Preso involuntario en una cárcel de Cartagena de Indias

La línea Mediterráneo-Caribe fue una de las que cubría Compañía Trasatlántica y posiblemente la más atractiva y preferida por las tripulaciones de su flota. La navegación por las aguas de aquella zona resultaba notablemente más apetecible que hacerlo por paralelos más septentrionales donde la mar suele tener comportamientos más imprevisibles; aunque en épocas de ciclones el Caribe siempre ha entrañado riesgos para bienes y navegantes.
Entre otros puertos de destino de aquel itinerario, conservo especial recuerdo, a causa de los muchos momentos y experiencias vividas, por Cartagena de Indias. Hasta la llegada del contenedor, las estadías en puerto se prolongaban lo suficiente para permitir conocer con cierta profundidad ciudades y gentes. El hecho de pasear por el entramado de sus estrechas calles de coloridas balconadas que conservan el sabor colonial, resulta muy reconfortante, y muy especialmente cuando se hace por el histórico barrio de Getsemaní, donde los marinos de otras épocas se entregaran a la bohemia marinera del relajo y el buen ron.
Pero como dice aquel viejo dicho marinero: “Todo lo bello entraña peligros…”. Cartagena entrañaba no pocos, el valor de una vida humana tenía el del coste de una bala, los conflictos entre las mafias de los esmeralderos, reemplazadas posteriormente por la de los coqueros, hacían que en cualquier momento te encontrases involuntariamente inmerso en una balacera motivada por algún ajuste de cuentas. La literatura fantástica de García Marquez, cobraba vida real en cualquier momento y lugar de aquella bella ciudad.
En las diversas escalas efectuadas en la ciudad donde la India Catalina sedujera a Blas de Lezo, no fueron pocos los riesgos corridos. Empezaron estos durante la primera visita realizada a bordo del buque “Satrústegui”.
Mientras me encontraba un día apoyado sobre la tapa de regala de la cubierta principal, disfrutando de las vistas que ofrecía la bahía, a poco metros oigo un disparo, me vuelvo y veo a una persona tumbada en el suelo con un tiro en la frente mientras un policía uniformado se enfundaba una pistola Smith & Wesson del 38. El delito que le causó la muerte al desafortunado estibador no fue otro que haber sido sorprendído mientras abandonaba el barco con mercaderías sustraídas en las bodegas, y negarse a compartirlas con el policía que controlaba el acceso al buque.
En otra ocasión, trasladándome en un taxi hacia el centro de la ciudad, fui sorprendido por un tiroteo en las inmediaciones de la conocida Plaza del Reloj. Las balas pasaban silbando por encima del taxi; me llamó especialmente la atención la actitud del taxista, quién con extrema calma pidió que me tumbase y “no tuviese miedo, ya que los esmeralderos tenían buena puntería y por tanto no resultaba frecuente que equivocasen el blanco…”.
En una posterior escala, mientras nos encontrábamos varios compañeros en la terraza del conocido restaurante “La Piragua”, situado en la zona turística de Boca Grande disfrutando de un menú típico, pudimos observar como de un Ferrari, que horas antes había sido descargado de nuestro buque, bajó un individuo con revólver en mano para dirigirse a uno de los camareros que atendían el negocio y de inmediato y sin mediar palabra, dispararle a quemarropa e inmediatamente introducirse en el auto y desaparecer a toda velocidad. Como si un Ferrari se viera todos los días y fuera complicado dar con el autor material de los disparos.
Si aquello nos resultó sorprendente, más lo fue cuando al dirigirnos a una patrulla de la policía que se encontraba en las inmediaciones, con objeto de contarles lo que acabábamos de ver, nos recomienda que no nos impliquemos en conflictos innecesarios y que volviésemos a bordo de inmediato si queríamos mantener nuestra integridad. Al día siguiente la prensa local se hacía eco del asesinato del pariente de un conocido político cartegenero.

Pero posiblemente uno de los momentos más estresantes vividos y que con más detalles recuerdo, a pesar de haber transcurrido bastantes años, fue el siguiente: Durante una de aquellas escalas, tuve necesidad de los servicios del consulado español con objeto de tramitar una prórroga del servicio militar. La ubicación de la oficina diplomática resultaba un tanto curiosa, pues se encontraba en una antigua bodega situada en el corazón de la histórica Cartagena. Sobre el piso de adoquines, provenientes de los muchos transportados como lastre en antiguos galeones españoles, descansaban altos toneles de cerámica de la misma factura como los que puedan encontrarse en cualquier antigua bodega de un pueblo vinatero español; el olor a vino me recordaba al de Bodegas Peña de mi infancia pacense.
