Madinât al Zahrâ

Madinât al-Zahrâ está considerado como uno de los principales yacimientos arqueológicos a nivel nacional y europeo de la época medieval, tanto por su extensión como por su trascendencia histórica –capital política y administrativa de al-Andalus durante buena parte del siglo X– y máximo ejemplo de la plasmación material de la presencia musulmana en la Península Ibérica y del alto nivel cultural alcanzado por ésta. Todavía hoy asombra el impresionante despliegue técnico y los cuantiosos recursos invertidos en la construcción de la nueva capital de los omeyas en Occidente.
Todas las fuentes consultadas coinciden en destacar que la importancia histórico-artística de Madinât al-Zahrâ es “extraordinariamente grande”. La ciudad corresponde al modelo imperial del Oriente Próximo islámico recreado en Andalucía, que también se reprodujo en el mismo siglo en Túnez, caso de Sabra al-Mansûriyya y en Egipto, en al-Qâhira, de la cual tomó su nombre El Cairo.
Con Abd al-Rahmân III en el poder desde 929, la construcción de una nueva ciudad, Madinât al-Zahrâ, como residencia personal del nuevo califa y sede de los órganos de la administración del nuevo estado califal –hasta entonces instalados en el antiguo alcázar de Córdoba– se había convertido, sin duda, la más ambiciosa de sus actuaciones y la que tuvo mayor alcance y repercusión.
Con esta fundación, iniciada entre los años 936 y 940, Abd al-Rahmân III (912-961) asumía también una práctica habitual en el mundo islámico oriental: la construcción por parte del califa de un nuevo núcleo urbano, adecuado a su recién estrenada dignidad y estatus, como parte de un cuidado programa de propaganda y representación. En este sentido, las causas reales que justificaron el gran proyecto urbanístico de esta ciudad nada tienen que ver con el capricho personal del califa, y menos aún con la versión aportada por Ibn-Arabi –compilada por al-Makkari, autor magrebí del siglo XVII– que justificaba la fundación de Madinât al-Zahrâ como muestra del amor que sentía el califa por una de sus favoritas.

La ciudad, de forma casi rectangular y de 112 hectáreas de superficie (1.518 m de largo en sentido Este-Oeste y 745 m de ancho de Norte a Sur) y una superficie intramuros de 112 hectáreas, fue diseñada como un complejo centro urbano emplazado al oeste de Córdoba, distante unos ocho kilómetros de la capital, al pie de las últimas estribaciones de Sierra Morena, en un lugar dotado de un gran valor paisajístico. La adaptación a esta topografía se pie de sierra determinó la disposición aterrazada de sus edificaciones. Se calcula que, en total, se invirtieron unos 40 años en construir la nueva ciudad y que en ella vivieron unas 20.000 personas, cifra considerable para la época.
En Madinât al-Zahrâ (“la ciudad brillante”), se puede apreciar con gran detalle la configuración del palacio andalusí. De manera general, éste se encuentra dividido en dos zonas claramente diferenciadas: una doméstica y privada, y otra administrativa de carácter oficial. En ambas se combinan edificios de diversa funcionalidad, tamaño e importancia. Así, en la zona privada encontramos desde construcciones vinculadas a las actividades domésticas –entre las que destacan las culinarias–, hasta las grandes y ricas residencias donde habitan los altos funcionarios del Estado y del propio califa. En la zona administrativa se enclavan los grandes edificios de clara funcionalidad burocrática, política y de representación, por lo general de planta basilical y abiertas a un gran patio.
El palacio del califa domina toda la ciudad desde la terraza superior situada al norte. La explanada media albergaba la administración y las viviendas de los funcionarios más importantes de la corte. La terraza inferior estaba destinada a la gente del pueblo llano y a los soldados. Allí se encontraba la mezquita, los mercados, los baños y también los jardines públicos. Estas tres terrazas con sus correspondientes partes de la ciudad, claramente separadas entre sí, se mencionan en todos los informes antiguos.

