Los últimos canarios que viajaron en el trasatlántico “Montserrat” a Venezuela / y 2

Donde realmente se demostró la categoría humana y profesional de las tripulaciones de los buques hermanos Montserrat y Begoña fue en agosto de 1970, cuando el primero de ellos se dirigía de La Guaira a Tenerife con 900 personas a bordo, entre las cuales venían 180 pasajeros para el puerto tinerfeño y a 1.500 millas de Canarias, el barco sufrió una grave avería en su máquina, quedando a la deriva con todos los sistemas del buque inutilizados. La casualidad de que el Begoña saliera dos días más tarde cubriendo su misma derrota, produjo la gran suerte de que interviniera directamente en el salvamento de los pasajeros, cuya operación en pleno Atlántico fue realizada en tiempo record y sin el más leve contratiempo, poniéndose de manifiesto una vez más la singular pericia de los capitanes y tripulaciones de ambos buques.
Mucho se habló en su día, en términos de encendido elogio por parte de los propios pasajeros que vivieron la odisea y también los medios de comunicación, por el éxito de la operación sin precedentes en la historia de la navegación moderna. Mucho se habló, decimos, pero al parecer no lo suficiente, como para que el pueblo español recuerde con orgullo esta odisea en el inmenso océano, de los dos barcos hermanos en la que se aunaron el valor y la alta profesionalidad de sus dotaciones, así como nobles gestos, comprensión y afecto sin límites entre los más de mil quinientos pasajeros.
En cinco horas trasladaron de un barco a otro, cuya separación era de unos 150 metros, en botes salvavidas, con marejada, a los 630 pasajeros entre los que había un gran número de mujeres, niños y ancianos, produciéndose en algunos momentos por parte de las tripulaciones, acciones verdaderamente heroicas y llenas de emoción y ternura, como por ejemplo, viendo a los fornidos marineros, en su mayoría gallegos, cómo cuidaban al máximo durante el corto pero agitado trayecto en las aguas que separaban ambos buques, de aquellos pequeños que habían sentado en el fondo de los botes para mayor seguridad, para luego cogerlos en sus brazos y entregarlos con el máximo cuidado y delicadeza en la escala del Begoña a otros marineros con el agua hasta la cintura, que en cadena humana no los soltaban hasta dejarlos seguros en la cubierta del buque. Una vez salvados todos los pasajeros, continuaron con algunos tripulantes, víveres y los equipajes de camarote, que ascendían a más de mil maletas y otros bultos, en cuya operación demoraron algo más de tiempo.
Como decimos, se vivieron casos ejemplares de solidaridad humana en el Atlántico por parte de algunos viajeros del Begoña que ocupaban camarotes de clase superior y decidieron cederlos a los rescatados. Entre ellos, está el caso de la estrella británica de patinaje sobre hielo Christine Jarvis, que cedió su camarote de turista especial para que lo ocuparan pasajeros damnificados, mientras ella se alojaba en otro de clase inferior, quedando constancia del compañerismo entre los viajeros en los momentos difíciles que se estaban viviendo. Porque a pesar de las incomodidades que soportaban, tanto de uno como de otro barco, no hubo quejas; ni reproches; ni reclamaciones, nada. Sólo comprensión, paciencia, enormes ganas de ayudar al prójimo y colaborar en todo momento con la Compañía, pero sobre todo, palabras de agradecimiento a los miembros de la tripulación, por la esforzada labor que estaban realizando. Muchos creyentes comentaban que Dios estaba allí y que todo era un milagro.
