Durante tres días se prolongaron las operaciones de carga y descarga en San Juan de Puerto Rico. Tiempo suficiente para aprovechar y realizar algunas labores rutinarias de mantenimiento preventivo a máquina parada, a la vez que disponer de algún tiempo para disfrutar de los encantos del viejo San Juan y sus barrios de típicas casas coloniales y calles adoquinadas con piezas de granito que los galeones españoles utilizaran como lastre en épocas ya remotas.
Los comentarios y bromas en las sobremesas de la cámara en torno a la parada de máquinas en el “triángulo de las Bermudas” se mantuvieron durante varios días, lo que me obligaba a permanecer en guardia permanente, en espera de la posible respuesta que vengara el agravio y que estaba seguro no tardaría en llegar.
El siguiente puerto de escala prevista, ya en la costa pacífica de Centroamérica, sería San Lorenzo, lugar situado en el hondureño y exótico golfo de Fonseca. Nombre que tomaría el accidente geográfico en memoria de Rodríguez de Fonseca, pionero de la organización político-colonial de las Nuevas Indias y que entre otras responsabilidades que constan en su historial, se encuentra el ejercicio como obispo en Badajoz allá por el año 1494, tierra mía de nacimiento.
Tras el paso por el canal de Panamá y un par de singladuras más, abocamos el citado golfo. Una vez embarcado el práctico a la altura de la isla de León, enfilamos hasta el punto de fondeo a través de un canal natural cuya navegación entrañaba cierta dificultad debido al fenómeno producido por la llamada “culebrina”; fondo arenoso que suele cambiar de posición como consecuencia de las fuertes corrientes de la zona, lo que entraña el peligroso riesgo de varada.
Por aquella época, San Lorenzo aún no disponía de un puerto donde buques del porte del “Merced” pudiera atracar. Comenzaba la construcción por una empresa alemana del que pasado unos años se convertiría en el activo y moderno puerto situado en las Bocas de Henacán.
A Honduras se solían llevar bienes de equipos, maquinaria, conservas y bebidas desde Europa, mientras que el cargamento que allí se solía recibir consistía, principalmente, en madera en troncos que reagrupados en grandes atados eran arrastrados por pequeños remolcadores y arrumados al costado del barco para posteriormente ser estibados en bodega o sobre cubierta con nuestro propio equipo de carga.
La estiba de más de mil toneladas de pino americano, normalmente con destino a Canarias, nos obligaba a estadías de cinco o seis días, lo que en esta ocasión sería aprovechado para efectuar reconocimiento de alguno de los pistones del motor principal, trabajo que dada la seguridad del fondeadero podía realizarse sin problemas ni riesgos, compatibilizándolo a su vez, con otro tipo de revisiones, ajustes y puesta a punto del sistema de inyección y otros equipos auxiliares; todo con objeto de que el viaje de retorno a Europa se efectuase sin problemas y con la seguridad debida.
En cubierta, mientras tanto, serían puestos al día los programas de engrase, pintado, control de las operaciones de estiba así como la vigilancia de otras mercancía en las bodegas con destino a siguientes puertos de escala; la debilidad por parte de los estibadores de aquellos lugares por el brandy español, siempre fue grande… La implantación del contenedor, que ya discretamente se veía venir, terminaría con la pícara práctica de los robos a la carga así como con la “bohemia marinera”, o lo que es lo mismo, con el asueto y descanso del marino durante aquellas prolongadas estadías en puerto. !Nunca llueve al gusto de todos…¡
Un sábado, aprovechando la estancia en el fondeadero, me dispuse con la ayuda del alumno de Máquinas a comprobar personalmente el correcto funcionamiento del generador de emergencia y del motor del bote salvavidas. Cuando nos encontrábamos afanados en la tarea apareció el capitán y mientras ambos charlábamos y fumábamos un cigarrillo, aprovechando un pequeño receso apoyados sobre la barandilla y disfrutábamos de la incomparable visión de las playas salvajes y manglares que bordean el golfo, así como el espectáculo de los pelícanos lanzándose en picado al agua tratando de saciar su voraz glotonería, Francisco Bilbeny me sugirió que el domingo podríamos hacer una excursión con el bote que estábamos revisando a una de aquellas playas “y así cumplir con la regla 21 de las Instrucciones Generales de la Compañía… ”.
Regla que desde la época de los marqueses de Comillas establecía que en los buques de carga, al menos una vez al mes, debería realizarse un ejercicio de abandono de buque. Mi aprobación no se hizo esperar. “Paco, así la eficacia de mis comprobaciones quedará patente….”, le dije.
El cocinero se encargaría de preparar las necesarias viandas para pasar una agradable jornada de playa a una distancia prudencial desde la que no perdíamos el barco de vista, en la seguridad de que durante unas horas quedaría a buen recaudo bajo la responsabilidad de ambos primeros oficiales de cubierta y máquinas.
El domingo por la mañana se arrió el bote y una vez arrancado su motor pusimos rumbo a una cercana y salvaje playa. Media hora duró la corta travesía. Tras varar el bote en la arena de la desierta playa, de inmediato nos sumergimos en las templadas aguas tropicales. Media hora de reconfortante baño fue suficiente para luego dar fin a las chuletas empanadas y tortilla española que tan primorosamente nos había preparado el cocinero, regando todo con el “zambullo” con el que el marmitón había rellenado la bota con la inscripción ZZZ, aún sin curar.
Todo transcurría con normalidad hasta que al despertar de una siesta de más de una hora bajo la protección de la sombra de un mangle y el relajante efecto del vino, podíamos comprobar con estupor que la marea había bajado considerablemente y el bote aparecía varado a mas de cincuenta metros de la orilla…
– ¡Juaaaan, mira…¡, fue casi el aterrador grito que me despertara.
-¿Y ahora, qué…?
–Paco, intentar arrastrar el bote de más de una tonelada de peso entre los dos, se me antoja empresa difícil; tú eres el capitán y seguro tendrás una brillante idea…, fue mi irónica respuesta.
-Creo que lo único es esperar el tiempo necesario para que la pleamar nos sea favorable…
– No tenemos prisa ni nadie que nos la meta…, apostillé.
– ¿Aún tienes ganas de cachondeo…?, fue la contestación del bueno de Paco; otras cosas que dijo no son tan apropiadas para reflejarlas en las letras de imprenta.
Foto: NOAA