“Los primeros días fueron en Fuencaliente más preocupantes que lo que vino después, cuando reventó el volcán, porque se sentían los temblores con relativa frecuencia. Entonces, la gente salió de sus casas y montó unas chabolas donde dormir fuera por temor a que el techo se les viniera encima. Hubo problemas porque ciertas personas no querían que eso se hiciera, pero la gente tenía pánico de lo que estaba pasando”, recordaba Salvador Rodríguez Rodríguez, en la fecha (2001) cuando hizo estas declaraciones que están recogidas en los libros “El volcán de Teneguía. Crónica de una erupción del siglo XXI” (2001) y “Malpaís de Fuencaliente. Cincuentenario del volcán Teneguía” (2021), de quienes es autor quien suscribe.
“El volcán reventó a las tres menos diez de la tarde. A la una, aproximadamente, estando yo trabajando en el Ayuntamiento, llegó Pedro Cabrera Díaz, que pasaba por allí con cierta frecuencia –porque era el torrero y tenía una finca de plataneras en la Costa, que entonces la estaba trabajando–, pasó ese mismo día por donde después reventó el volcán de Teneguía y dijo que había unas grietas en la tierra y que veía bajando arenas”.
“La primera noticia del comienzo de la erupción la tuve estando yo dando clase en la academia. Fueron a poner una cuba de agua en un aljibe que está en la casa contigua, y entonces, Juan Díaz Hernández, conocido por Juan de la laja, me llamó y me dice: ¡Salvador, el volcán está reventando! Enseguida se vio el humo y entonces la gente se apaciguó bastante, aunque hubo que evacuar a los vecinos de Los Quemados y Las Indias, principalmente, aunque muchos no querían marcharse, porque, realmente, peligro no había, sino que era más la propaganda de algunos para vender periódicos. Recuerdo un día, que fue quizás el peor de todos, cuando se empezaron a abrir unas grietas en dirección a la Caldera de Taburiente, en que resultó necesario tomar muchas precauciones, por si acaso pasaba algo, pero estaba todo controlado. Si hubiese pasado algo, en Santa Cruz de La Palma estaba previsto para llevar a la gente a los cuarteles, etcétera. Después que reventó el volcán no hubo necesidad de hacer cosas raras”.
“Fuencaliente, en aquellos días, estaba siempre lleno de gente por todas partes. Inclusive, en la montaña de Las Tablas se hizo una carretera con las pisadas. Ibas al bar a comprar algo y no encontrabas ni fósforos. Hubo gente que no abandonó su casa, ni mucho menos. Iban a dormir fuera pero venían por el día para atender a sus ganados y sus huertas. Ese fue un volcán bueno y turístico. La muerte del volcán fue rara. Don José María Fuster, que era el jefe de los vulcanólogos, cuando hizo el último parte, que me lo dictaba a mí para después pasarlo a la Delegación del Gobierno y al Gobierno Civil, yo le pregunté que si sería éste el certificado de defunción y me dice: ¡Salvador, la forma en que terminó este volcán es una forma rara! El día que se apagó, por la mañana estuvo muy fuerte y después, así como a las once, empezó a menos. El día antes había estado yo con dos señores aquí en Fuencaliente y las piedras que lanzaba subía del volcán de San Antonio para arriba”.
“Yo estuve casi dentro del volcán, y si no estuve más cerca fue porque no le quise hacer caso a don José María Fuster, que me decía que le siguiera más abajo todavía. ¡Humm! Tengo muy buen recuerdo de este hombre, que era el jefe de los vulcanólogos, así como de Alfredo Hernández Pacheco, Antonio Afonso, hijo de Leoncio Afonso y también de don Telesforo Bravo y su yerno Jesús Coello. Hasta aquí llegaron vulcanólogos japoneses, alemanes y suecos. Como te digo, todas las tardes, al oscurecer, don José María Fuster subía al Ayuntamiento para dictarme el informe del día, que yo mecanografiaba a modo de relato detallado para después enviarlo a las autoridades y distribuirlo a los medios de comunicación”.
“Hay algunas anécdotas que prefiero no contarlas, pero ahora mismo me acuerdo de dos cosas. La primera, que había un periodista empeñado en que dijéramos que había riesgo de que el volcán podía reventar por encima del pueblo, y nosotros nos negamos a decir eso, porque no teníamos información de los vulcanólogos. Y la segunda, otro día, en que por detrás del cementerio aparecieron unos pinos con unas manchas amarillas y decían que si era del calor subterráneo del volcán y que por allí podía suceder algo y resulta que era la procesionaria, la plaga que afecta a los pinos”.
Fotos: archivo de Juan Carlos Díaz Lorenzo