Nos encontrábamos, más o menos, en el ecuador del viaje y creía ya estar en condiciones de afirmar que no me había equivocado de profesión. El sistema de vida, las relaciones personales y, sobre todo, el mundo de las máquinas me comenzaba a cautivar. Solamente había algo que resultaba difícil de llevar: la ausencia de las personas queridas.
Don Antonio Yagüez, el Jefe, continuaba ejerciendo sus funciones de magisterio apareciendo por la sala de máquinas de vez en cuando y siempre en la guardia del segundo maquinista. Tras girar una completa visita por todos los puntos de la máquina, “escuchando, oyendo, tocando y oliendo…”, era rara la vez que no detectaba alguna deficiencia.
– ¡Qué tal, chaval…¡
– Bien, Jefe, salvo que hace un poco de calor…
– El calor depura y purifica…
Siempre hacía alguna observación que solía cerrar con un guiño de ojos.
– Cuando subas el Diario hablaremos…
Cada día, una vez finalizada la guardia, le subía en Diario de Máquinas. Tras su lectura, filtraba y analizaba los datos y anotaciones que habían efectuado las diferentes guardias durante el día.
– Juan, aprovecharemos la estancia en Itea para “baquetear” el condensador.
– Jefe, ¿me puede decir por qué…?
– Estas anotaciones que hacéis en este libro…, decía mientras señalaba con el dedo índice la página por donde lo tenía abierto el Diario, ¿sirven para algo?
Creo que fue la primera vez que de una forma manifiesta cambió, o a mejor decir, subió el tono de voz al dirigirse a mí desde el día que embarqué.
– Observo que ninguno os habéis percatado de que el consumo de combustible se ha incrementado desde hace unos días. Las condiciones de viento y mar no han cambiado, únicamente la temperatura del agua de mar ha subido un grado y sin embargo, el vacío en el condensador ha subido considerablemente.
– ¿Entiendes ahora porqué hay que abrirlo y limpiarlo…?
– Sí, sí, Jefe…
La verdad es que hasta ese momento no tenía ni zorra idea de lo que me acababa de razonar. Aprendía mucho más con él en cinco minutos de charla, que en ocho horas de guardia en la sala de máquina. Un auténtico maestro, que aparte de enseñar, lo hacía de una forma fácil y sobre todo amena. Con el señor Yagüez, aprendí algo más que máquinas de vapor.
Un día, mientras me encontraba el camarote escribiendo la carta diaria para Marisol oí unos golpes en la puerta. Era el Jefe con un folio en la mano en el que figuraba una serie de trabajos que me encomendaba para la llegada a puerto.
– Hay que aprovechar que estarán las calderas apagadas para revisar ambas dinamos, como sé que te gusta “la calambrina”, es trabajo tuyo… Aislamientos, colectores, escobillas… si tienes algún problema, preguntas. Vamos a reconocer, también, el cojinete de bancada número cinco, que como sabes se calienta algo, le ayudarás al tercer maquinista, quiero que aprendas a utilizar la rasqueta. Del condensador se ocupará el caldereta.
Creo que al verme la cara, adivinó mis pensamientos.
– No te preocupes, tendremos una estancia de seis días, habrá tiempo de hacer algo de turismo y acercarnos a Atenas, Delfos, Corinto, pero lo primero es lo primero.
Tras varios días sin ver tierra, avistamos por fin los destellos de un faro a unas treinta millas por la proa, distancia que indicaban los anillos concéntricos de la pantalla del radar.
– Juan, eso es el faro de punta San Vito, mañana tendremos todo el día al través y por estribor a Sicilia; te gustará la visión del Etna y el paisaje de la costa, vamos a pasar a una cuatro millas, me apuntaba el primer oficial una tarde durante la visita que solía hacerle durante su guardia y que procuraba hacer coincidir con la puesta del sol. Dada la época del año y la meteorología era un espectáculo.
– Algún día, si tienes suerte, podrás avistar el rayo verde, yo en mis treinta y tantos años de navegación únicamente lo he visto tres veces.
Pasados los años y navegando por el Mar de Los Sargazos creí verlo, fue como un espejismo por la velocidad en que desapareció del horizonte.
Dejamos la costa de Sicilia y con la visibilidad que nos proporcionaba el buen tiempo pudimos disfrutar de su visión, así como de la bella estampa que proporcionaba la travesía del estrecho de Mesina.
El capitán, una tarde, cuando faltaban un par de días para la llegada, en un alarde de conocimientos de historia y mientras disfrutábamos de la sobremesa, comentó que en aquel preciso instante, estábamos pasando sobre histórico pecios. Se estaba refiriendo a los restos de la batalla de Lepanto, tras precisar que gracias a sus consecuencias en Europa predominaba la civilización cristiana, pasó a efectuar una descripción de la vida y obra de sus protagonistas más significativos, comenzando por Mehemet Siriko y acabando por el duque de Austria, sin olvidar a Cervantes.
