En la oficina del consignatario de la Compañía Vasco Asturiana me habían confirmado que en el buque “Antonio de Satrústegui” disponían de una plaza para alumno de máquinas y que su estancia en el puerto de La Coruña, al día siguiente, sería de seis horas, tiempo suficiente para repostar combustible y continuar su viaje desde Fowey, al sur de Inglaterra, hasta Itea, en el griego golfo de Patras. Portaba un cargamento de cuatro mil toneladas de azufre para las viñas de aquel país.
Me dispuse a preparar con rapidez la maleta, arreglar las cuentas con la casera y despedirme de los amigos en el Otanagra, lugar habitual de tertulias ante unas tazas de ribeiro. Desde allí mismo telefoneé a mis padres y les comuniqué que en unas horas comenzaba mi vida de marino. Oí unos sollozos de mi madre y un leve y triste adiós. Lamenté no poder habérselo comunicado a Marisol, pero en aquella época, empezábamos también las prácticas de lo que sería el preludio de una larga vida de tormentosas relaciones que tendría como colofón el premio de unos preciosos nietos pasados más de treinta años.
Una vez entregada la libreta de navegación al segundo oficial, éste me presento al capitán, jefe de máquinas y resto de la tripulación. A las ocho de la mañana el práctico subía a bordo y comenzábamos la maniobra de salida. Apoyado sobre la regala de la cubierta donde se encontraba mi camarote, veía con nostalgia como alguien desde el muelle se despedía con un gran pañuelo de cabeza en la mano. Sin poder acertar de quien se trataba, correspondí a la despedida. Una vez al través del dique de abrigo se paran las máquinas para facilitar la bajada del práctico a su lancha y se le despide con dos sonoras pitadas.
Pasados unos minutos y cuando el práctico desaparecía entre una incipiente niebla, observo que la máquina no arranca, a la vez que unos marineros se disponen al arriado de uno de los botes salvavidas para inmediatamente después, poner rumbo a tierra con dos personas a bordo. El capitán, desde el alerón gritando, le ruega a uno de ellos que no tarde en volver. Tras más una hora en espera, veo con extrañeza, como el bote, en efecto, retorna con únicamente un pasajero. Una vez elevado y arranchado este en su estiba, pasan unos minutos y oigo, por fin, como la máquina arranca. Comenzamos a dejar por babor La Coruña, hasta que desaparece en el horizonte. En ese momento empiezan a embargarme grandes dudas e incertidumbres. Al mismo tiempo, unido a un fuerte y hasta entonces, desconocido olor a fuel-oil, el buque comienza a balancearse de una forma rítmica y cada vez más intensa, circunstancias que me obliga a retirarme al camarote y tumbarme en la cama sin retirar ni siquiera la colcha.
Unos fuertes golpes en la puerta de caoba del camarote me hacen despertar bruscamente. Por unos instantes no sé donde me encuentro, de inmediato salto de la cama y me dispongo a abrir. Tras la puerta me encuentro con un pequeño personaje con chaqueta blanca y negra corbata.
– Don Juan, soy Cambeiro, el camarero, son las doce y es la hora habitual del almuerzo. Si a usted le parece bien, puede acercarse al comedor donde ya se encuentra el resto de la oficialidad.
– Muchas gracias Cambeiro , de inmediato estaré allí.
Tras refrescarme la cara y pasarme el peine por el pelo un tanto desaliñado, me dirijo hacia mi primera reunión social a bordo de un buque. Una larga mesa rectangular, cubierta por un blanco mantel con el logotipo de la Compañía en el centro y situada en sentido babor/estribor presidida por el jefe de máquinas en un extremo y el capitán en el opuesto. A ambos lados se situaban los oficiales: a proa los de cubierta y a popa los de máquinas; situándose siguiendo un riguroso orden de graduación a la derecha de sus jefes. Únicamente faltaban los dos oficiales que en ese momento se encontraban de guardia.
En mi caso y por obvias razones, yo era el más alejado del jefe de máquinas, quien le sugirió a su primero:
– Sandalio, cambia por hoy tu sitio por el del chaval, que quiero saber quién es y de dónde procede.
Éste accedió sin gran entusiasmo.
– Eso sí –continuó el jefe-, una vez que el capitán nos cuente a que se ha debido el ilógico, por la forma, desembarque del contramaestre.
