En la máquina principal y por su lado de babor había una palanca que se articulaba por un extremo a una de las crucetas de la máquina y por el otro al vástago de un pistón. Me llamó la atención que hecho firme a la citada palanca mediante pletinas de acero atornilladas había un listón de robusta madera en cuyo extremo libre, y sujetas con cuerdas suspendían varias prendas de ropa que entraban y salían, siguiendo el vaivén de la palanca, en un bidón con agua y jabón. Le pregunté a Aquilino por el curioso mecanismo y me dijo que se trataba de la bomba de aire de la máquina y que como bien debería saber, esta tenía como misión sacar el aire del condensador y que complementariamente servía de lavadora para la colada de la ropa de trabajo. Inmediatamente recordé el esquema y funcionamiento de la citada bomba que con tanta claridad explicaba el señor Valle Collantes en su texto “Tratado de Máquinas de Vapor”.
– Cuando necesites hacer la colada, a la hora de utilizar la “lavadora”, vaya con cuidado para no recibir algún golpe con el “yugo”, me advirtió Aquilino.
Acababa de aprender que aquella pieza no se llamaba palanca sino yugo. Mucho era lo que por aprender de terminología marítima y otras cosas, me quedaba. Tras pasar una media hora en la sala de máquinas, me dispuse a abandonarla no sin antes visitar el pañol de generadores. Dos dinamos arrastradas por sendas maquinitas de vapor, descargaban la energía producida a través de un cuadro de pizarra equipados con los correspondientes aparatos de medida simétricamente montados encima de dos antiquísimos interruptores de cuchillas. Todo ellos de bronce y con un brillo impecable que se encargaba de conseguir mediante la aplicación de limpia metales y la correspondiente estopa, Francisco “el caldereta” durante la estadía en puerto.
Mientras el buque permanecía atracado por espacio de más de dos días, se apagaban calderas y para iluminar los camarotes, comedores y resto de alojamientos se disponían de unos quinqués con suspensión cardan para mantenerlos perfectamente adrizados, independientemente del balance o escora del buque.
Cambeiro era el encargado de efectuar el relleno de carburo cuando estos lo necesitaban. Únicamente existían dos motores eléctrico a bordo, uno accionaba el antena del radar y el otro el compresor frigorífico de la cámara de víveres. Una pequeña conmutatriz en la sala de derrota convertía en corriente alterna, la continua suministrada por las dinamos para servicio de la giroscópica.
Tumbado sobre la cama tras la cena y en espera de que llegaran las doce de la noche para comenzar mi primera guardia, tuve suficiente tiempo para reflexionar sobre los muchos acaecimientos del día y el largo periodo de prácticas que se me presentaba por la proa. Al menos cien singladuras en vapor y trescientas en motor. Más de un año navegando no harían fácil muchas cosas; entre otras mis relaciones con alguien por quien ofrecía todos mis esfuerzos y que era en aquel momento el objetivo de todas mis ilusiones. Soñaba con poderla llevar a un altar con un uniforme portando cinco galones en las hombreras.
En el comedor me dí cuenta que los cuatro puestos que me separaban del jefe de máquinas, me distanciaba mucho de hacer realidad aquella ilusión. No obstante el reto acababa de comenzar y mi prioridad no era otra que la de acabar el periodo de prácticas lo antes posible. El tributo a pagar no era ni más ni menos que renunciar a vacaciones, con todas las consecuencias que las difíciles e indeseables ausencias han de soportar tanto el marino como la persona que le espera.
La primera guardia transcurrió sin mayores novedades. Afortunadamente los efectos del mareo habían desaparecido. Efectivamente, Modesto me pareció una persona tímida y un tanto peculiar: cuando te hablaba no te miraba a la cara sino al suelo, pero tras esa pantalla se escondía una persona entrañable y excesivamente educada.
-¿De dónde eres…?, fueron las primeras palabras que me dirigió.
-De Badajoz, le contesté.
-¿Y qué coño se le ha perdido a un tío de Badajoz en un barco…..?
La tópica respuesta incluía a Hernán Cortés, Pizarro, Balboa , etc.
-!Claro, no se me había ocurrido…¡, fue su respuesta. El jefe me ha puesto en tu guardia porque según su criterio puedes ser mi mejor maestro.
Con una amplia sonrisa que le iluminó, hasta la entonces serias facciones, la respuesta no se hizo esperar:
-¡Cuenta conmigo para todo lo que necesites…¡.
Creo que el jefe nunca le había sabido transmitir directamente lo satisfecho que estaba con tenerlo en su equipo.
-¡Ah, yo soy de Oviedo y estoy soltero, hijos no sé si tengo….¡, fue su despedida mientras se quitaba el calzado de la máquina, sentado en un banco de madera situado junto a la puerta de salida y así nos despedíamos de nuestra primera guardia juntos.
