Los naufragios, al igual que sucede con cualquier otro tipo de grandes siniestros, suelen tener como causa una concatenación de hechos, donde el mal estado de la mar suele ser el catalizador fundamental, pero hay más. Inadecuadas reparaciones, deficientes mantenimientos, utilización de materiales baratos como consecuencia de temerarios ahorros, entre otras causas, suelen formar parte del sumatorio que puede acabar en fatal desenlace. No olvidemos, también, las responsabilidades de las diferentes inspecciones que controlan una construcción o una reparación.
Resulta ser un clásico, por ejemplo, el recuerdo que muchos marinos mercantes o de la Armada tenemos de alguna salida de astilleros tras una botadura o reparación, viviendo situaciones de emergencia como consecuencia de las prisas por echarnos a la mar.
Hay un clásico en la construcción naval española, curioso y no falto de gracia: ya finalizado el montaje del armamento y faltando pocas fechas para su botadura, alguien apuntó que el “piscolabis” para tan señalado momento habría de efectuarse en tierra por carecer el buque de cocina donde manufacturar los delicatesen que agasajaran a los asistentes. Entre ellos figuraba Nicolás Franco, que a la sazón era responsable del astillero constructor, ingeniero que capitaneó el proyecto, que además era de poco comer. El afectado por tan sonado despiste fue el buque “Plus Ultra”, de Compañía Trasmediterránea.
Dicho lo anterior, quiero hoy dedicar un pequeño homenaje a una tripulación del buque “Pilar”, propiedad de Compañía Trasatlántica, que estuvo fletado en “time charter” por una conocida naviera norteamericana ya desaparecida y estuvo dedicado durante unos años, en la década de los ochenta, a la línea Rotterdam-Algeciras-Jeddah-Dubai-Algeciras-Rotterdam. Durante uno de los viajes, el buque sufrió un grave incidente que felizmente sería resuelto gracias al aplomo de un consagrado capitán, y de forma muy notable a la osadía y buen hacer del primer oficial del buque.
Se da la circunstancia (y no por casualidad) de que el protagonista principal de la historia, el primer oficial, es una persona a la que cité en otro de mis relatos para dejar igual constancia de sus proezas, como fue salvar también, de nuevo, una delicada y difícil situación. Manuel Coello era, y afortunadamente sigue siendo, su nombre, quien ahora disfruta de la merecida situación de jubilado.
En pleno invierno, en viaje de retorno desde el Golfo Pérsico hacia Europa, se rompe el husillo de la válvula del tanque pique de proa. El volante de su accionamiento se encontraba ubicado en la maniobra del castillo de proa. Ambos elementos se conectaban mediante una larga y complicada transmisión compuesta de varios tramos que se unían por diferentes elementos cardán, todo manufacturado en acero poco o nada resistente a la corrosión, quedando el conjunto expuesto a fuertes agarrotamientos y consiguientes averías, como fue el caso. Bien sabemos los navegantes de la imprescindible y adecuada operatividad del tanque para lograr las condiciones adecuadas de navegabilidad y estabilidad de un buque.
Vía radio se pone el incidente en conocimiento de la Inspección Técnica de la Compañía, y se solicita auxilio técnico para resolver la avería a la llegada al puerto de Algeciras. Un taller con personal experto y equipado con dos bombas sumergibles embarcan a la llegada. En navegación y a la altura de Lisboa sufre avería una de las bombas, resultando imposible su reparación a bordo. A través de Finisterre sufre avería la segunda bomba. El taller -con las bombas averiadas- desembarca en el puerto de Rotterdam sin haber podido resolver el problema.
El buque salió en la misma y precaria situación en que arribó a este puerto, y aproado más de lo debido, circunstancia que le hace perder parte de su maniobrabilidad. Se achican los tanques de lastre correspondientes, y se efectúan los trasiegos de combustible que permiten las circunstancias, con objeto de mejorar la situación; poco se consigue, el piloto automático no cesa de efectuar continuas correcciones al rumbo. Haciéndose la situación cada vez más difícil, el capitán Paullada emplea su mejor saber y dilatada experiencia en capear la situación de la mejor forma posible.
Al segundo día de fuerte temporal, el primer oficial Manolo Coello baja a la sala de máquinas junto con el mecánico de cubierta y, tras girar una visita por el taller y los diferentes pañoles, pide autorización al jefe de máquinas, Sr. Cordero, para retirar unos trozos de planchas de acero y unos tubos del almacén de pertrechos. El jefe de máquinas, tras dar su consentimiento, le pregunta en qué pensaba utilizar aquel material. Coello no se atreve a contestar ante la dudosa eficacia del “artefacto”, en el que había pensado durante toda una guardia de fuertes balances e incómodos pantocazos con el buque cargado a tope.
Afortunadamente para ellos, en aquella época aún se efectuaba el trincaje de los contenedores de forma mucho más segura y racional que en los tiempos nuevos. Se hacía de tal forma que las estibas de los contenedores formaban bloques debidamente fijados e inmovilizados, mediante las adecuadas barras de trinca y los necesarios “bridge fitting”, que cerraban el conjunto por la parte alta. De esta forma, la posibilidad de caída de contenedores a la mar debido a los fuertes balances era muy remota. No hace mucho tiempo, tuve ocasión de comprobar cómo la oficialidad de un buque portacontenedores desconocía la utilidad y existencia de los “bridge fitting”. Pero eso es otra historia.
Manolo Coello, ayudado por el joven mecánico Antonio -quiero recordar que natural de Conil de la Frontera-, se puso a la faena de fabricar un aparato que recordaba haber estudiado en física de cuarto de bachiller. Pasadas unas horas, finaliza la fabricación de un primitivo eyector. Tras probar su funcionamiento con el caudal del sistema de contraincendios, ve, no sin sorpresa, cómo achica el agua de un bidón de doscientos litros en pocos segundo debido al efecto Venturi.
El capitán Paullada y el jefe de máquinas Cordero, que presencian las pruebas de lo que Manolo llamó “el artefacto”, no salen de su asombro. Durante las cuatro horas que duró la guardia de tarde del “inventor”, el pique de proa quedó achicado, recobrando el buque sus seguras condiciones de navegabilidad, para tranquilidad (y seguridad) de todos.
Achicado el tanque, es Manolo quien con la ayuda de Antonio y no sin dificultad, procede al desmontaje de la válvula averiada para fabricar en la máquina un nuevo husillo; eso sí, ahora en acero inoxidable 316L, material con el que debería haber sido construido en origen para evitar poner en riesgo vida y hacienda.
En la mañana siguiente y al terminar la guardia, como de costumbre, Manolo bajó a la cocina a tomar un bocadillo, encontrándose con la sorpresa de que el cocinero, que hacía el primer viaje de su vida, esperaba con una gran tarta hecha en su honor para disfrute de todos los presentes, tras prodigarle un fuerte abrazo.
- Don Manuel, muchas gracias, he pasado mucho miedo.
Así, esta es la otra “machada” de un excelente compañero y gran marino que tiempo hace quería recordar. Como curiosidad, citar que poco después de los hechos narrados el buque entró en dique para efectuar varada reglamentaria y, al quitar el espiche del pique de proa, se comprueba que no salía agua; el espiche había sido montado equivocadamente en un cofferdam adyacente al problemático tanque. Así sucedió y así os lo cuento.
Foto: Andreas Hoppe (shipspotting,com)