La condición de empresa pública que tuvo Compañía Trasatlántica durante años por su pertenencia al Instituto Nacional de Industria (INI), fue utilizada en ocasiones para agradecer o premiar con viajes a bordo de sus barcos a ciertos destacados personajes, que se habían distinguido por sus servicios o merecimientos primero a la Patria y después al país. Con anterioridad, y cuando la Compañía aún estaba en manos privadas, se venía practicando dicha costumbre con cierta frecuencia.
Muy comentado y recordado a través de los años entre las tripulaciones de Trasatlántica fue el viaje que realizó, acompañado de su esposa, el célebre escritor José María Gironella a bordo del buque “Almudena”. Viaje en el que el afamado autor encontraría sobrados argumentos para escribir su libro “Personas, ideas y mares”, publicado en 1963. Pasados los años pude escuchar, por boca de algunos de los principales protagonistas de entonces, ciertos hechos ocurridos durante aquella famosa travesía hasta la India que no figuran en el libro, así como algunas de sus consecuencias; muy felices para algunos y menos gratas para otros.
Sin embargo, en esta oportunidad voy a ceñirme a algunas de las experiencias conocidas o vividas personalmente durante los años de servicio prestados a bordo de la flota de Compañía Trasatlántica. Un caso muy conocido, ya en la última época de la compañía, fue aquel viaje que realizó en el disfrute de su jubilación el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado a bordo del buque “Valvanuz”.
El talante y categoría personal de don Manuel, unido a lo ameno de su conversación, quedaron impregnados para siempre en la memoria de la tripulación. Quienes tuvieron el privilegio de escucharle durante el transcurso del viaje, conocieron infinidad de anécdotas e historias vividas a lo largo de su larga trayectoria profesional, tanto militar como en sus responsabilidades políticas. En las vivencias narradas se mostraba siempre el trasfondo de su espíritu generoso y conciliador.
Resultaba ejemplarizante, por ejemplo, el especial respeto y consideración que sentía por Santiago Carrillo con el que a veces, según comentó, solía reunirse en un discreto restaurante de Madrid, compartiendo mesa y mantel con unos sencillos huevos fritos y patatas y al margen del Congreso, “analizaban la situación política del país desde la perspectiva de ciudadanos rasos”, según comentaba cuando se le preguntaba sobre el cometido de estos discretos encuentros.
Un día, mientras el respetado general se disponía a leer la carta con el menú que se exponía en el tablón de anuncios, apareció por la retaguardia Paulino, tercer oficial de máquinas, quien de forma cariñosa y a modo de salutación propinó una palmada en la espalda con tanta energía al valeroso general que hizo que este acabase en el suelo.
– Paulino, has conseguido lo que no consiguió Tejero…, fue la oportuna y ocurrente respuesta del exquisito personaje.
De inmediato, los presentes se dispusieron a prestarle ayuda; una vez incorporado se acercó a Paulino, que no sabía qué decir ni cómo excusarse. Don Manuel, de inmediato se dispuso a darle un abrazo y una palmada en el hombro de forma cariñosa, pero sin tanta energía.
-Paulino, no te preocupes, en compensación, al menos hoy, permíteme que te gane al dominó, fue la respuesta que terminó con el incidente momentos previos antes de acceder al comedor para degustar la paella, que en seguimiento de la tradición y por tratarse de un jueves, formaba parte del menú del día.
A bordo del buque “Guadalupe” tuve ocasión de conocer al contralmirante Félix Rodríguez de la Reguera, cuyo historial y curriculum profesional tanto en destinos con mando en los buques más significativos de la Armada, como en puestos de altas responsabilidades en la política relacionada con la milicia fueron más que meritorios. Entre otras responsabilidades figura su pertenencia al equipo de asesoramiento militar del Gobierno de la transición, función que no debió resultar nada fácil para don Félix; entre otras iniciativas tuvo la de ser un convencido defensor del servicio militar profesionalizado y la eliminación del obligatorio, cuya justificación y motivos nos expuso durante alguna tertulia de forma clara y convincente. Quiero recordar que su permanencia a bordo acompañado de su esposa, distinguida dama de bellísima madurez y amable trato, se prolongó por tiempo cercano a los dos meses.
Según nos comentaba, fue la amistad unida a las relaciones personales y profesionales que a lo largo de muchos años mantuviera con el también almirante y presidente de Trasatlántica, Pascual Pery Junquera, el motivo que hiciese posible aquel gratificante viaje. Durante las relajadas tertulias vespertinas en la cámara –algo que hace años se ha perdido con la llegada de los ordenadores portátiles, las tabletas y los móviles inteligentes–, tuvimos ocasión de escuchar algunas de sus múltiples vivencias y anécdotas como marino, algunas de ellas relacionadas con la guerra civil, así como otras más cercanas, como aquellas que hacían referencia a sus asesoramientos relacionados con la seguridad del estado. En esa época, ETA estaba en su máximo y criminal apogeo. Aún conservo los dos tomos de “La España musulmana” de Claudio Sánchez Albornoz, que me regaló al finalizar en viaje con una amable dedicatoria. En aquellos días tuvimos ocasión de iniciar una entrañable amistad.
En otra ocasión y a bordo del buque “Merced”, conocí a otro singular invitado que dejó también huella de su paso, pero en este caso de forma muy diferente, tanto por lo controvertido de su personalidad, como por algunos hechos que se dieron durante el transcurso del viaje. El personaje era sacerdote miembro de la Compañía de Jesús, viajaba acompañado por un amigo que hacía las veces de secretario, persona poco comunicativa que pasó todo el viaje estudiando y escribiendo sobre materias religiosas y filosóficas.
