“Los temblores iban a más, a más, hasta que llegó un momento, cerca ya de la erupción, en que todos los días había cientos de ellos, unos más fuertes y otros más débiles”, comienza diciendo el relato de Luis Hernández Hernández (1933), protagonista de esta historia, refiriéndose a la erupción del volcán de Teneguía, ocurrida en octubre de 1971. Aquel episodio singular de la naturaleza telúrica acontecido en su pueblo natal estuvo a punto de costarle la vida y, afortunadamente, vive para contarlo.
“Algunas noches nos quedamos fuera de casa, de lo que se movía –prosigue-, por temor a que pasara alguna desgracia. El día que reventó, como a las tres de la tarde, yo estaba haciendo servicio de UNELCO por aquí cerca y tenía un pase que me permitía andar por todos sitios, sin restricciones de ninguna clase, incluso acompañando a los geólogos hasta abajo mismo”.
“El primer día lo pasé esperando a ver lo que pasaba y viendo todo aquel movimiento, como si fuera una fiesta, pero sin miedo de ninguna clase. Así como se lo digo. Yo tenía 15 años cuando el volcán de 1949, lo viví todo y esta vez no me causó tanta impresión, aunque la afluencia de gente era algo tremendo. Eso se cuenta y no se cree. La montaña de Las Tablas se llenaba que parecía un hormiguero y de allí para abajo no dejaban pasar. Estaba la Guardia Civil pendiente de todo, controlando todos los movimientos. Uno miraba para abajo y aquello parecía metralletas disparando hacia arriba, mientras se ajuntaban un montón de bocas”.
“En aquellos días había recibido una llamada de dos amigos míos, médicos que viven en Las Palmas, querían venir a ver el volcán. Cuando llegaron a Fuencaliente pasaron por casa, oscurecido ya, y salimos como a las doce de la noche y fuimos por la carretera de La Costa, por allá de Punta Larga, para ver la lava cayendo por el risco. Llegando a los invernaderos aquellos que había allí, ya se veía la lava llegando al mar y en ese momento me dio un olor como a huevos podridos y perdí el conocimiento. El coche, que tenía el motor encendido, se paró solo. Yo me quedé desvanecido y ellos salieron del coche, aunque también se cayeron, porque les cogieron los gases. La mujer de uno de ellos subió un poco más arriba y por eso fue que no le pasó nada, por lo que salió a buscar ayuda. Los médicos se arañaron todos, caminando de un lado para otro y a mí me estuvieron dando cachetadas a ver si me despertaba, pero no había manera”.
“Por la mañana, cuando dieron con nosotros, la gente ya pensaba cosa mala. Allí nos encontraron hechos una calamidad. Isabel, la señora del doctor Melián –a la que nosotros llamamos Nena-, estuvo buscando ayuda durante toda la noche. Salió de donde estábamos guiada por las luces que veía de la carretera de Puerto Naos y llegó hasta el pozo de Luis de Sotero, y allí la encontró uno que tenía una finca en la costa, un cuñado de Román el de Veneranda, que es de Breña Alta y la subió a Los Canarios”.
“Ignacio Pérez Triana fue el primero que nos encontró por la mañana. La verdad es que escapamos de ‘manganilla’, por pura casualidad. Primero nos trajeron frente a la iglesia, donde había un médico alemán, que nos estuvo inyectando algo y después nos llevaron al hospital y allí estuvimos dos o tres días más, con oxígeno, mientras seguían inyectándonos y allí nos hicimos de todo. ¡No vinieron pocos médicos de Las Palmas para interesarse por nosotros!”.
«Después volvimos para Fuencaliente y a pesar de que entonces se dijo que nos iban a sancionar, no nos hicieron nada. La verdad es que la gente se comportó muy bien con nosotros –concluye su relato-, preocupados por saber cómo estábamos y todo eso. La gente pensaba que no escapábamos y, la verdad, no les faltaba razón”.
Su esposa, Rosa Martín Hernández (1937), recuerda la erupción del volcán Teneguía con tristeza. “Los temblores eran terribles, hasta el punto de que tuvimos que dormir varios días en una caseta de campaña, porque las paredes temblaban y el aljibe está debajo de la casa. Tenía miedo a que se hundiera el piso y los chicos se cayeran dentro. Todos aquellos días los tuve a papas fritas y huevos. Yo creo que desde entonces las aborrecieron (risas)”.
