al tener que realizar el resto del viaje de más de 9.000 millas, con el motor de estribor marcha atrás y el de babor avante, por no tener a bordo el repuesto para dicho eje, sino babor, con la consiguiente mala gobernabilidad del buque y el agravante de tener que capear un fuerte temporal en el Golfo de México, con vientos de 130 kilómetros por hora y mares de 15 metros de altura. Pero en el puente de mando estaba su eficiente y joven capitán Carlos Peña Alvear y en la máquina, el inolvidable jefe Manuel Peláez, el ruso, para dirigir la nave y llevar a buen fin la odisea que les puso a prueba el destino y de la que fueron felicitados y homenajeados por los pasajeros a la llegada del buque a Veracruz, sanos y salvos, en la Nochebuena de 1967.
Asimismo, la acción de sabotaje al “Satrústegui” en 1965, atracado en San Juan de Puerto Rico, en la que una fuerte explosión abrió un boquete de dos metros en la zona de proa cuya autoría reivindicó una organización anticastrista radicada en Miami, afortunadamente, sin víctimas.
En septiembre de 1971, el buque “Virginia de Churruca” sirvió de plató para el rodaje de la película «Blanco, rojo y…» (Caluroso otoño), basada en la retirada de las fuerzas italianas del norte de África durante la Segunda Guerra Mundial, después de haber sido derrotadas por el ejército británico. La película estaba protagonizada por Sofía Loren, Adriano Celentano, José Luis Galiardo y Fernando Rey, entre otros. En aquellos días, el buque lo mandaba el capitán Ruiz Paullada, quien a la vuelta de viaje nos contaría que fue una extraordinaria experiencia durante las dos semanas que permaneció fletado por intereses italianos, en el que al barco, en la ficción, se le cambió el nombre por el de Sicilia, con matrícula de Nápoles y bandera italiana. El puerto de Málaga, donde se encontraba el buque y se rodaba la película, pasó a ser Trípoli y entre los cientos de extras y figurantes que invadían las cubiertas del buque, sobresalía la refulgente figura de la extraordinaria Sofía Loren con 37 años, en su papel de monja, a la que todos trataban con el mayor respeto y delicadeza, dirigiéndose siempre a ella con la palabra señora.
En 1972, este mismo barco, navegando en aguas del Atlántico, auxilió al petrolero liberiano Carlantic, que había sufrido una explosión en su sala de máquinas y varios miembros de su tripulación se hallaban con heridas graves. El “Virginia de Churruca” desvió su ruta, recogió a los tripulantes heridos, dándoles atención médica en la enfermería del buque y procediendo a su próxima escala en San Juan de Puerto Rico, donde fueron desembarcados pocos días después.
Fue el año 1973 cuando llega el gran declive de Trasatlántica, y comienzan a desaparecer sus últimos buques de pasaje. De los cuatro que aún quedan en servicio para servir las líneas regulares con Centroamérica, tres de ellos son dados de baja, entre los que se encuentra la pareja de las ya veteranas motonaves “Virginia de Churruca” y “Satrústegui”, cuyos resultados de explotación van siendo cada vez más deficitarios. En mayo de 1973, los barcos son vendidos a la Compañía Trasmediterránea para incorporarlos al servicio Mediterráneo-Canarias y cambiarán sus nombres por los de «Isla de Formentera» e «Isla de Cabrera».
Fueron fondeados en Barcelona en espera de acondicionarlos a la nueva línea que habían de servir y cinco meses más tarde, el buque «Isla de Formentera», ex «Virginia de Churruca», comienza a prestar servicios con sus nuevos armadores. Alargó su vida durante algo más de un lustro y le veríamos con frecuencia por este puerto de Santa Cruz de Tenerife, cumpliendo con sus regulares itinerarios península Canarias, ahora con el color blanco tradicional de Trasmediterránea, que recordaba el comienzo de su andadura bajo la insignia de Trasatlántica.
En octubre de 1978 caducaron los certificados de navegación y se optó por su venta, pero las gestiones resultaron infructuosas, por lo que finalmente fue adjudicado a los Astilleros de Demolición Navas del puerto de Gandía donde sería desmantelado. En cuanto al “Isla de Cabrera”, ex “Satrústegui”, tuvo peor final y ni siquiera pudo lucir su nuevo nombre, ya que el 30 de junio de 1973 estando en dique seco de Barcelona, sufrió un pavoroso incendio que le causó tan graves daños, que no fue posible su recuperación y fue vendido tres meses más tarde a una empresa de Castellón para su desguace.
Fotos: Galilea (Barcelona). Archivo de Juan Carlos Díaz Lorenzo