El cónsul de origen español y avanzada edad lucía un raído delantal gris amarrado al cuello y parte trasera de la cintura; al empleo de diplomático unía el ser propietario del negocio, artesano y enólogo. Le pregunté si la uva colombiana era tan buena como la española; mirando hacia el documento que estaba compulsando, sin levantar la cabeza y con pocas ganas de hablar me respondió que el vino lo hacía a partir de cáscara del banano. Le comenté, no sin cierta sorna, que entonces al igual que con la uva ocurría, dada la gran la variedad de bananos existentes, el tipo la variedades de vinos también sería amplia. La respuesta fue una lacónica negativa que expresó con un leve movimiento de cabeza; quedó claro que no le gustaba demasiado dar detalles de su artesanal industria.
Al abandonar el consulado, una vez resuelto el trámite y paseando por una de las calles pasé delante de un edificio de bonita fachada colonial donde el trasiego de gente entrado y saliendo era considerable; la curiosidad por el histórico edificio me invitó a visitarlo. Un guardián armado situado a la entrada me preguntó si me disponía a visitar a alguien y le contesté afirmativamente sin dar más detalles.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando tras cruzar varias galerías abovedadas llego a un amplio patio y compruebo que me encuentro en una prisión durante el periodo de visitas, donde presos y acompañantes intercambian afectos y novedades familiares. Me asomo con morbosa curiosidad a una oscura habitación/celda que mantenía la puerta de gruesos barrotes de acero abierta; en su interior permanecían sentados en el suelo y apoyando la espalda en la pared, más de una decena de presos engrilletados juntos por una larga barra de acero que los inmovilizaba por los tobillos; el sistema era igual al utilizado en los galeones de transportes de esclavos.
Uno de los cautivos, al ver mi cara de horror, me comentó que estaban considerados altamente peligrosos y esa era la causa de encontrarse de aquella guisa; hecha la aclaración me pidió un cigarrillo y le regalé un paquete recién empezado que llevaba en el bolsillo de la camisa y otros dos sin abrir en los bolsillos del pantalón; siempre solía salir a tierra con varios paquetes, lo aprendí de un telegrafista asturiano: “Unos paquete de cigarrillos en estos países pueden ayudar mucho…”. El infortunado cautivo pasó a relatarme parte de su vida con todo detalle, aclarándome que de los cuatro homicidios por los que había sido condenado, “solo” había cometido tres y que los tres “eran mala gente”.
Mientras relataba su azarosa vida de sicario, permanecí inmóvil y obnubilado sentado en un cajón de madera escuchando con atención, y comprendiendo el poco valor que puede tener la vida en un país como aquel. La curiosidad y morboso interés por lo que me estaban relatando, hizo que no me percatase de la finalización del horario de visita; cuando escucho el silencio en el patio de visitas, me levanto rápidamente del improvisado asiento y me dispongo a salir. Compruebo que un cambio de guardia había puesto un nuevo vigilante en la puerta de acceso, que en aquel instante se disponía a cerrar manejando con ambas manos un gran cerrojo de antigua forja.
El guardián me retiene por el brazo a la vez que mirándome a la cara pregunta a dónde voy, le respondo que he estado de visita y que me dispongo a abandonar la prisión. Me pide que me identifique; el problema se incrementa cuando compruebo que me he dejado olvidado la documentación sobre el mostrador de la bodega del cónsul, se lo hago saber y con pasmosa parsimonia, tras asegurar el cerrojo con un candado, me pide que lo acompañe hasta el despacho del alcaide; traspasado un largo pasillo de sucias paredes, llegamos a una antesala que daba acceso al despacho del jefe; el guardián me pidió que me sentara y transcurridos unos diez minutos, que me parecieron una eternidad, aparece de nuevo y me comunica que su superior había dispuesto que se acercase un compañero al consulado con objeto de recuperar mi documentación, ya que no resultaba conveniente que circulase indocumentado por su país. Tras media hora de espera el policía retorna sin los documentos, alegando que debido a la hora el consulado se encuentra cerrado y que según constaba en un horario situado en la puerta, hasta la cinco de la tarde el señor cónsul no reiniciaría sus faenas vitivinícolas y diplomáticas.
Durante más de una hora permanecí “preso” en aquella sala, hasta que por fin se apiadan de mi y el guardián de puerta recibe las oportunas órdenes para abrir el ruidoso cerrojo y permitirme la salida, no sin antes reprochar mi inoportuna curiosidad y despiste. Al día siguiente, ya debidamente identificado, volví al represivo centro con uniforme de trópicos, con objeto de regalar una lata de un kilo de grasa lítica para el mantenimiento preventivo del cerrojo y las visagras de la puerta de acceso, un cartón de Winston para el sicario y una botella de brandy español para el alcaide, quién al recibirme para recepcionar los regalos, me saludó al modo militar; tras agradecer los presentes ofrecidos y bromear sobre la grasa, me pidió disculpas por los acontecimientos del día anterior y dejó claro que se había limitado a cumplir con sus responsabilidades.
Aquella visita fue el inicio de una curiosa amistad, pero eso es otra historia. Así sucedió y así os lo cuento.
Fotos: Archivo de Juan Carlos Díaz Lorenzo y Juan Cárdenas Soriano