El trasatlántico “Alfonso XII” era el mejor buque español de aquellos tiempos y fue construido en los afamados astilleros William Denny & Bross de Dumbarton, Escocia, en 1875, cuya factoría utilizó Trasatlántica en varias ocasiones para la fabricación de sus grandes barcos. Entró en servicio en 1876 y era un buque de 2.915 toneladas brutas y 1.982 netas. Medía 107 metros de eslora, 11,58 metros de manga, 8,53 metros de puntal y desplazaba 5.500 toneladas. Su navegación era a vela y vapor, disponiendo de tres mástiles con aparejo de goleta y figurando en su proa un mascarón con la efigie del joven soberano Alfonso XII esculpida por la firma Kay & Reid de Londres, cuya figura estaba defendida por el bauprés, desde donde mareaban los foques y se afirmaban los estayes del trinquete.
Su propulsión a vapor la proporcionaban cuatro calderas circulares con tres hornos cada una, que desarrollaban una fuerza de 2.800 caballos efectivos en su única hélice de cuatro palas que giraba a 50 revoluciones por minuto y que le daban una velocidad de 14 nudos. Toda la maquinaria fue encargada al margen de la construcción de la nave, a los talleres David Rowan de Glasgow. Sus carboneras tenían una capacidad para 660 toneladas y podía transportar 1.333 pasajeros con 125 tripulantes. Al barco le dotaron de los mayores adelantos técnicos de la época, que le proporcionaban enormes ventajas para la seguridad de la navegación, al tiempo que gozaba de unas comodidades insuperables para el pasaje.
En este su último viaje, el vapor “Alfonso XII” que procedía de Cádiz, llegó a Las Palmas el día 13 de febrero de 1885 a primera hora de la mañana, fondeando en el antepuerto con el fin de efectuar operaciones de suministro de víveres, agua y carbón por barcaza, así como embarque de 11 pasajeros con destino a Cuba. La línea americana que cubría el buque era San Juan de Puerto Rico, Habana y Veracruz, pero en esta ocasión la próxima escala después del puerto canario, sería Habana. A las 15 horas del mismo día, con sol resplandeciente y mar en calma, el buque al mando del capitán Juan Herrera, leva anclas y zarpa para el que sería su fatal destino. Con su derrota trazada hacia el Caribe, el buque navega normalmente y lo hace cerca de la costa, ante la curiosidad y admiración del público que presencia desde diferentes puntos de la ciudad la salida del esbelto trasatlántico, que aún no ha desplegado su velamen.

Antes de la consolidación y desarrollo del Puerto de la Luz, la bahía de Gando que reunía las mejores condiciones de abrigo, tuvo gran relevancia para los barcos que buscaban refugio para sus operaciones y reparaciones navales. La Baja de Gando la conforman diversos mecanismos de erosión con relieves marinos que en ocasiones afloran como el caso del Roque de Gando o casi emergen como la citada Baja, que tiene su pico a unos dos metros de profundidad, factor éste que define su peligrosidad, junto al hecho de situarse a una distancia aproximada de un kilómetro mar adentro. Pero la posición en las cartas náuticas era bien conocida y su uso muy frecuente. Su cercanía a la costa permitía hacer la navegación por estima y según los técnicos del lugar, “guardando siempre milla y media de distancia del Faro, no hay medio alguno de chocar: siempre cuidando esta distancia quedará la Baja de Gando casi a una milla por tierra del buque”.
El Puerto de la Luz en Las Palmas queda a unas de quince millas y el barco sólo lleva cuarenta y cinco minutos de navegación. A pesar de la hora temprana, aunque habitual en las rutas trasatlánticas, la campana de a bordo anuncia a los pasajeros que la cena está lista. El capitán que continua en el puente, observa que las corrientes llevan el barco hacia tierra, por lo cual corrige el rumbo, cayendo unos grados a babor con el fin de separarse lo más posible de la costa. Terrible decisión, porque este cambio llevaría al buque diez minutos más tarde al encuentro con los arrecifes que conforman la Baja de Gando.
El puente queda bajo la guardia del segundo oficial, agregado y timonel, mientras el capitán lo abandona para proseguir con sus obligaciones protocolarias a bordo. Son las cuatro de la tarde y aún muchos de los pasajeros no han llegado al comedor, cuando se siente un ruido estremecedor que resuena en toda la estructura del buque. Se había chocado contra la Baja de Gando, frente a la Punta de Melenara, y como consecuencia del impacto, el barco se para bruscamente haciéndole retroceder de forma violenta, al tiempo que grandes cantidades de agua inundan las dependencias de la nave. Todo está perdido y solo falta saber el tiempo en que el buque permanecerá a flote.
Cunde el pánico entre los viajeros que se abalanzan sobre los botes salvavidas, sin atender las indicaciones del capitán y miembros de la tripulación que, en medio de un intenso nerviosismo, intentan a toda costa mantener el orden. Viajan a bordo muy pocos pasajeros, sólo 145 y 125 tripulantes; en total 270 personas, que ven como el barco se hunde cada vez más de proa, al tiempo que se mueve lentamente hacia el Sur de la Isla, por lo cual y ante tal desesperación, muchos de los viajeros y algunos de la dotación, se hacen con un chaleco y se lanzan al mar viendo la cercanía de los pequeños barcos de pescadores que se prestaban a socorrerles. Por suerte, varios botes salvavidas lograron ser arriados, todos al mando de un oficial del buque, embarcando en ellos un buen número de náufragos que fueron conducidos hasta la playa próxima, regresando nuevamente en busca de más supervivientes. Y así durante unos eternos 50 minutos en que tardó la nave en desaparecer bajo el mar, el capitán, oficiales y gran parte de la tripulación realizaron los máximos esfuerzos para poner a salvo a la totalidad de las personas que viajaban a bordo.
Los postreros botes salvavidas fueron para transportar a los tripulantes que estuvieron colaborando en el salvamento, siendo el capitán Herrera el último en abandonar el barco, cuando la escora hacía inminente su hundimiento. Hubo pérdida total del barco, pero afortunadamente todos los pasajeros y tripulantes fueron puestos a salvo, contribuyendo a ello la inestimable ayuda recibida por parte de los pescadores de la playa de Gando, que con sus modestas barcas rescataron a un gran número de náufragos del mar que luchaban por mantenerse a flote y los trasladaron hasta la orilla de dicha playa. Aquí se fueron reuniendo los supervivientes, pasajeros y tripulantes, traduciéndose en un espectáculo emocionante al comprobar entre abrazos y lágrimas, que todos se habían salvado del naufragio.
(*) Ex delegado de Compañía Trasatlántica en Canarias
Fotos: Archivo de Juan Carlos Díaz Lorenzo