El palacio consta de una parte pública y otra privada. La arquitectura palatina reviste las mismas formas estructurales y ornamentales de las mezquitas contemporáneas (especialmente los arcos, con alternancia de dovelas de ladrillo y de piedra). El empleo de la sillería será un importante factor diferencial respecto al posterior arte nazarí del reino de Granada. La casa privada se llamaba Dar al-Mulk o “Casa del Poder”, matizando que mulk alude al poder atribuido en exclusiva a Dios, de modo que quizá el califa se arrogaba esta prerrogativa divina.
La parte pública del alcázar era conocida como Dar al-Yund (“Casa de los Militares). Constaba de un gran patio o explanada y salas porticadas. Otro sector es Dar al-Wuzara, o “Casa de los Visires”. Pero la zona mejor conocida es el famoso Salón del Trono o Salón Rico, que tiene un pórtico de entrada formado por cinco arcos de herradura, que comunica la sala con el patio anterior y su gran estanque. El salón lo forman tres naves separadas por arquerías de herradura. Son de un gran interés los paneles decorativos de yeserías, a base de motivos vegetales estilizados y geometrizantes, las más de las veces inspirados en el hum o “árbol de la vida”. Estos rasgos basados en pautas matemáticas y rítmicas nos hablan del neopitagorismo y el neoplatonismo imperantes en la estética islámica.
En Madinât al-Zahrâ resurge un conjunto de elementos, que caracterizan a las ciudades imperiales abasíes: la jerarquización arquitectónica bien definida entre la ciudad y las residencias, las dimensiones de la totalidad de las instalaciones y la artística distribución de los jardines, con sus paseos resaltados que se entrecruzan en el centro; la estrecha vinculación entre el salón de recepciones, las fuentes y los jardines, el zoológico y el parque reservado a las aves, el complicado y bien protegido sistema de caminos…
Los salones de recepción basilicales con varias naves, como la Casa del Ejército, el Salón Rico o el Salón Oriental son, sin duda alguna, una peculiaridad de la arquitectura imperial andaluza, ya que en Oriente, las construcciones en forma de îwân y cúpula desempeñaron desde el siglo VIII un papel muy importante en ese sentido. En el caso de Madinât al-Zahrâ, aunque en la literatura aparecen indicios de que existían salones con cúpula, las excavaciones arqueológicas confirman que su papel fue mucho menos importante que el de los salones de recepción basilicales.

Las habitaciones de las residencias en Madinât al-Zahrâ se encuentran alrededor de un patio central, cuadrado en la mayoría de las casas ricas, y rectangular o trapezoidal en las más modestas. La Casa del Príncipe posee en su lugar un pequeño jardín con un estanque. En dirección al huerto cruzado en sentido longitudinal por un andén o paseo, se abren corredores con una triple arcada central. El Salón Rico, la sala de recepción más importante de la ciudad, presenta un esquema parecido, aunque mucho más grandioso.
En Madinât al-Zahrâ, entendida, por tanto, como la capital del nuevo régimen instaurado por Abd al-Rahmân III, el califato, la arquitectura se pone al servicio del monarca como fastuoso escenario de representación del sofisticado protocolo que acompaña a la alta dignidad de éste.
Uno de los elementos más representativos de la ciudad, tanto por su alto nivel artístico como por su extensión, lo constituye la decoración arquitectónica realizada en bajorrelieve (ataurique), donde se representan motivos vegetales, geométricos y epigráficos. Esta decoración se labró sobre placas de piedra caliza de varios centímetros de grosor que se adherían, a modo de forro, a las paredes interiores y exteriores de los edificios más importantes, como se observa en el salón de Abd al-Rahmân III.
Las decoraciones de estas paredes forman complejas composiciones que se adaptan perfectamente a la configuración propia de cada uno de los espacios: puertas con arcos de herradura, arcos ciegos o sustentados por columnas, o alacenas abiertas en los muros. Entre los motivos más representados destacan los vegetales denominados propiamente atauriques: hojas de forma acorazonada con cientos de variantes, acantos, palmetas, piñas, etc. Y entre los motivos geométricos, esvásticas, meandros y dameros. Estos motivos decorativos aparecen también sobre otros soportes como las cerámicas, las telas suntuarias y los botes de marfil.

La mezquita, antes de ser reconstruida en tiempos de al-Hakam II era, en cierto modo, una hermana menor de la mezquita mayor de Córdoba. Pertenece al mismo tipo de construcción basilical como el salón de recepciones. Cinco naves ubicadas en sentido transversal a la qibla, la nave central más ancha que las dos siguientes, ambas a su vez más anchas que las dos naves externas, las cuales se prolongaban en las galerías del patio.
Detrás de la qibla, un pasillo cubierto permitía al califa acceder directamente a la sala de oración. El alminar estaba contiguo a la entrada principal, y ésta se hallaba exactamente frente al mihrâb. En las cercanías, hacia el Este, se situaba el barrio del mercado y las viviendas donde se acantonaba la infantería. Y al Oeste se ubicaban los parques, un zoológico y las viviendas de la caballería.
En los capiteles datables en el emirato de Córdoba, encontramos formas muy cercanas aún a los modelos clásicos. Pero hacia la mitad del siglo X ya se advierten novedades: una mayor presencia del trepanado, las hojas de acanto se arrollan en las volutas, mientras que en otros ejemplos aparece epigrafías.
En los capiteles califales, como los de Madinât al-Zahrâ, las formas son ya más rotundas y geométricas. Los huecos tallados a trépano se van abriendo y ampliando, dibujándose perfiles nítidos. Algunos fueron tallados en caliza blanca, piedra bastante dura, en lugar de mármol, lo cual resulta excepcional. Se tiende cada vez más a las proporciones cúbicas, y se cuidan como nunca los principios de simetría y axialidad. Hay un curioso ejemplo, de la época de Almanzor, donde aparece una escena figurativa: dos aves se pelean por una lombriz. Un ejemplar excepcional es el conocido como “Capitel de los Músicos” (finales del siglo X), en el que aparecen representaciones de figuras humanas con instrumentos musicales, una en cada una de las cuatro caras.

