La Palma, una Isla del Atlántico

La generosa fuerza del viento

El molino de piedra doméstico, derivado del que utilizaban los aborígenes, formó parte de la cocina del campo insular desde el siglo XVI hasta comienzos del XX. En la actualidad se conservan algunas piezas en museos etnográficos y colecciones particulares. La molienda, en muchas ocasiones a cargo de mujeres jóvenes, hizo que fuera lugar de cita para sus pretendientes, lo que se conoció como “amoríos en el molino”, argumento que justifica el nombre artístico de un afamado grupo folclórico de Puntagorda.

Los molinos de gofio desempeñaron durante siglos un papel principal en la alimentación de los campesinos palmeros. Su utilización está documentada desde los primeros años después de la conquista. El 19 de enero de 1524, el adelantado Alonso Fernández de Lugo concedió a su tercera esposa, Juana Mesieres, un sitio para construir un molino de viento en Santo Domingo de Garafía. En 1629, el obispo Cámara y Murga dice que la base de la alimentación de los campesinos palmeros era el gofio, “que es un pan hecho de trigo, cebada y otras misturas”.

En La Palma hay dos tipos de molinos, los movidos por la fuerza del viento y por la corriente del agua. Estos últimos los encontramos en las proximidades de los cauces de los barrancos, de los cuales aún existen interesantes ejemplares en el barranco de Las Nieves, próximos al Real Santuario y en el lugar llamado Bellido. En la hacienda de Bajamar hay un ejemplar de molino único, que funciona para elevar agua de uno de sus pozos.

El 3 de junio de 1609, el Cabildo concedió autorización a Juan Vandewalle y Vellido para que construyera en unas huertas de su propiedad dos molinos harineros con la condición expresa de que había de costear la conducción del agua desde el último molino de El Río, desde el que se suministraba a la población de la capital insular, “para siempre jamás, sin que el Cabildo fuese obligado a pagar cosa alguna”.

Juan B. Lorenzo contabiliza a mediados del siglo XIX unos trece molinos harineros diseminados en el barranco de El Río, desde el Arco del Ayuntamiento hasta Bellido. El agua sobrante del abasto público servía para regar las huertas y en el abastecimiento de las casas, que por entonces ya disponían de cañerías cerradas de hierro y plomo y conducían el preciado líquido hasta los depósitos.

Los primeros molinos de viento tenían las velas de tela y así continuaron hasta la segunda mitad del siglo XIX, en que se produjo una auténtica revolución en su diseño y construcción con la aparición de Isidoro Ortega, un hombre de singular talento para su época, autodidacta y muy observador, que analizó y resolvió los problemas técnicos de este tipo de instalaciones.

La descripción científica del invento está recogida en el boletín de la Sociedad Económica de Amigos del País de Santa Cruz de La Palma, publicado en julio de 1868. De los detalles más importantes hay que destacar la inclinación de la arboladura con respecto al suelo, que permite un mejor aprovechamiento del viento, mientras la introducción de nuevos elementos de rotación reduce el rozamiento. Todo el armazón del molino era de madera de pinotea. Los engranajes que conectaban la rueda vertical  central del cuerpo de las aspas con el centro macizo eran de madera de pino que llegaba hasta las ruedas moledoras. La regulación de las muelas con facilidad, la sustitución de las velas de tela por tablas de madera que pueden cambiarse cuando resulte necesario y una tolva dotada con un frente de cristal que permite conocer en cualquier momento la cantidad de grano molido y del que resta por moler, eran las principales novedades técnicas del nuevo diseño.

Los molinos de Ortega, prodigio de la técnica artesana, ganaron pronto merecida fama, incluso fuera de la Isla y se convirtieron en elemento fundamental del paisaje. Su tipología es semejante, aunque no idéntica y el armazón giratorio tenía doce brazos. Cuando el viento soplaba con bastante intensidad, el molino giraba con pocas aspas y cuando la brisa amainaba lo hacía con toda su arboladura. Si el viento era muy fuerte o muy escaso, lo aconsejable era que el molino permaneciera inactivo.

Molinos de viento los encontramos en aquellas partes de la Isla donde no existen cursos de agua corriente, como en Garafia, donde hubo cinco; Puntallana, Puntagorda, Mazo o Las Breñas, lugares en los que la fuerza del viento garantizaba su funcionamiento durante la mayor parte del año.

De los ejemplares que aún existen en La Palma, los más notables y en mejor estado de conservación se encuentran en Garafía, donde todavía quedan tres, así como el de El Roque, en Puntagorda, al cual vamos a referirnos a continuación con mayor detalle. La memoria juvenil nos acerca a la existencia de otro molino, en las proximidades del casco municipal de este pueblo, que fue desmantelado hace unos años.

El molino de El Roque

El molino de El Roque fue construido a finales del siglo XIX, entre 1885 y 1890 por encargo de José María Rodríguez Álvarez, oriundo de Garafía y asentado en Puntagorda desde 1867, año en el que contrajo matrimonio con Micaela Taño Ramos, vecina de El Paso. El terreno, en el paso del antiguo camino real, fue adquirido a Casimiro Machín y el sitio resultaba idóneo para el emplazamiento de un molino al tratarse de un “topo” abierto al norte y al poniente, con un amplio ángulo libre de obstáculos orográficos.

