A Constanza Negrín Delgado, in memoriam
La amplia producción escultórica de los talleres de Amberes, Malinas y Bruselas que inundó buena parte de Europa central, nórdica y atlántica, comenzó en la segunda mitad del siglo XV y alcanzó su apogeo entre los últimos años de esta centuria y las tres primeras décadas del siglo XVI. Estamos en una época caracterizada tanto por unos cambios estilísticos profundos, así como por unas intensas mutaciones culturales, artísticas y religiosas.
La existencia en La Palma, en una isla tan lejana entonces y ahora del continente, de un compacto grupo de esculturas y pinturas de procedencia flamenca, todas ellas de los siglos XV y XVI, es la mejor prueba de cómo los comerciantes flamencos de la época, atraídos por el cultivo y el comercio del azúcar, se asentaron en este lugar y trajeron o importaron estas obras de arte desde las lejanas tierras nórdicas, uniendo de esta manera rutas comerciales “con lo que bien pudiéramos denominar –apunta Fernando Checa– caminos espirituales y artísticos”[1].
Es de apreciar, asimismo, la existencia de obras y modelos similares en las islas portuguesas del Atlántico, lo cual viene a confirmar la coherencia de estas interconexiones, que aprovechan la apertura y consolidación de las rutas marítimas iniciadas por los portugueses a lo largo del siglo XV.
Al igual que sucede en otras regiones o países de Europa, la compra de imágenes que se hace desde el exterior se realizaba de una manera que casi se podría calificar de “al por mayor”, como lo demuestra el hecho –pese a que la iconografía de la Virgen con el Niño había experimentado algunas variaciones–, que se trata de una producción muy seriada y de una ejecución esquemática. La producción de los nuevos talleres de este tipo de obras en Bruselas, Amberes y Malinas, donde realizan una intensa actividad de esculturas y retablos, se instala en su mayoría en los Países Bajos, pero también en Alemania, Suecia, Castilla y Canarias.
El hecho de que se trate de una producción “en serie” y en buena medida estereotipada, no quiere decir, en modo alguno, que no exista una intensa preocupación por la calidad de la obra. Así lo acreditan las marcas que garantizan su origen y, con ello, la calidad de las esculturas, así como su material, tallado y policromado. Existen cientos de piezas con sus correspondientes marcas y en raras ocasiones aparece el nombre de su autor, de lo que en nuestros tiempos llamaríamos “denominación de origen”.

La marca de los talleres de Bruselas consistía en el mazo para la talla, el compás y cepillo para la carpintería y la palabra Bruesel para el policromado. En Amberes se tallaba una mano para la escultura, un castillo coronado por dos manos para la carpintería y Antwerp para el policromado. En Malinas aparecen unas barras de las armas de la ciudad y la palabra Mecheln para el color.
En esta época, la aparición del taller se extendió con rapidez por algunos lugares de Europa, con el fin de atender las demandas artísticas de una sociedad que cada vez más apreciaba las obras de arte como elementos imprescindibles de su entorno estético vital. No debemos olvidar, al margen de los talleres escultóricos, la presencia de los centros de Tournai y Bruselas para la fabricación de tapices y, en el caso de Italia, encontramos a los pintores florentinos, los escultores en mayólica como los de Della Robbia, que inundaron con sus productos en serie no sólo la Toscana sino otros muchos lugares de Italia; los talleres de pequeños bronces del norte de Italia, así como el papel de las imprentas y las casas editoriales o los talleres de orfebrería y los de armas y armaduras de Innsbruck o Augsburgo.
De modo que los deseos de renovación estética que se extendían por Europa a lo largo del siglo XV fueron cubiertos tanto con obras en las que se enfatizaba la originalidad y la creatividad del artista, como con otros productos de menor relevancia “pero que cubrían las necesidades de dotar a los entornos habituales, ya fueran profanos, ya religiosos, de formas bellas y que reflejaran una nueva manera de expresar la sensibilidad artística”[2].
En ese contexto tan característico de las primeras décadas de la Edad Moderna europea, es en el que hay que entender este capítulo del arte flamenco tan vinculado al mercado, a la producción en serie y a unos intereses estéticos que se ligaban, en las capas pudientes de la sociedad, a unos renovados sentimientos religiosos que eran, también, muy típicos del momento.
Los retablos y las esculturas flamencas de fines del siglo XV responden a las exigencias de una piedad individual más que a necesidades litúrgicas. De ahí la importancia que adquiere la figura del donante y de su familia, algo que era muy frecuente en aquella época. La producción del arte flamenco sería, además, muy apreciada en las capas aristocráticas y principescas de la sociedad, así como entre los comerciantes, altos funcionarios y los burgueses acaudalados, de manera que no sólo servía para adornar iglesias y grandes capillas de recintos eclesiásticos, sino también oratorios y pequeñas capillas privadas.
En el caso de Canarias figuran los ejemplos de Cristóbal García del Castillo, que donó a la iglesia de San Juan de Telde uno de los retablos flamencos de mayor importancia y vistosidad de los que se conservan en Canarias con escenas de la vida de la Virgen, o el del Cristo Crucificado en la iglesia de San Francisco, en La Laguna, el famoso Cristo de La Laguna, donado por el adelantado Alonso Fernández de Lugo.
