Mi primer embarque de alumno en el buque “Deusto” (1961)

El 24 junio de 1961, después de tres años de estudios en la Escuela Oficial de Náutica y Máquinas de Santa Cruz de Tenerife, obtuve mi certificado oficial de Alumno de Náutica, que me facultaba “para efectuar las practicas de mar exigidas para aspirar al título de Piloto de la Marina Mercante”. Dicho certificado está firmado por Ramón Girona Ballester, capitán, profesor numerario de Astronomía, Náutica y Navegación, a quien desde aquí quiero expresar mi reconocimiento por la gran labor que realizó desde su incorporación a la Escuela. No he podido agradecérselo personalmente y espero que de algún modo le llegue mi reconocimiento a su gran contribución al desarrollo de la Escuela, reconocimiento que, estoy seguro, compartimos muchos profesionales de la época.
Por entonces, las prácticas las tenías que realizar en barcos de bandera española y las compañías estaban obligadas a cubrir las plazas de alumnos que tuviera el barco asignadas, tanto de puente como de máquinas. Es decir, si sabias que algún barco que tuviera que llevar dos alumnos y solo llevaba uno, podías ir a la Comandancia Militar de Marina con tu libreta de navegación y te enrolaban en esa plaza no cubierta, aunque lo normal era solicitar el embarque a la compañía o al capitán, como es lógico. Hasta la creación de las Capitanías Marítimas, el control de la Marina mercante y su personal lo efectuaban dichas comandancias, mandadas por personal de la Marina de Guerra.
Unas de las razones por las que me hice marino, era porque me gustaba (y me sigue gustando) el mar en todos sus aspectos y quería conocer mundo, no quería “vivir siempre en el mismo sitio”. La verdad es que tanto como la mar me gustaba la aviación, pero me decidí por la mar, las razones, que las hubo, quizás en otro momento las explicaré.
Con este pensamiento y respetando a quienes tomaron otras opciones, la opción de embarcar en barcos de cabotaje español o petroleros la descartaba inicialmente. La primera, porque quería conocer otros países y la segunda, porque estos barcos hacían viajes demasiado largos y a veces ni podían desembarcar en puerto; estas eran mis ideas y no me he arrepentido de ellas, respetando la de muchos compañeros que optaron por otras.
Tuve ocasión de embarcar como alumno en el recién estrenado petrolero “Talavera” de CEPSA, creo recordar entonces el más grande de España con sus 34.487 toneladas de peso muerto, pero como he dicho intentaba otro tipo de barco.
A principios de julio de 1961 vi un bonito carguero fondeado, se llama “Deusto” y enarbolaba la contraseña de Naviera Bilbaína. Tenía solo tres años de antigüedad y, a pesar de que conocía una gran cantidad de barcos y compañías españolas, era la primera vez que reparaba en este barco y compañía.
Me informé en la Comandancia Militar de Marina que una de las dos plazas de alumnos que llevaba estaba libre, lógicamente tenía claro que a pesar de lo que la ley decía, debía consultar primero con el capitán y la compañía si me aceptaban como alumno.
No recuerdo mucho los detalles (debería recordarlos por ser mi primer embarque, pero no sé por qué razón no lo recuerdo), fui en lancha al barco que estaba fondeado, a presentarme a su capitán don Gregorio Arrinda, que pertenecía a ese tipo de buenos marinos vascos, rudos, pero buena persona, hombre de pueblo, creo recordar de Lequeitio que se quedó un tanto sorprendido de mi “osadía”… un canario presentarse de esa manera a pedir plaza de alumno, aunque nunca comentó nada, pero creo que tanto él como el resto de los oficiales incluido el alumno que había se quedaron un poco sorprendidos, más aun porque el “Deusto” era el buque insignia de la flota y la tripulación se sentía especialmente orgullosa de tener el merito de estar en este buque.
La flota anterior la componían barcos como “El Neptuno” “Apolo” “Júpiter”, todos ellos construidos entre los años veinte y treinta, que con buen tiempo alcanzaban los ocho nudos de media. Cuando navegaban en lastre llevaban casi la mitad de la hélice fuera del mar, y alguno de ellos hasta carecía de cámara frigorífica, teniendo que llevar ganado vivo en los viajes largos.
En aquellos tiempos y en esas navieras vascas como Aznar, en la que más tarde navegué muchos años, pero sobre todo en las más pequeñas como Bilbaína y Vascongada, y alguna otra mas, casi todas ellas de un mismo grupo de accionistas principales, los embarques sobre todo de oficiales de puente –en máquinas como había escasez había muchos no vascos– se llevaban de una manera “familiar” y no lo digo en sentido peyorativo, es decir eran en su mayoría vascos de un grupo próximo a otros marinos de la compañía, y repito no lo estoy criticando, solo intentando explicar la sensación que tuve y que tengo ya desde la lejanía en el tiempo, aunque repito no afectó para nada en el trato que tuve a bordo y no tengo queja alguna al respecto.
El capitán me dijo que efectivamente llevaban una plaza libre, pero que solo querían llevar un alumno, pero como el que tenían iba a acabar las prácticas muy pronto, consultaría con la compañía y me diría lo que fuese.