El molino de Puntagorda fue construido por los hermanos Acosta, carpinteros de Garafía y tiene el mismo diseño y técnica utilizados en los de El Pinar y Las Tricias, posteriores a éste, mientras que el molino de La Montaña, promovido por “el viejo Lucero”, fue construido por Isidoro Ortega.

El molino generaba una importante concurrencia de gentes, por lo que su propietario adquirió una parcela en el lindero del camino real y construyó una casa en la que instaló una venta que regentó su hijo Manuel Rodríguez Taño, y que fue su residencia cuando contrajo matrimonio con Carmen López Conde, siendo sucesivamente ampliada a medida que la familia fue creciendo. Otros edificios anexos fueron utilizados como almacenes, establos de ganado, pajeros, bodega y aljibe.

Hasta 1912 el molino de El Roque fue propiedad comunal de los hermanos Rodríguez Taño, conocidos como “los venteros”, siendo el último molinero el viejo Alfonso Martín, vecino del lugar. Los herederos mantuvieron las diferentes actividades comerciales, agrícolas, ganaderas y forestales y el viejo molino giró sus aspas hasta la aparición de la molina a motor, la primera de las cuales se instaló en el barrio de El Pinar, en un local anexo a la vivienda de José María Rodríguez Taño, que se encargó de su explotación.

En 1934 el viejo molino fue sustituido por una molina instalada en uno de los edificios aledaños, equipado con un motor inglés “Peter”, dotado de un volante gigantesco y bajas revoluciones, que consumía petróleo que era transportado en latas de 25 litros a bordo de las falúas y desembarcado en la costa de Rodríguez, siendo después llevado hasta el lugar a lomos de mulos.

De la operación de la nueva molina se encargó Elías Rodríguez López, uno de los hijos de Manuel Rodríguez Taño, pero el inicio de la guerra civil hizo que éste fuera movilizado y sustituido por molineros asalariados, el primero de los cuales fue Pancho Morales, quien, junto a Valentín Rodríguez, Antonio Machín, Leocadio y Antonio Vivian, fueron hombres cuya habilidad e inteligencia natural hicieron posible durante los difíciles años de la guerra y autarquía que la molina se mantuviera en pleno rendimiento, superando averías difíciles de solucionar por las circunstancias de aislamiento y penurias que se vivían. En aquella época se molía sin cesar con tal de garantizar la supervivencia de la gente: granos de todas clases e incluso plátanos secos para hacer gofio. A mediados de la década de los años cincuenta, las dificultades para la reparación del motor determinaron el cese de la actividad de la molina.

Durante los primeros años de trabajo la molina de El Roque funcionaba más de veinte horas al día, para atender a la fuerte demanda de servicios de los vecinos que venían desde La Punta, en Tijarafe hasta Santo Domingo, en Garafía. El molino, primero y la molina, después, añadieron actividad en torno al comercio de Manuel “ventero”, que continuó  su viuda, Carmen López y su hijo Elías “ventero”, lo que determinó que el “topo” de El Roque fuera un punto de encuentro permanente durante la primera mitad del siglo.

El hecho de que la venta tuviera uno de los pocos teléfonos que había entonces en el pueblo de Puntagorda, constituía un factor adicional para la concurrencia del público. A última hora del día, terminadas las labores del campo, la parada en la venta servía para comprar provisiones y para pasar un rato de tertulia a la luz de un “petromax”, muchas veces con el fondo sonoro del palpitar acompasado de la molina, que continuaba funcionando hasta altas horas de la noche y en algunas ocasiones hasta el amanecer del día siguiente.

“Al viejo molino –recuerda Virgilio Brito, ex presidente de la Asociación de la Tercera Edad El Buen Jesús, de Tijarafe- íbamos cada vez que podíamos en busca del gofio salvador, unas veces con mi padre, otras con parientes y con amigos. También pasábamos por allí dos veces por semana, camino de Garafía, para traer papas, coles, granos, fruta y algo más que echarse a la boca, pues era donde único que podía conseguir algo. Cuando uno llegaba al molino, había que tener calma y esperar a que te tocara el turno, o lo cambiabas por otra molienda, si ya estaba hecha. Aquellos eran años duros, pero para uno tenía el carácter de un poco de aventura”.

En 1997 los herederos de José María Pérez Álvarez propusieron la cesión del edificio e instalaciones de El Molino de El Roque al Cabildo Insular de La Palma, así como el uso del terreno que ocupa su propietaria, Hermela Rodríguez López. La cesión, por tiempo indefinido y condicionada a que por parte de la primera corporación se procediera a la restauración del inmueble y sus aledaños, así como el mantenimiento y conservación, debía iniciarse en un plazo no superior a dos años y completarse en cuatro años a partir de la fecha del ofrecimiento.

El paso del tiempo ha demostrado que este propósito no se ha cumplido. Tiempo, pues, para retomar el asunto, si posible fuera, en aras de conservar y restaurar no sólo el molino, sino acondicionar adecuadamente el entorno, en uno de los pueblos de mayor tradición agrícola de la Isla.

Bibliografía:

Díaz Lorenzo, Juan Carlos y Fernández, Juan Julio (1999). Arquitectura rural en La Palma. Gobierno de Canarias. Tauro Producciones. Madrid.

Foto: Fernando Rodríguez Sánchez (palmerosenelmundo.com)

Anterior

AINE reconoce a Trasmediterránea

Siguiente

McDonnell Douglas MD-11, un avión de éxito relativo