Mi integración en la tripulación fue cómoda. El hecho de ser el tripulante más joven en aquel momento creo que despertó en la mayoría un cierto paternalismo protector. Debido a mi genético despiste y a la celeridad con que hube de abandonar el piso, me olvide de incluir en la maleta los útiles de afeitar y como no era de recibo el entrar en el barco pidiendo cuchillas de afeitar y la barba crecía día a día, me encontré en la necesidad de mentir piadosamente diciendo que había hecho una promesa. Mi barba, por aquella época, era rubia tirando a pelirroja, circunstancia esta que fue motivo más que suficiente para desencadenar bromas y chistes y algún sobrenombre que era muy utilizado cuando yo no me encontraba presente.
Las singladuras iban transcurriendo y mi integración en este nuevo mundo estaba resultando más cómoda y fácil de lo que presumía aquella última tarde de despedidas en La Coruña. Como estaba establecido, mi guardia diaria de ocho horas se cumplía sin mayores incidencias. Al principio me costó un poco, el adquirir la necesaria pericia para tocar las enormes guitarras del cigüeñal durante su movimiento de giro para comprobar su temperatura ó engrasar los patines de las crucetas ayudándome con una jeringa de latón, había que seguir el movimiento alternativo del mecanismo con los brazos para descargar el líquido lubricante/refrigerante en el momento oportuno y el lugar adecuado. Los niveles de agua de las calderas, la presión de vacío del condensador, el estado de inundación de sentinas….
Modesto fue un buen maestro y compañero. Su ayuda me facilitó mucho el trabajo de confección de los muchos planos y esquemas que necesitaba cumplimentar para mis trabajos y que debería presentar en la Escuela de Náutica. Se permitía dar todo tipo de consejos a los que solía anteponer:
-Tú puedes hacer lo que quieras pero has de tener en cuenta qué…
Esta introducción era aplicada a cualquier género de materias tratadas. Abarcando desde cómo debería de relacionarme con el oficial de Radio, qué precauciones debería adoptar ante mujeres de “moral distraida”, por las que el sentía una especial afición, o con qué periodicidad debían de efectuarse los análisis de aguas de calderas. Con respecto a esto último, un día me entregó un recipiente de latón con un largo asa de madera y tras darme las oportunas normas a observar en evitación de accidentes, me pidió que sacara una muestra de agua de unas de las calderas.
Cumplimentada la orden, me dice:
-Vamos al laboratorio.
Lo seguí y cuál fue mi sorpresa al ver que entra en la cocina que acababa de ser arranchada por el marmitón. Las planchas de acero de los fogones se encontraban aún a suficiente temperatura para que al lanzar el agua de la muestra sobre estas, inmediatamente desapareciese convirtiéndose en vapor. Modesto miró con detenimiento las planchas y el leve residuo blanquecino que dejó el agua al evaporarse y sentenció:
– Dile al caldereta que dosifique tres kilos de sosa Solvay.
No pude evitar el pensar para que me habían servido tantos cálculos y prácticas de laboratorios en la Universidad Laboral, durante las prácticas de “Ensayos de aguas y combustibles”. Mi sorpresa fue mayor cuando pasado el tiempo entramos en unas de las calderas para taponar un tubo que había reventado. El estado interior de ésta, tras más de cincuenta años de servicio, era impecable….
La velocidad de crucero del “Antonio de Satrústegui” con mar en calma excedía los ocho nudos. Al llegar al cabo San Vicente y poner proa al Estrecho, el viento y la mar se pusieron de proa y estuvimos viendo el esbelto faro del cabo al través durante tres días.
-Como estos cabrones de tierra no nos metan pronto en dique para carenar de una puta vez, cualquier día no llegamos a tierra. Eran los diarios comentarios de don Iñaki, el capitán, en el comedor.
El viaje hasta Grecia se estaba haciendo pesado, a la vez que mi barba crecía sin control. Mi primera travesía del Estrecho transcurrió por la mañana con calma chica y visibilidad prácticamente total, he de reconocer que me conmovió. Desde el puente no perdía el más mínimo detalle. En aquella época las pateras eran utilizadas por los marroquies únicamente para pescar; quienes se situaban de una forma suicida con las redes caladas interceptando el paso de los buques que entraban el Mediterráneo. Los toques de aviso de las sirenas de los barco para que se apartasen, le daban al momento un especial encanto. Por la banda de babor la visión de la costa española por última vez y hasta saber cuándo, me produjo una inevitable nostalgia.
(*) Jefe de Máquinas de la Marina Mercante
Foto: Archivo de Jaume Cifré