En retorno de viaje a Australia desde Fremantle a Adén en el buque de mi mando Montserrat, de la Compañía Trasatlántica Española, el 22 de julio de 1959 se recibió un SOS del buque italiano Avior, en peligro de hundirse por importante vía de agua y solicitaba auxilio para recoger a su tripulación. Se puso rumbo hacia su situación y en pocas horas estuvimos en las inmediaciones del barco y fuimos los primeros en llegar. Había fuerte temporal del sudoeste y antes de iniciar la operación solicité voluntarios, dado el gran riesgo que había en aquella fuerte marejada y toda la dotación se ofreció a participar en la maniobra de rescate.
En este punto he de precisar que el primer oficial era el catalán Luis Foyé Canejo, personaje peculiar, que había sido militar y que desde muy joven se había alistado voluntario a la División Azul, luchando por sus ideales en la Segunda Guerra Mundial en Rusia en el frente alemán-ruso, siendo herido en varias ocasiones. Heridas que le dejaron secuelas físicas de por vida, con las piernas magulladas con injertos cuyas uniones no le cicatrizaron nunca. Había obtenido varias condecoraciones alemanas por hechos heroicos en distintas batallas, de las que estaba muy orgulloso y siempre lucía en el uniforme un pasador para poder colocarlas. Era muy disciplinado y cumplía en su trabajo al cien por cien. Coincidimos en varios buques primero de oficiales, luego él de primer oficial y yo de capitán con el orgullo de estar en la Compañía Trasatlántica. Era de las personas más honestas que conocí, y además fue el mejor amigo que tuve en los barcos.
Siguiendo con la narración, dispuse que se utilizara el bote nº 6 con motor y que fuera al mando el segundo oficial Isusi con el tercero de máquinas, Bezanilla, el contramaestre y siete subalternos, a lo que Foyé me objetó:
─ Con todo respeto, ¿puedo preguntar por qué el segundo oficial y no yo, que soy el primero?
─ Con el temporal habrá muchos golpes y podrías recibir alguno en las piernas, lo que supondría amputación, y no quiero asumir esa responsabilidad.
─ Obedezco pero no lo agradezco─ y dando un taconazo a lo militar, enfadado se fue a dirigir el arriado del bote.
Nos acercamos lo más posible al Avior y antes de que el bote llegara al agua, se bombeó fuel esparciéndose hasta formar una balsa de aceite entre ambos buques, para aminorar el efecto de las rompientes, y aún así el bote sufría el embate de las olas y con dificultad llegó a su costado, donde le costaba mantenerse por los continuos golpes contra el mismo, rebotando y recibiendo constantes rociones. Los tripulantes del Avior que estaban ya colgados en la escala de gato, no se atrevían a saltar al bote en el momento del golpe y del rebote inmediato, repitiendo el intento una y otra vez, mientras se les instaba sin éxito a saltar, hasta que falló el motor, el bote se separó y quedó capeando a remo.
Era por la tarde y quedaba poca luz del día y por el apremio cometí el error de enviar otro bote con más capacidad y remos, sin antes recoger el primero. Se repitió la misma maniobra con el bote nº 8 al mando del tercer oficial Asteinza, llevando al segundo contramaestre, seis marineros y dos camareros, también todos voluntarios, que con idéntica dificultad llegaron al costado del Avior y entre golpes y rebotes, se consiguió que embarcaran uno a uno tres náufragos, y en la escala de gato quedaron dos o tres más que no se atrevían a saltar a pesar de la insistencia de Asteinza, quien decidió regresar al Montserrat, cuando ya empezaba a oscurecer. Dándole el mejor socaire posible y con varias escalas preparadas ordené que subieran todos, ya que urgía ir por el otro que, con nuestros tripulantes se había separado demasiado y estaba oscureciendo. Este fue el momento más angustioso hasta que tuve el bote nº 6 al costado y todos sus ocupantes a bordo. Por desgracia, no se pudieron recuperar los botes, perdiéndose ambos.
Permanecimos a la vista del Avior y de otros buques que fueron llegando atendiendo al SOS, todos capeando a mínima potencia hasta el amanecer del siguiente día en que nos habíamos reunido unos diez barcos. A bordo disponíamos de una balsa insumergible de forma ovalada, laterales rectos y los extremos curvos de tubo grueso de aluminio resistente bien forrado y con suficiente capacidad, que disponía de argolla firme y preparada para ser remolcada con una estacha.