El hecho de tener una hija estudiante de Historia le servía de estímulo para interesarse por la historia y hechos más memorables acaecidos de los lugares por donde pasaba. Solía siempre dejar constancia del lugar con su vieja Leica, que según decía compró en Hamburgo mientras ejercía de tercer oficial en un buque que transportaba “wolfram” desde Vigo en plena Segunda Guerra Mundial.
Con buen tiempo, una estampa habitual era ver a don Ignacio con la puerta de su camarote abierta mientras sentado en la mesa de su despacho hacía anotaciones sobre un grueso bloc de muelle; en el que también pegaba fotografías con goma arábiga. Con las gotas que le caían debido a un incipiente Parkinson, solía manchar el tablero de caoba de la mesa, lo que era motivo de las quejas de Cambeiro cada vez que le tocaba arranchar el camarote.
Don Ignacio se solía reír al recibir la bronca del camarero, cosa que aumentaba el cabreo de éste. Desde el alerón de estribor, el timonel de guardia presenciaba con regocijo la bronquilla diaria. Tras escuchar el rifi-rafe con todo lujo de detalles, luego durante la comida y en el comedor de la tripulación, el entretenimiento diario, consistía en tomarle el pelo a Cambeiro gracias a los incidentes de la goma arábiga.
Por fin nos encontrábamos a unas horas de arribar a Itea y un curioso nerviosismo empezó a invadirme. La causa principal radicaba en la impaciente incertidumbre que me producía las dudas de si recibiría o no correspondencia de España, o para ser más preciso de Marisol. El capitán durante el almuerzo nos pidió que fuésemos prudentes con el contramaestre tras su reembarco evitando formularle preguntas que le pudieran resultar incómodas o inconvenientes. No hace falta decir, aunque no hubiese sido motivo de conversación durante el viaje por un tácito acuerdo, que todos estábamos deseando conocer los motivos de su anómalo desembarco.
Desde su lancha, el práctico se despedía tras efectuar su trabajo. Me llamó la atención el comprobar con la pericia que bajó la escala de gato, a la vez que portaba una pipa en la boca que le permitía saborear parte de una libra de tabaco holandés que le acababa de regalar el primer oficial. La profesión de práctico siempre gozó de mi admiración y simpatía. La mezcla de riesgo en el trabajo, buenos salarios que nadie les regala y que en muchos casos les supone el jugarse la vida y su habitual forma de presentarse a bordo de forma tan cordial y desenfadada intentando transmitir la tranquilidad del experto, siempre me llamó la atención.
Terminada la maniobra de atraque se procedió al arriado de la escala real, a través de la que, en fila de a uno, subieron a bordo las autoridades griegas que procederían al despacho del buque. Les precedían el agente consignatario y el contramaestre. Este último con una descuidada barba de días y con cara triste y demacrada que le daban un enfermizo aspecto, lo cual añadía a su presencia un cierto desasosiego. Se dirigió directamente al camarote del capitán, en el que permaneció un largo periodo de tiempo.
A la hora de la cena, don Ignacio, con cara visiblemente de disgusto, cuenta:
– Bueno, Antonio, me ha ratificado lo que temía y le ha dado solución…
– ¿Puedes ser más preciso, Ignacio..?, preguntó el Jefe.
– Sí, Antonio, me ha autorizado a informaros.
El silencio era total y la cara de preocupación e incertidumbre nos embargaba a todos.
– Durante la estancia en La Coruña su mujer se acercó desde la aldea a visitarlo y a recoger la nómina que acababa de entregarnos el consignatario en aquel puerto. Tras permanecer a bordo el tiempo suficiente para dar noticias de sus hijos y de las diferentes circunstancias familiares y económicas, alegando la inminente salida del autobús hacia la aldea, se marchó con rapidez. Instantes después de su marcha se personó a bordo un hermano de la víctima, quien le informó que su mujer, acompañada por un taxista del pueblo se encontraba en La Coruña desde el día anterior y hospedados ambos bajo el mismo techo y presumiblemente en la misma habitación. Recibida la noticia vino de inmediato a mi camarote y me pidió, con objeto de poder comprobar personalmente la sospecha, permiso para desembarcar de la forma que conocéis. Tras meditar la petición por unos instantes, accedí a su petición y así visteis lo que visteis…
– Lamentablemente confirmó la sospecha al sorprenderlos en la habitación de un hostal de la barriada del Orzán. Los detalles del tan desagradable momento, aunque me los ha dado a conocer, los prefiero obviar…
Todos nos quedamos desagradablemente sorprendidos e invadidos por una profunda tristeza. En mi caso, además, la profunda decepción de no haber recibido la deseada y necesaria correspondencia me sumió en una cierta depresión.
(*) Jefe de Máquinas de la Marina Mercante
Fotos: Archivo de Juan Cárdenas Soriano