La recompensa y máxima distinción para estos extraordinarios tripulantes no se tradujo en condecoraciones ni reconocimientos oficiales; fue en la sonrisa de aquellos niños y el agradecimiento de sus madres, cuando se encontraban a salvo a bordo del Begoña. Aún está en nuestra memoria el recuerdo de doña Elvira, una señora que viajaba con sus tres hijos de 10, 8 y 6 años, quien nos dijo emocionada y entre sollozos a la llegada del buque salvador a Tenerife, a las dos de la madrugada de aquel 19 de agosto de 1970: “Jamás olvidaré el comportamiento de los intrépidos marineros durante el salvamento, especialmente con los niños, a los que cuidaban como ángeles de la guarda durante el trayecto en las lanchas con la mar embravecida. Algunos pequeños lloraban y estos los cogían en sus brazos y los abrazaban…Tuvimos mucho miedo, señor… mucho miedo… pero ellos nos transmitían tranquilidad y valor… Estos marineros son muy valientes… muy valientes… y tienen mucha humanidad, señor… mucha humanidad…”. La señora se apartó llorando, seguramente dando gracias a Dios por haberla devuelto con los suyos a su querida tierra canaria, después de la dramática aventura vivida.
Y es que a través de los años, Trasatlántica ha sido reconocida como una de las más importantes empresas de navegación mundial, pero se debe decir, que por encima de la categoría de sus barcos y de sus dirigentes, estaba el prestigio de sus tripulaciones. Ellos contribuyeron a hacer grande a la Compañía y en los últimos tiempos, luchando con barcos en precarias condiciones técnicas, estas tripulaciones sabían sobrellevar tales contratiempos, sin alterar un ápice la buena convivencia a bordo de los viajeros. Y el ejemplo estuvo en el heroico salvamento mencionado, del que estamos seguros que ambas dotaciones, desde el capitán hasta el último marinero, hubieran arriesgado al máximo sus vidas por la de los pasajeros, si ello hubiera sido necesario.
Mención especial merece la actuación de los dos capitanes, Gerardo Larrañaga Bilbao, del “Begoña”, con residencia en Santurce (Vizcaya) y José González Conde, al mando del infortunado “Montserrat”, de Comillas (Santander), que desde el puente de mando estuvieron todo el tiempo dirigiendo las operaciones, en especial Larrañaga que por medio de radioteléfono portátil se comunicaba con los oficiales que gobernaban las motoras, para llevar a cabo una de las maniobras de mayor riesgo y más complicadas que pueden hacerse en alta mar, al tiempo que una de las acciones más hermosas que nos puede ofrecer la vida, como es el salvamento en pleno Océano Atlántico de 630 personas y el auxilio al buque hermano que se hallaba gravemente herido a merced de las inclemencias de la mar cruel.
El capitán Peña Alvear dice que “en su opinión, los marineros gallegos son los mejores hombres de mar del mundo, conocedores a fondo de su oficio y de la mar, en la que han echado los dientes, disciplinados, capaces de sufrir y soportar sin rechistar los mayores sacrificios y esfuerzos cuando las circunstancias así lo exigen, incansables y fieles hasta el fin a sus Capitanes y Oficiales….”. Lo ratificamos, querido capitán en todos sus términos y añade también la frase de la señora que viajaba con sus tres hijos: “Marineros intrépidos, valientes y con mucha humanidad”.
El trasatlántico Montserrat fue llevado a remolque a Curazao, donde sufrió una exhaustiva reparación que duró cuatro meses, cambiando totalmente su aspecto, con casco de color blanco y chimenea amarilla con la enseña de la Compañía. Siguió navegando un par de años más, hasta el 10 de enero de 1973 en que arriba por última vez a este puerto de Tenerife, para cruzar el Atlántico con destino a Trinidad, Kingston y La Guaira.
