“Un capitán de quince años”. El primer libro y el volcán Tajogaite

Don Juanelo Capote, el cartero, repartía el correo desde una moto Bultaco y cargaba las cartas en un maletín de cuero con correa sujeta a la espalda. Cuando llamaba a viva voz para que subiéramos a la carretera, bajo los eucaliptos, a recibir una carta, subíamos raudos: llegaban seguramente noticias de tío Susano o tía Nelia de Venezuela… Mi prima Ysabel me escribía desde Cagua. Pero ese día no vinieron cartas de Yaracuy ni de Caracas, sino un aviso de paquete certificado que había que ir a buscar a Los Llanos.
El trabajo de los campesinos y familias de esta tierra sedienta, de fuertes vientos, era de rigor. Cuando llegaban del campo de trabajar en sorrribas o en fincas, había que atender a los animales, subir al monte a buscar los pastos o entender huertas de cultivos de subsistencia. Sólo algunas tardes, en horas de mucho sol o cuando se acercaba la noche había tiempo para descansar bajo el pino de María Elma y Lucio, que eran como familia. Encuentros sociales con los vecinos y vecinas. Las vecinas bordaban.
Ya hacía tres años que las cartas no se repartían en una pequeña estafeta familiar en casa de don Faustino el de la tienda, a las cuatro y media de la tarde cuando la guagua llamada el Correo paraba para descargar la correspondencia. El local, situado a unos dos kilómetros de mi casa había sido antes una peluquería a cargo de un señor llamado don Modesto, un hombre alto, siempre vestido de negro y con sombrero de paño del mismo color. Se reunían decenas de vecinos de Alcalá, Jedey, La Ermita o El Barranco a escuchar los nombres escritos en las cartas y todos en silencio. Osorio, hijo de don Faustino, desde un sitio más elevado pronunciaba el nombre del destinatario: «Démela», había que decir cuando había fortuna. Decepción en los semblantes de las madres o hermanos que esperaban cartas de Venezuela.
Con anterioridad, el correo se entregaba en la tienda de don Álvaro Domínguez, un hombre circunspecto, esposo de doña Luciana la maestra, al que recuerdo siempre leyendo o escribiendo en una pequeña mesa que tenía en la tienda. Su hijo Álvaro, ingeniero de Telecomunicaciones, admirado y querido, fue el primer universitario manchero en toda la historia. Llegó a construir una emisora de radio que se oía en toda la zona, por las tardes.
Cuando recogí el paquete en la oficina de Correos de Los Llanos, a mi nombre, ya estaba estudiando yo en la academia de don Pepe Lavers, que costaba 625 pesetas al mes, una fortuna para conseguirlo en los trabajos penosos del campo, pero tremenda labor social la de este centro junto al Nazaret y Colegio Padre Manjón. El Instituto, hoy Eusebio Barreto, se inauguró al año siguiente.
Seis millones de ejemplares, según dijo él mismo, llegó a escribir el escritor del pueblo de la época. Casi todo el mundo, niños, jóvenes y adultos… eso sí de género masculino, leíamos a Marcial Lafuente Estefanía y sus relatos cortos de libros en miniatura. Eran las novelas del Oeste. En aquellos años de autarquía, sin televisión, eran las únicas lecturas de la dura realidad… «masculina». Las mujeres, y también hombres, escuchaban a Radio Juventud de Canarias para llorar ante las infidelidades que le hacían a «Simplemente María». Hubo lectores apasionados que conservaban baúles llenos de miles de novelas del Oeste que compraban en la librería de Manolín, una o dos a la semana. Había velocidad y comprensión lectora en la población campesina sólo gracias a estas novelas que en ciertos ambientes miraban con desdén. En los kioskos de la Avenida se canjeaban unas por otras o se vendían de segunda mano.
Los chicles Bazooka tenían un primer envoltorio que era un papelito satinado con viñetas. Aquellos cómics, centenares de ellos, se enviaban por correo y los canjeaban por regalos. Se recogían del suelo o se pedían a amigos de clase. Y yo pedí un libro: «Un capitán de quince años». Julio Verne entró en mi inocente experiencia. Las peripecias de Dick Sand eran memorizadas, no quería que aquella historia acabara… leía todos los días un rato para racionar la ficción. Fue mi primer libro. Un tesoro que forré con el papel baso en el que envolvían el azúcar, café o los granos.
Lo conservé en el pajero de abuelo, en un pequeño escritorio y estanterías construidos por mí mismo. Ya no está. El volcán de Tajogaite me robó ese trocito de mi intrascendente historia.
Foto: Juan Carlos Díaz Lorenzo
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