“A lo primero, cuando reventó, salimos mandados para la montaña de Las Tablas, a verlo. Era un espectáculo muy bonito, muy bonito. ¡Había que ver cómo lanzaba esas lenguas de fuego y vomitaba lava. Era algo tremendo! Pero luego se convirtió en una tragedia, en un drama, porque llegó un momento en que yo pensé que Luis se moría. Unos días antes se había muerto mi hermano Sergio, de repente, en Inglaterra. Tenía apenas 26 años y lo trajeron a La Palma como a los quince días. Yo estaba nerviosa y no podía dormir. Yo iba con ellos a ver la lava, pero don Agustín Melián, que era el médico que me estaba tratando y que esa noche se quedaban en casa, me dijo que no fuera, que me quedara con los niños. Y cuando yo vía que eran las doce, la una y las dos, salí para afuera y me puse a llorar, porque veía que Luis no llegaba. Y allí estuve, llorando, sentada en una esquina”.
“A las cinco de la mañana llegó el señor que trajo a la mujer de don Agustín, aunque yo no lo sabía, y me dice: ¡Señora, ¿a qué hora abre la gasolinera?
Le digo: a las ocho.
Y me dice: ¡Ay, mi madre, y no me despacharán antes, que se murió el electricista de Fuencaliente y dos médicos de Las Palmas! El hombre, el pobre, no sabía que yo era la mujer de Luis y en eso yo me desplomé y quedé sin conocimiento. La gente que estaba cerca salió corriendo a socorrerme y al rato, cuando yo estaba más o menos, vino Antonito el del pan, me levantó en brazos y me dijo: ¡Ay, Rosita, que Luis no está muerto, que lo acabo de ver en la plaza y me habló. Lo que está es mareado, pero habló y hay un médico alemán con ellos! Y al rato pasó la ambulancia por delante de casa camino de Santa Cruz de La Palma”.
“Luego vino la señora de don Agustín Melián. Ella venía toda magullada. Ella dice que veía una luz, pero cuanto más caminaba, decía que la luz se alejaba. Y eran las luces de Puerto Naos, así que imagínese si estaba lejos. Y cuando la encontraron, ella le dijo a la gente que me dijeran que los demás estaban muertos. Pero no era así. Cuando llegaron al hospital aquello parecía una fiesta. La gente curiosa estaba pendiente de ver a los dos médicos y al electricista de Fuencaliente muertos. Entonces nos dejaron entrar, que nos llevó Raúl Quintana, y cuando llegamos había bastantes médicos y nos dijeron: Ellos están en peligro, están envenenados por dentro, pero sí a las 48 horas rebasan eso, porque eran bolas rojas y verdes lo que tiraban por la boca, puede ser que se arregle todo. Después de eso –concluye- ya no volví a ver el volcán, porque yo me quedé mal con todo lo que había pasado. Fue mucho sufrimiento en apenas quince días”.
La persona que encontró a Luis Hernández, Ignacio Pérez Triana (n. 1920), recordaba el suceso en los siguientes términos:
“En una ocasión bajé hasta la montaña de Pablo, acompañando al alcalde, León Bienes y el geólogo Fuster y algunos más el día que reventó el otro cráter por encima, que dio un estampido regular y la gente que estaba en la montaña de Las Tablas salió corriendo, del susto que se llevó. Pensamos que el volcán se iba a llevar el canal del agua, pero no sucedió así. Una de las veces bajé a La Costa, donde hoy está la Playa Nueva, con Antonio de Cecilio, cuando la lava estaba llegando al mar, para hacer una película que se la quería llevar para Venezuela. Aquello era impresionante. Cuando íbamos llegando vimos a dos personas que nos abanaban, pero nosotros pensamos que estaban de amanecida, por lo que seguimos en dirección a donde corría la lava y allí nos encontramos a Luis Hernández sentado dentro del coche. Le preguntamos qué le pasaba y apenas nos contestó. Entonces comprendimos que no se encontraba bien y luego nos enteramos de lo que les había sucedido. Entonces los subimos y nos encontramos con la ambulancia que venía a buscarlos, porque la mujer de uno de los médicos ya había conseguido dar la alarma en el pueblo”.
Fotos: Juan Carlos Díaz Lorenzo