El capitán, con pinta de venerable anciano y que hasta el momento había permanecía en silencio, mostraba un semblante triste y de preocupación, apostilla:
– Antonio, se trata de un grave problema familiar, al que para ponerle solución he accedido a desembarcarlo de la forma que habéis presenciado todos. Navegaremos hasta Itea sin él, allí se reincorporará a bordo tras correr por su cuenta los gastos del viaje.
–Lucas, por favor -añadió dirigiéndose al primer oficial-, ocúpate de que no se note su falta durante la travesía.
Mirando al jefe de máquinas, le comenta:
– Antonio, al tratarse de un problema muy personal e íntimo, preferiría que fuese él, una vez reincorporado a bordo en Grecia, quien os lo cuente si lo cree necesario.
Nos miramos todos con cara de extrañeza y comenzamos con los entremeses. A pesar de tener el cuerpo revuelto por lo que ya era un mareo en toda regla, hice de tripas corazón para no pasar por el ridículo de evitar comer. Por primera vez se me brindó la ocasión de apreciar lo suculento que es el “chatka” ruso; el jefe de máquinas tuvo la deferencia de recibirme a bordo con este detalle, mandando abrir unas latas de su propiedad que había adquirido de “entrepot” a bordo.
Tras los comentarios del capitán sobre el incidente del contramaestre, la comida transcurrió de una forma rápida y silenciosa. Una vez dado fin al caldo gallego, fanecas fritas, postre y café, mis nuevos compañeros comenzaron a retirarse a disfrutar de la siesta, no sin antes despedirse y darme la bienvenida a bordo.
El jefe de máquinas y yo fuimos los últimos en abandonar el comedor. Nos enredamos en una conversación donde comenzamos por el origen geográfico y situación familiar de ambos para acabar con una descripción de la máquina alternativa que propulsaba el buque. Tuve la impresión de que nos caímos mutuamente muy bien. Me levanté de la mesa con el convencimiento de que había acertado a la hora de elegir mi primer buque de prácticas.
– Bueno Juan, márchate a descansar un poco, esta noche a las 12 entrarás en tu primera guardia, te he puesto con el segundo maquinista, es persona poco locuaz, un tanto rara en el trato, pero se conoce la máquina de este barco mejor que su cuerpo. Lleva en la compañía 25 años y gran parte de ellos en el “Antonio de Satrústegui”. Su conocimiento de calderas y máquinas alternativas era considerable.
– Gracias jefe, le agradezco mucho su interés. Estoy a su total disposición y órdenes.
– Gracias chaval, igual te digo. En todo aquello que te pueda ser útil, puedes contar con mi ayuda. Nos volveremos a ver en la cena.
No me fui al camarote. Mi impaciencia por bajar y conocer la máquina era grande. Tras cambiarme de ropa me dirijo a la puerta de acceso: “Sala de Máquinas”, la abro y una fuerte bocanada de calor junto a rítmicos y variados sonidos me recibieron. Con extrema precaución me dispongo a bajar las escaleras y empiezo a alucinar, cuando en aquel momento dio la sensación de estar ante una inmensa máquina de acero y bronces que parecía respirar o mejor dicho resoplar.
Más que ruido aquello parecía música. El silbido del vapor a través de pérdidas por prensas de válvulas y vástagos, el martilleo de la válvula de lanzadera de la bomba de alimentación, el golpeteo de las articulaciones de la bomba de sentinas y el característico olor a vapor, terminaba de ambientar el entorno.
Bajo un manguerote situado ante el puesto de control de la máquina, se encontraba el tercero de máquinas. Con un pantalón corto y el torso desnudo se refrescaba en un ambiente un trato inhóspito. Cariñosamente me saludó y tras preguntarme qué guardia me habían asignado, se me ofreció para todo lo que pudiera necesitar, cosa que le agradecí con manifiesta sinceridad que él celebró con una sonrisa de complicidad. El tercero tenía bajo su responsabilidad los trabajos de mantenimiento de calderas, incluido los análisis de aguas. Me acompañó hasta la sala de calderas donde me presentó a Aquilino, fogonero de guardia. Un simpático gallego de fornido cuerpo que se cubría la cabeza con un trapo blanco fuertemente amarrado y al que únicamente le faltaba la calavera y las tibias rotuladas en la zona frontal.
– Ya sabe usted. Para que el sudor no me entre el los ojos…
El calor en esta parte de la máquina resultaba realmente insoportable.
–No se preocupe, comentó Aquilino al verme la expresión de horror en la cara. A esto también se acostumbra uno, sobre e todo cuando se piensa en las siete bocas que esperan en Cambados.
(*) Jefe de Máquinas de la Marina Mercante
Foto: PWR (shipspotting.com)