La movilidad era un rasgo esencial de una buena parte de las imágenes, no sólo por las necesidades de los fieles, sino también para facilitar el transporte de la obra por motivos comerciales. El éxito de estas piezas en toda Europa, así como la presencia de colonias flamencas en sitios tan alejados como La Palma, necesitaba de un arte ligero, manejable y resistente, que pudiera llegar a los lugares más alejados, sin que por ello renunciara a una calidad aceptable, de lo que se ocupaban los talleres y se expresaba en las mencionadas marcas. Es de advertir, asimismo, que la exigencia de calidad no incluía, como sucedía en muchos contratos de obras concretas de la época, la necesidad de la originalidad, convirtiéndose en uno de los rasgos esenciales de este tipo de esculturas.
Esta intensidad de la demanda provocada por una manera muy directa e igualmente intensa de concebir la piedad religiosa, explica la iconografía de este arte. Se trata de una producción de carácter en su totalidad sagrado y que se centra en las escenas más dramáticas del Nuevo Testamento, fundamentalmente de la Pasión y de la vida de la Virgen, sobre todo, en este caso, las ligadas al tema de la infancia de Cristo. Lo más frecuente es la escena de la Crucifixión, acompañada de otras con episodios de la Pasión, el Nacimiento de Cristo o la imagen de la Virgen presidiendo el conjunto, así como la propia escena de la Asunción.

“Se trata –explica Fernando Checa–, muy en consonancia con algunas de las ideas predilectas de la devotio moderna, de llamar la atención del espectador ya sea en los momentos más dramáticos o, por el contrario, más dulces de la vida de Cristo o de algunos de los santos, en los que de alguna manera se acentúe la humanidad del Salvador. La piedad del fiel se sentía excitada, según los modernos sentimientos religiosos, no tanto por los aparatos exteriores de suntuosas ceremonias, sino a través del acercamiento a una figura real de Cristo, de su madre o de algunos de los santos, en episodios de fácil comprensión e inserción en la cotidianidad como era el de su nacimiento, o de inmediato impacto como el de su muerte y sufrimientos de la Pasión o, en el caso de los santos como los mencionados San Job o San Juan, a través de dramáticos y espectaculares martirios”[3].
El desarrollo del retablo ayudó mucho, pues permitía presentar las historias de la Pasión o de la vida de los santos de una manera continuada, de forma que pudiera ser leída por los fieles como si de un cuento narrativo se tratara cada vez con menos comentarios simbólicos o dogmáticos, que no fueran otros que los propios del fluir narrativo de la Historia.
Aún así posee características propias, ligadas tanto al hecho capital de su producción, como a la vinculación con las corrientes devotas flamencas de comienzos de la Edad moderna. En el altar flamenco, la existencia de puertas y de partes que se superponen o se despliegan en su integridad en el momento de la misa o de otras celebraciones, destaca el autor citado, “supone la posibilidad de varias lecturas del conjunto y, sobre todo, la de efectos espectacularmente teatrales a la hora de abrirlo o cerrarlo en presencia de la comunidad de fieles”. [4]
La producción flamenca existente en La Palma se compone, a excepción de las pinturas de Pieter Pourbus, de esculturas de bulto redondo o de pequeños grupos escultóricos con los habituales temas de la Piedad o Santa Ana Triple y, naturalmente, el del Calvario con Cristo, la Virgen y San Juan. Sólo el magnífico grupo de la Anunciación de la parroquia de Nuestra Señora de la Encarnación de Santa Cruz de La Palma, nos recuerda a las escenas religiosas mencionadas.
La lejanía de La Palma de los grandes centros de producción artística y, sobre todo, la función que cumplieron estas obras en esta isla, explican el poco interés de los hacendados flamencos y de sus habitantes por el carácter teatral, narrativo y piadoso a través del drama que explicó el éxito europeo de los talleres brabanzones.
En La Palma resultaban ajenos los temas de la espiritualidad medieval, el interés por una religión personalizada como era la devotio moderna, la crítica al exceso de imágenes y ceremonias de Erasmo y los eramistas. La audiencia y los fieles canarios, fuera de origen flamenco o castellano, buscaría en las imágenes cristianas el sustituto del ídolo guanche y en la bella, vistosa e incluso elegante figura de las santas y la Virgen, exquisitamente policromadas, la alternativa a la piedra y el barro del arte local canario de antes de la llegada de los europeos.
Notas:
[1] Checa, Fernando. Escultura flamenca en la Isla de La Palma. Catálogo de la Exposición “El fruto de la Fe. El legado artístico de Flandes en la Isla de La Palma”. Santa Cruz de La Palma, julio-agosto 2005.
[2] Op. cit.
[3] Op. cit.
[4] Op. cit.
(*) Licenciado en Historia del Arte. Universidad de Santiago de Compostela.
Fotos: Fernando Rodríguez Sánchez