Aquí embarcaron 37 pasajeros, todos para Venezuela, cuyos nombres vamos a reproducir como homenaje a ellos, por ser los últimos emigrantes canarios que viajaron en este buque y por ser el preludio del triste final de una brillante historia de más de 150 años de líneas regulares de pasajeros de la Compañía Trasatlántica Española: 1- Américo Álvarez Gómez, 24 años, agricultor.- 2- Ramona García Pacheco, 62 años, su casa.- 3- Manuel Pérez Pérez, 64 años, empleado.- 4- Julio Rodríguez González, 34 años, agricultor.- 5- Ildefonso López Dorta, 23 años, estudiante.- 6- Benigno Dorta Cairós, 29 años, agricultor.- 7- José Dorta Rodríguez, 20 años, estudiante.- 8- José Osorio Hernández, 50 años, agricultor.- 9- Berta García Osorio, 44 años, su casa.- 10- Aurelio Pérez Pérez, 44 años, comerciante.- 11- Manuel Pérez Rodríguez, 39 años, albañil.- 12- Emelina Hernández Dorta, 39 años, su casa.- 13- José Antonio Pérez Hernández, 9 años, escolar.- 14- Juan Carlos Hernández Hernández, 25 años, jornalero.- 15- Marianela Hernández Hernández, 16 años, su casa.- 16- Jesús Fraga Álvarez, 27 años, mesonero.- 17- Juan González García, 42 años, comerciante.- 18- Álvaro Rodríguez Sánchez, 40 años, contador.- 19- Norberto González González, 28 años, agricultor.- 20- Ángel Armas Rodríguez, 34 años, agricultor.- 21- Pedro Ramírez Marrero, 63 años, empleado.- 22- Rosario Santana Pérez, 56 años, su casa.- 23- Pino Rodríguez Santana, 66 años, su casa.- 24- María Magdalena Díaz Brito, 59 años, su casa.- 25- Horace Lionel Cordón Packman, 63 años, empleado.- 26- Josefina Martin Acosta, 20 años, estudiante.- 27- Carlos A. Gutiérrez Martin, 1 año.- 28- María Santa Suárez Meneses, 45 años, su casa.- 29- José Alberto Marín Suárez, 17 años, empleado.- 30- Juan Marín Suárez, 16 años, empleado.- 31- María Luisa Marín Suárez, 26 años, su casa.- 32- Rafael Armas Lima, 26 años, obrero.- 33- María Isabel Morales Acosta, 19 años, su casa.- 34- Juan Méndez Méndez, 37 años, barman.- 35- Carmen Epifania Martín Torres, 24 años, su casa.- 36- Paulino Hernández Olmo, 30 años, agricultor.- 37- Francisco A. Pérez Toledo, 32 años, chófer.-
El barco zarpó a las cuatro de la tarde con menos del 50% de su capacidad de pasaje y unas tres semanas después, el 3 de febrero, regresa prácticamente vacío de América. Arribó a Tenerife a las 14 horas y a las nueve de la noche soltó amarras, levó ancla y a poca máquina enfiló la bocana del muelle sur hacia mar abierta, dejándonos ver en la popa su nombre y su matrícula por última vez. A modo de despedida, lanzó tres pitadas largas, pero nadie correspondió a la cortesía del adiós; los responsables del puerto estaban a lo suyo y la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, que aparecía al fondo muy iluminada, hospitalaria y agradecida en otras ocasiones, esta vez también daba la espalda y tampoco hacía acto de presencia para despedir al amigo, tal vez porque sus habitantes estaban enfrascados ultimando los detalles para los Carnavales de ese año, que estaban a punto de comenzar.
El trasatlántico Montserrat que tanto había contribuido a la vida de esta ciudad y de su puerto durante los 16 años de relación y que llevó por los caminos del mar a más de veinte mil tinerfeños que emigraron a tierras de América, y a otros tantos que regresaron de su aventura por el Nuevo Mundo, se nos iba para siempre de estas aguas canarias y nadie estaba allí para despedirlo. La vida, que es un cúmulo de detalles, no dejó ninguno para el desdichado barco viejo. ¡Pobre “Montserrat”, qué ingratos somos!. Quienes le conocieron bien, dicen que fue un barco donde la suerte nunca estuvo de su lado, pero que no era tan malo. Finalmente, se dirigió a Vigo y Southampton para dejar a los pocos pasajeros que iban a bordo y más tarde, completar su última singladura, navegando hacia su definitivo destino, como era el camino de su tumba en Castellón, donde sería desguazado.
¡Hasta siempre, querido Montserrat”¡
(*) Delegado de Compañía Trasatlántica Española en Canarias (1984-1993). Miembro de la Academia Canaria de Ciencias de la Navegación.
Fotos: Chris Howell (shipspotting.com).