El 20 de agosto de 1964 embarqué como tercer oficial en el petrolero “Ciudad Rodrigo” propiedad de la Compañía Española de Petróleos, S.A. Este buque buque-tanque fue construido en 1940 y había navegado bajo pabellón portugués de la Soponata (Sociedade Portuguesa de Navíos Tanques, Lda) con el nombre de “Aire”. El 7 de agosto de 1947 había sido comprado al Instituto Portugues de Combustiveis, en unión del “Gerez” (luego “Arapiles”) y “Marao”. Estas tres unidades fueron las primeras que integraron la flota de Soponata.
El 9 de julio de 1952 fue adquirido por CEPSA. Había sido construido en el astillero sueco de Orensudsvarvet A.B., con el nombre de “Glomdal”. Tenía 3.942 TRB, 5.730 de carga máxima, un motor diésel Sulzer de 1.500 caballos y dio en pruebas 11,3 nudos. Llevaba 35 tripulantes. Fue vendido en 1983 a la compañía panameña Somaped, vinculada a la sociedad pesquera Arbumasa, fue desguazado en 1987.
Después de un viaje a Las Palmas y Arrecife, salimos para la Guinea Española el 27 de agosto, llegando a Santa Isabel de Fernando Poo el 9 de septiembre, después de un viaje de 2.757 millas. Regresamos desde Bata, saliendo el 13 de septiembre con llegada a Tenerife el día 26 del mismo mes, en el que recorrimos 2.823 millas.
Durante el siguiente mes llevamos a cabo dos viajes a Las Palmas y uno a Melenara. El 20 de octubre volvimos a zarpar hacia Santa Isabel y Bata, desde donde regresamos el 19 de noviembre. Es de destacar que este viaje lo realicé de segundo oficial, ya que los cometidos de ambos cargos, excepción hecha de las guardias de mar y puerto, eran bastante diferentes, como les explicaré.
Como habíamos visto, el 27 de agosto de 1964 a 15,30 h, salimos de Santa Cruz de Tenerife para Santa Isabel. Con el alisio soplando con fuerza 2-3 y mar de fuerza 3, navegamos placenteramente cargados con productos refinados para los territorios de Guinea Española, a una velocidad que rozaba los nueve nudos. El día 29 a las 20 h entramos en ZI (zona insalubre). El día 30, el mar y y el viento habían descendido a fuerza 2, rolando un poco el viento hacia el N. El 31, con condiciones de tiempo similares pasamos, a mediodía, a 7,3 millas de Punta Almadi (Cabo Verde), sobrepasando los 30º de temperatura ambiente.
El día 1 de septiembre, con tiempo similar, imponiéndose el viento del W, se paró la máquina por avería a las 19,20 h, dando avante toda de nuevo a las 23,40 h. El día 3 hacen su aparición los chubascos, frecuentes y repentinos en aquellas latitudes, que durarían desde la primera hasta la última guardia. La velocidad superó los nueve nudos. El día 4 el viento rola al S, logrando un promedio en la singladura de 9,41 nudos. Avistamos la costa de Liberia, pasando de cabo Palmas a 12’, el día 5 a las 03,45h. El viento se entabló del SW, manteniéndose en 2 las fuerzas de mar y viento. La velocidad alcanzó en esta 11ª singladura los 10,63’. Todo continúa prácticamente igual, bajando la velocidad en la penúltima singladura a 8,90’. Finalmente, el 9 de septiembre (14ª singladura), llegamos a Santa Isabel a 09,35 h, donde fondeamos en espera de atraque. A las 13,33h quedamos atracados. La velocidad promedio del viaje de 2.757 millas fue de 9,18 nudos. Amarrábamos de punta acompañados de algún otro barco, especialmente con el buque de guerra que tenía base en dicho puerto.
Como la tripulación de éste último buque solía carecer de noticias recientes y detalladas de España, de la que llevaban alejados, en muchas ocasiones, demasiado tiempo, nos visitaban para informarse de las noticias y también para compartir alguna comida ocasionalmente, pues el menú constituye una de las monotonías menos llevadera de cada barco.
Santa Isabel era la capital de la isla de Fernando Poo y de los distintos territorios que conformaban la Guinea Española. Contaba con construcciones coloniales, una vida más europea que el resto del territorio donde se encontraban las sedes de las autoridades y los centros oficiales de aquellos territorios, siendo para nosotros un lugar de descanso después de un largo –en tiempo- viaje por el trópico. Pocas eran las cosas que se podían hacer allí, salvo algunas compras y la escala obligada en el bar “Los Polos”, del cual conservo un vaso. Es fácil comprender lo poco adecuado que era del nombre del bar al clima tropical de Santa Isabel.
