Domingo el telegrafista era realmente una persona especial. Su interrelación con el resto de la tripulación era prácticamente nula, las horas las pasaba en la estación de radio o en su camarote. Al comedor únicamente bajaba a la hora del almuerzo. De vez en cuando solía limpiar los aisladores de las antenas para evitar pérdidas con las señales y resultaba un poco enternecedor ver a una persona mayor, como en aquel momento me parecía que era, efectuando un trabajo sin la mayor ayuda. Le ofrecí mi colaboración para futuras maniobras y me lo agradeció sobremanera.
La estación de radio era un auténtico museo de las comunicaciones. Las emisoras eran de tecnología de la época de Marconi, lo cual le daba un especial encanto. Un día observé con pavor por primera vez, cómo durante una transmisión se levantó rápidamente del sillón de trabajo para accionar un conmutador y cambiar de antena y al aproximar la cabeza a uno de los tubos de cobre de transmisión, desde éste le saltó un arco eléctrico que duró varios segundos. Yo pensé que era hombre muerto.
Se volvió hacia mí y me dijo:
– No hay problema, es alta frecuencia…
Suspiré con gran alivio. Más tarde me diría que se trataba de una broma que solía practicar con los nuevos alumnos.
Domingo conocía el barco desde el año 1937 y había transcurrido gran parte de su vida profesional en él, salvo esporádicos embarques en otros de la compañía, a cambio de mantener, lo que el consideraba un privilegio: solía renunciar a las vacaciones. Había quedado viudo muy joven y sin descendencia. Su ilusión eran tres sobrinos a los que había costeado carreras.
Pasados unos años, ejerciendo ya como jefe de máquinas, tuve noticias de que se encontraba interno en un asilo de Gijón; durante una de mis escalas en aquel puerto fui a visitarlo con varias latas de mantequilla leonesa y unas botellas de Paternina banda azul en las manos; elementos ambos que siempre fueron su debilidad. Dos monjitas me acompañaron a la mesa donde compartía unas manos de mus con otros internos. Me reconoció rápidamente y al percatarse de que en el uniforme lucía las palas de jefe de máquinas me dio un fuerte abrazo.
– ¡Chaval, sabía que lo conseguirías¡.
No pude evitar emocionarme. De igual forma se emocionó él cuando le pregunté por los sobrinos; toda su contestación fue un encogimiento de hombros. Durante los largos momentos pasados en la telegrafía me había contado cantidad de historias y anécdotas del buque. Especial conocimiento tenía de las peripecias y aventuras en las que se había visto envuelto durante la guerra civil en zona republicana.
He de reconocer que le cogí un especial cariño. Fueron muchas las horas de charlas que mantuvimos juntos en la estación de radio mientras esperaba el turno que “Aranjuez Radio” le asignaba para la transmisión. A veces cogía unos cabreos tremendos por las largas esperas, cabreo que se incrementaban si el capitán le entregaba algún telegrama cifrado para transmitirlo a la compañía; como aquel en el que se daban las causas y explicación del desembarco del contramaestre en La Coruña. Aunque mantenía escrupulosamente el secreto profesional y las normas deontológicas exigidas por la profesión, si le gustaba enterarse de lodo lo que pasaba por su mano. Dada su edad y experiencias, el escucharlo durante las, a veces, tediosas horas de ocio, resultaba al menos curioso.
Nos encontrábamos navegando a pocas millas de la costa de Argelia y ya entrada la noche, disfrutando desde el alerón de babor del relajante espectáculo que a veces te brinda la mar cuando confluyen el buen tiempo, la luna se refleja en el agua por la amura, como era el caso y a lo lejos, en la costa, el tintilineo de lejanas luces indicando que estábamos ante una ciudad importante.
– Juan, aquello es Argel, ¡Qué recuerdos me trae….¡
– ¿A qué se refiere, Domingo?.
– En ese puerto deje de ser “señorito”…
– No lo entiendo.
– Fue en el verano de 1946, hacía poco tiempo que había terminado la segunda gran guerra y cargamos en Marsella un “full” de munición y armamento para el ejército francés en Argelia. Las operaciones de descarga duraron varios días. Una noche salimos varios a cenar y tomar unas copas…
Tras varios minutos describiendo con todo lujo de detalles los acontecimientos de aquella noche, incluida su primera experiencia de lo que el llamó “sexo recreativo”, hizo varias reflexiones y sabias apreciaciones, sobre el cómo y el porqué de una vida sexual plena y sana. Si tenemos en cuenta los años que nos separaban y mi corta y casi nula experiencia al respecto, permanecí a la escucha con la boca abierta durante el transcurso de la “lección magistral”.
– Domingo, ¿podría explicarme que eso del “sexo recreativo”….
-El sexo es una necesidad biológica gracias al cual la humanidad no se extingue; cuando el sexo se práctica con la persona amada, resulta sumamente gratificante y se alcanza la máxima plenitud. Ver disfrutar a quien se ama y participar al mismo tiempo de su goce es algo que difícilmente superable. Otra forma de disfrutar del sexo, posiblemente no tan gratificante, es cuando a salto de mata y únicamente mediando el deseo y el instinto se echa una cana al aire. Esto es lo que se llama o llamo “sexo recreativo”; como bien entenderás es un concepto no fácil de entender o aceptar por el género femenino. Pero eso es otra cosa…
– Pero eso es infidelidad…
– ¿Qué significa infidelidad….?
– Bueno, Domingo, vamos a dejarlo por hoy… me voy para la guardia.
– Buenas noches, Juan y que domines a los caballos…
(*) Jefe de Máquinas de la Marina Mercante
Foto: Arthur Blundell collection