El único “inconveniente” era que el fondo en el interior consistía en una tabla de madera en medio de una red doble sujeta al conjunto, lo que suponía una gran seguridad, aunque tenían que mojarse los pies. Se arrió sin tripulantes, con estacha larga con un extremo fijo en la balsa y el otro en una bita de popa, y dando vueltas en círculo, en la segunda logré mantener la balsa junto al costado del Avior en intervalos cortos y separándose menos en los rebotes; tampoco se atrevió tripulante alguno a meterse en la balsa. Curiosamente, el capitán italiano me comunicó que me había pedido salvarle vidas, no hundirlas en el océano…
Ya en esta tesitura, puesto que el día anterior habían arriesgado sus vidas veinte miembros de mi tripulación sin la colaboración u osadía esperada de los interesados, con pérdida de dos botes, le propuse la única solución factible para mí, que era navegar en convoy hasta el norte de la isla Socotora, y allí al socaire de la misma completar el rescate y que si por su parte y el estado de su barco lo creía factible (suponía algo mas de una singladura entera de navegación), dijera además qué barcos deseaba le escoltaran, contestando que sí, pero ante el riesgo de que su barco no durara a flote el tiempo necesario deseaba que les acompañáramos dos: Montserrat y Düsseldorf. Aceptado esto por ambos, se despidieron los otros barcos y pusimos rumbo a Socotora, navegando el Avior en medio de los dos todo aquel día y el siguiente hasta alrededor del mediodía, en que hubimos rebasado el extremo oriental de la isla y ya en buen socaire, con calma chicha, nos dispusimos al arriado del bote nº 7 al mando del primer oficial Foyé con el contramaestre y nueve subalternos.
Mientras nuestro bote se acercaba al Avior, pudimos ver dos lanchas a motor del Düsseldorf, una en la misma proa con dos de sus tripulantes ya en el castillo subiendo un alambre para remolque y la otra en el costado recogiendo náufragos, que se separó llevándoselos cuando nuestro bote nº 7, a remo, se acercaba y recibía al capitán con su documentación y al resto de los náufragos que pronto llegaron a nuestro costado y que fueron debidamente atendidos. Finalmente emprendimos viaje hacia Adén cuando el buque alemán aún estaba afirmando el remolque.
La maniobra del capitán alemán adelantándose al barco español con el fin de hacerse con el pecio, sin siquiera pedir permiso al italiano y despreciando la prioridad mía de acuerdo con el protocolo habitual, puesto que la mayor carga del salvamento corrió por nuestra cuenta, no quedó precisamente elegante, aunque por otra parte en el Montserrat considerábamos muy remota la posibilidad de remolcar el pecio a flote hasta Adén, lo que se confirmó aquel mismo día 24 de julio al comunicarme antes de medianoche el capitán del Düsseldorf que se había visto obligado a cortar, picándolo muy rápido el alambre de remolque, hundiéndose el Avior en latitud 12º 47’ N y longitud 54º 21’ E.
En Adén presenté protesta de avería para cubrir con el seguro los gastos originados por el rescate. El capitán de puerto, un nativo inglés muy comunicativo me sorprendió contándome que había seguido por la prensa todos mis avatares en aquel viaje desde el motín a la ida, dificultades en Fremantle con autoridades, sindicatos y periodistas y al regreso, este salvamento de náufragos y que me felicitaba por haberlos resuelto bien y por la experiencia adquirida. Yo le respondí que dicha experiencia fue “dura y amarga” e insistió que “al fin experiencia, usted es muy joven y le va a ser muy valiosa en los muchos años de mando que le quedan y que yo le deseo”.
Seguimos viaje sin novedad hacia Suez. La travesía fue desde entonces tranquila. Entre todos, vestimos a los náufragos que estaban con lo puesto, en algunos casos bastante mojados, y se originó un ambiente de camaradería. En Suez desembarcamos los náufragos por orden de los armadores, y pasado el canal continuamos nuestro viaje hasta rendir viaje en Vigo.
(*) Capitán de la Marina Mercante
Fotos: Archivos de Juan Carlos Díaz Lorenzo y Rafael Jaume Romaguera