El jesuita decía haber sido asesor religioso y confesor de Franco y era un experto en temas paranormales. Había participado en diversas investigaciones y estudios de conocidos casos relacionados con el tema. A lo largo del viaje puso en práctica en varias ocasiones sesiones de hipnosis, demostrando sobradamente su dominio sobre la materia y permitiéndonos vivir graciosos momentos, con la participación de algunos tripulantes fácilmente sugestionables y totalmente entregados a sus simpáticos dictados.
Cuando llegábamos a puerto solían venir a recibirlos miembros de la Compañía de Jesús del país visitado, cuyos anfitriones solían invitarlos a tierra, para entre otras cosas, mostrar a los colegas visitantes el fruto de los trabajos desarrollados por la Misión en la provincia correspondiente. Un hecho desafortunado vino a truncar el que venía siendo un agradable transcurso del viaje; de forma poco comprensible y sin previo aviso, fue adelantada la salida del buque en el puerto de La Guaira, hecho que hizo que el invitado y su secretario, en visita a la comunidad ignaciana de Caracas, perdiesen el embarque, viéndose obligados por esta causa a trasladarse en avión a Curazao, siguiente puerto de escala, para reincorporarse al viaje.
A partir de entonces el viaje resultó un tanto incómodo para todos y muy especialmente para los invitados. Este hecho, a criterio de las oficinas centrales de Trasatlántica, sería causa suficiente para que se produjese el desembarco inesperado del capitán a la llegada del buque al primer puerto español y ser relegado al grado de primer oficial durante un tiempo. Los que vivimos el incidente siempre pensamos que si bien el capitán tuvo un lamentable e inapropiado fallo, la Compañía se excedió con la amonestación a una persona de reconocida solvencia y dilatada carrera.
Uno de los últimos lugares visitados antes del regreso a España fue Puerto Príncipe, en la república de Haití. Antes de la llegada al país de los “zombies”, el jesuita me comentó que serían invitados por sus compañeros de la orden residentes en aquella ciudad a una sesión auténtica de vudú y que, según me comentó, difería considerablemente de aquellas otras simuladas que tenían como fin expoliar algunos dólares a incautos turistas de EE.UU.
Después de terminar la maniobra de atraque y el despacho por las correspondientes autoridades, dos miembros de la mencionada comunidad religiosa se personan a bordo con quienes, tras tomar un café, nos trasladamos a conocer la sede de la orden en Puerto Príncipe, donde nos recibieron con gran hospitalidad y alegría. Tras una copiosa comida típica haitiana y a bordo de una furgoneta de los religiosos ignacianos, nos dispusimos a visitar el lugar donde tendríamos ocasión de asistir a la ceremonia sincretísta, espectáculo al que yo asistía más por compromiso que por curiosidad.
El “templo” se encontraba situado en las cercanías del Pico La Selle; el viaje se hizo largo, incómodo e incluso peligroso debido a la lejanía y mal estado de la carretera. Una vez en el lugar tuvimos que esperar el comienzo de la ceremonia hasta que acabaron de llegar los participantes, miembros todos de raza negra y pertenecientes en su mayoría a la pobre comunidad de agricultores del entorno. El fuerte calor y la humedad, unido a los rayos que constantemente se veían caer en el conocido monte cercano, así como el aparente abuso que de alcohol y otros estimulantes por parte de alguno de los asistentes, daban al lugar un determinado, y para mí, poco recomendable ambiente.
Estando en el interior de un aposento construido en madera y cubierto con palmas, pudimos observar una decoración en la que se mezclaban extrañas figuras de madera con las cabezas recubiertas de cabello humano colgadas por las paredes, unidos a cuadros e imágenes religiosas católicas, en cuyo margen figuraban nombres que nunca había oído. En una hoguera, el santón o “sacerdote” arrojaba plantas cuyo humo y olor resultaban poco agradables.
Una vez que el oficiante iniciara la ceremonia con incomprensibles palabras en francés y otras lenguas poco descifrables, los asistentes comienzan a entrar en un sospechoso trance que aparentemente les produce temblores y raros sonidos guturales. Nuestra presencia en principio pareció no ser bien recibida, pero a medida que la sesión transcurría se olvidaron de que estábamos allí.
Los jesuitas seguían todo con especial interés y sin perder detalle alguno, incluso tomaron varias fotografías durante el evento; quien os lo cuenta comenzaba a sentirse incómodo en un lugar que le producía más molestia por lo que estaba presenciando, que curiosidad. Llega un momento en el que el “sacerdote sincretísta” sostiene un gallo vivo por las patas y a gran velocidad comienza a girarlo; los efectos de la fuerza centrífuga no tardan en presentarse, ocasionando que de inmediato a la infortunada ave le comience a salir sangre por el pico, que salpica a la mayoría de los presentes, produciéndose un clímax subjetivo con y cierta histeria por parte de los asistentes.
-C… !!, fue mi poco oportuna expresión que dejaba constancia de mi innecesaria presencia en un lugar como aquél y que, escuchada por todos, se me escapó al ver cómo la sangre me había puesto hechos unos zorros tanto la camisa como el pantalón blanco que me vestían…
Los jesuitas me miraron con incredulidad. Afortunadamente el resto de los asistentes, sumidos ya en una auténtica autosugestión colectiva, quizás no oyeran o entendieran mi exabrupto.
Así sucedió y así os lo cuento.