La implantación de Madinât al-Zahrâ en el territorio precisó de la creación de una compleja infraestructura viaria, hidráulica y de abastecimiento de materias primas constructivas, perceptible aún hoy en los restos de caminos, puentes, acueductos y canteras en el entorno próximo, que nos ofrecen la imagen de una ciudad claramente autónoma, en su funcionamiento, respecto de la metrópoli cordobesa.
El suministro de agua se realizaba a través de un cauce, en su mayor parte subterráneo, aunque en muchas partes aparecía como un acueducto con arcos de herradura, por el que se traía el agua procedente de las montañas de la sierra, que se almacenaba en un depósito situado al norte de la muralla. Desde allí el agua fluía a una pila de mármol y sobre una rampa hasta unos tubos de plomo que la distribuían en el interior de la ciudad. También existían muchas pilas para captar y almacenar el agua de lluvia, pues algunos indicios parecen indicar que el abastecimiento de la sierra no era suficiente para cubrir las necesidades de los habitantes de Madinât al-Zahrâ.
Todas las casas notables que se han excavado contaban con suministro de agua, incluido el retrete, además de que la ciudad contaba con numerosos estanques. Las “albercas del castillo” debieron tener unas dimensiones impresionantes, máxime si consideramos la información, tantas veces repetida, de que “para alimentar a los peces (…) se necesitaban 12.000 panes diarios”.
Otro de los aspectos importantes de la ciudad de Madinât al-Zahrâ se refiere a su fortificación. La muralla que la rodeaba, formada por sillares relativamente pequeños, provenía desde los comienzos de su construcción, pues más tarde se usaron piedras más grandes. En la zona excavada, correspondiente al norte de la misma, alcanzaba dos metros y medio de espesor y cada 13 ó 14 metros había un torreón en su lado exterior, mientras que en el lado interno incluye un adarve de unos cuatro metros de ancho. En los tres costados restantes de la ciudad parece que se trataba de un muro doble con un adarve intermedio, lo cual hace pensar que podría haber tenido, en total, unos 15 metros de ancho.

De la ciudad se conservan cuatro puertas: la principal, en la mitad del muro sur (Bâb al-Qubba); la del Sol al este (Bâb al-Shams) y la de la Montaña (Bâb al-Jibal) en el muro norte. Además, la Bâb al´Sudda, es decir, la Puerta Prohibida o Puerta del Umbral, ubicada dentro del recinto amurallado, al norte de Bâb al-Qubba, y que conducía al palacio del califa, al que se llegaba a pie.
Los textos medievales árabes nos transmiten el asombro y la admiración que la ciudad causaba entre quienes la contemplaron en su época de esplendor. Su existencia, sin embargo, fue muy breve: a la intensa actividad constructiva desplegada durante los reinados de Abd al-Rahmân III –terminación de la mezquita Aljama en 941, traslado de los funcionarios y la casa de la moneda en 947-948, impulso oficial de la edificación privada y poblamiento de la ciudad… – y al-Hakam II (961-976), sobrevino una decadencia casi inmediata con el reinado de Hisam II (976-1009), iniciándose su destrucción, entre los años 1010 y 1013, como consecuencia de las luchas internas que provocaron la caída del califato omeya de Occidente y la desmembración de al-Andalus en numerosos reinos de taifas. A partir de entonces, Madinât al-Zahrâ fue sometida al saqueo sistemático de sus materiales de construcción, que se prolongó durante toda la Edad Media y Moderna. Olvidada durante siglos, sus restos pasaron a ser conocidos con el nombre de “Córdoba la vieja”.

En 1236, al ser conquistada Córdoba por Fernando III el Santo, no quedaba de Madinât al-Zahrâ más que el recuerdo, y los materiales de sus ruinas sirvieron para que se construyeran con ellos palacios, iglesias y conventos. En el año 1853, Pedro de Madrazo identificó los restos que quedaban. En 1911, con las primeras excavaciones, se produjo su redescubrimiento y en 1923 todo el recinto fue declarado Monumento Nacional.
Madinât al-Zahrâ no es un campo arqueológico donde la imaginación tiene que suplir a la falta de representación en volumen. La enorme cantidad de material fragmentario, encontrado en las excavaciones a lo largo de los años, obligó a los arqueólogos a plantearse la cuestión de su presentación. Almacenarlo en un museo hubiera supuesto muchísimos metros de vitrina. Finalmente se decidió recomponer los fragmentos de los principales palacios, lo que permite a los visitantes contemplar perfectamente el escenario que cuentan los cronistas y poetas del tiempo del califato.
Bibliografía
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Nieto Cumplido, Manuel. La mezquita-catedral de Córdoba. Ed. Escudo de Oro. Barcelona, 2005.
(*) Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela.
Fotos: Wwal, sombradeparra, individua y Ana Maj Michelson