El día 11 de septiembre de 1964, a 16,22 h salimos Santa Isabel con destino a Bata, capital del territorio continental, a la que llegamos a 06,45h del siguiente día, quedando amarrados a la boya de descarga a 08,25h. La distancia navegada fue de 135’ y la velocidad promedio fue de 9,44’.
Bata era la capital del territorio continental, del que se extraía gran cantidad de madera, que los buques madereros, muchos de los cuales hacían escala en Tenerife, transportaban con su frecuente y conocida estampa de cubertadas de trozas. En Bata sólo había, además de las pocas y sencillas casas, un mercado parecido a los árabes, donde se compraban todo tipo de cosas, especialmente recuerdos. Aún conservo un par de caretas, talladas en madera. Desgraciadamente, mi esposa se deshizo de un arco y sus flechas, por temor a que pudiesen lastimarse los niños.
Al día siguiente, 13 de septiembre, después de haber completado la descarga abandonamos Bata a 13h,45 h en 01º52’N 09º-45’E, con destino a Santa Cruz de Tenerife, en lastre, viaje en el que volveríamos a emplear otras 14 singladuras.
El viaje lo realizamos sin novedad digna de mención, con el mismo tiempo meteorológico que a la ida, estando al S de Cabo Palmas el 18 de septiembre a 21 h. Volvieron los chubascos en torno a los 5º y 6º de latitud norte. Salimos de la zona de trópicos a las 17 h del 24. Finalmente, fondeamos en Santa Cruz de Tenerife el 26 de septiembre a las 23,18 h, con 2.823 millas navegadas en 14 singladuras, a una velocidad media de 8,78’.
Recuerdo que en el mercado de Bata, además de lo mencionado, había comprado una mona, pero que carecía de cadena, por lo que adquirí la única que encontré allí, que era de las utilizadas en las cisternas de baño clásicas de la época. Con ella la amarré en una bita de popa, donde era la atracción de la tripulación en los monótonos días de navegación por el Atlántico. La mona no estaba muy contenta en su encuentro con la civilización, tratando de morder a todo el que se le acercaba. Tenía unos colmillos extraordinarios, que llegaban a traspasar los guantes de maniobra del contramaestre.
Un buen día, la mona se cansó de las bitas, del barco y de nosotros, y saltó al agua por encima de la barandilla de popa, con lo que quedó nadando en nuestra estela. Así escogió su libertad. El telegrama a la familia, por aquello de ahorrar palabras para abaratar el precio, decía solamente: “mona suicidose”. No sé que hubiese podido hacer con ella en Tenerife, máxime con un hijo pequeño en casa. A pesar de todo, me causó un gran pesar, pues desde pequeño siempre fui un gran amante de los animales.
En relación con los aspectos náuticos, el buque lo mandaba N. A. G. R., una persona muy peculiar. Cuando nos olvidábamos de la A., en tiempos de las máquinas clásicas de escribir nos hacía repetir todo el documento, cualquiera que fuese su extensión. Otras veces apagaba antes de anochecer el tope de proa, para comprobar lo atentos que estaban las guardias, detectándolo durante la noche. Otra costumbre era la de revisar los documentos finalizados, especialmente las tediosas nóminas de las que hablaremos más adelante, en las que iba dictando al segundo oficial cantidad por cantidad, de las correspondientes a las tres páginas que la componían, equivocándose intencionadamente, de vez en cuando, para asegurarse de que realmente estábamos siguiendo lo que él iba leyendo. Pasados los años, el 31 de marzo de 1969 me relevó en Sevilla en el butanero “Tamames”, que se dirigía a Tenerife, donde yo desembarcaría. Le gustó tan poco el butanero que a la llegada al puerto tinerfeño, tres días más tarde, desembarcó al mismo tiempo que yo, pero esa es otra historia.
En el viaje anterior, en el que desempeñaba el cargo de tercer oficial, uno de mis cometidos era el de ser responsable de la enfermería. Desde que entramos en el trópico, empezábamos con la ingesta diaria de “resochín”, el antipalúdico de moda en aquella época, además de las pastillas reglamentarias de sales, que venían en frascos, para evitar la deshidratación por la gran sudoración que soportábamos.
Foto: Emiliano C. Rodríguez Yanes