La contestación tenía que ser rápida ya que el barco solo iba a estar horas en Santa Cruz de Tenerife y así fue. Me admitieron y con 19 años recién cumplidos me metí en un barco en el no conocía a nadie, no sabía a dónde iba –ellos tampoco, salíamos hacia Sudamérica a órdenes– y no sabía cuando volvería por casa.
Según el mi primer diario a las 0620h del 9 de julio de 1961 largamos amarras del puerto de Santa Cruz de Tenerife y se inició mi vida marinera. El destino finalmente fue Santa Fe (Argentina), 590 kilómetros río Paraná arriba, para una carga parcial de cereal que completamos en Rosario y Buenos Aires.
Las 17 singladuras desde Tenerife a Santa Fe transcurrieron con normalidad, pero no para mí que ilusionado con mi primer viaje intentaba no perder detalle del barco, su comportamiento, descubrí el placer de encontrase de madrugada el puente de guardia, solos en medio del océano y escuchando el rumor que producía el barco en la mar al abrirse paso, como el puente estaba en el centro y la maquina atrás, en el alerón del puente, el ruido de los motores apenas se escuchaba, mantuvimos unas velocidades medias entre 12 y 14 nudos, lo que para ser un barco de carga era una buena velocidad y aun lo sigue siendo.
Mi turno de guardia era de 0400h a 0800h y de 1600h a 2000h, con el primer oficial. Para completar el cuaderno de cálculos que tendría que presentar al finalizar las practicas, al amanecer tomaba con el sextante las alturas de varios astros, con el fin de obtener una buena situación astronómica, muy exacta si el horizonte estaba limpio y que al mediodía se completaba con la meridiana, es decir ver el momento, al segundo, en que el Sol alcanzaba su altura máxima, observación en la que tradicionalmente participaban todos los oficiales.
En aquellos años no existía el GPS, ni las comunicaciones de ahora, las situaciones en altamar eran usando el sextante y las comunicaciones se hacían por onda corta y alfabeto Morse, a cargo de los oficiales de radio.
La situación por sextante era buena siempre que tuvieras un horizonte limpio para medir la altura sobre el horizonte del astro observado y un buen cronómetro con la hora exacta al segundo de la observación. Cuando el horizonte se mantenía muy calimoso durante días, había que tomar precauciones sobre todo si podía haber costa o bajas cercanas.
Cuando llevábamos siete singladuras pasamos por las proximidades de los Penedos de San Pedro y San Pablo, unos islotes brasileños al NNE de San Fernando de Noronha, casi en la línea ecuatorial, a los que había que dar un buen resguardo si llegabas de noche porque las variables corrientes de la zona te podían jugar una mala pasada. Su altura máxima es de unos 18 metros y aunque estaban señalizados, a menudo los temporales inutilizaban la luz del faro. La ventaja es que si llegabas de día y dabas una vuelta en sus proximidades podías capturar una docena o más de bonitos a currica, lo que hice, en otros barcos, en viajes posteriores, pero no en éste.
Navegando ya por el Río de la Plata recibimos instrucciones de dirigirnos a Santa Fe.
El cereal cargado en los puertos del río Paraná pagaba un flete mayor que el de Buenos Aires, además había que utilizar diversos puertos de carga ya que el puerto de la capital argentina tenía una capacidad de silos limitada, de modo que como el río tenía una limitación de calado de 27 pies, se terminaba completando la carga en Buenos Aires hasta el calado máximo del Río de la Plata, que en aquella época era de 31,5 pies a la salida.
Uno de los hechos más sorprendentes es el conocimiento perfecto que tenían los prácticos de río de cada rincón del Paraná. Estuvimos navegando día y medio por dicho río con dos prácticos a bordo que se turnaban. Entonces, en el río no había señalización alguna, y navegando día y noche los “prácticos de río” –eran expertos navegantes de río, no habían navegado en mar abierto, al menos a los que yo me refiero–, manifestaron un conocimiento del río, sus corrientes y profundidades que para mí fue asombroso, ya que, no sin cierta picardía, les preguntaban de vez en cuando qué fondo habría por dónde íbamos navegando, e inmediatamente, sin que se dieran cuenta iba a la derrota donde estaba la sonda, comprobando que no se equivocaban, 590 kilómetros, y se lo conocían al dedillo, tomando curvas de río unas veces por dentro y otras por fuera para evitar bajas y corrientes… desde aquí mi reconocimiento para todos esos profesionales.
El 15 de julio, después de 17 singladuras, a las 1535h local dimos “terminado con la máquina” y quedamos amarrados en el puerto argentino de Santa Fe. Cuando llegamos nos recibió la colonia española con gran alegría y nos colmaron de atenciones, e incluso organizaron una fiesta para nosotros, pues era el primer barco español que llegaba a este puerto después de la guerra civil.
(*) Capitán de la Marina Mercante. Ex profesor de la Escuela Superior de Náutica de Santa Cruz de Tenerife. Ex director general de la Marina Mercante.
Foto: Fred Miller II (shipspotting.com)