El 8 de septiembre de 1888 en el arsenal gaditano de La Carraca, ante un buen número de autoridades y una multitud entusiasmada, Isaac Peral botaba al agua su torpedero submarino, culminando de ese modo lo que habría de ser el germen del submarino moderno. Para llegar a ese momento histórico, muchos otros arriesgados inventores de artilugios capaces de sumergirse, pusieron su grano de arena tratando de diseñar algún aparato que le permitiera hacerlo para tratar de cumplir uno de los ancestrales sueños del ser humano, como lo era el poder explorar las profundidades del mar.
Entre estos inventores, catalogados como verdaderos “pioneros de la navegación submarina” uno de los primeros y más desconocido fue Jerónimo de Ayanz y Beaumont, que vivió hace cuatro siglos.
Nacido en una fecha indeterminada del año 1553 en el señorío navarro de Guenduláin, a unos 15 kilómetros de la ciudad de Pamplona, en el seno de una familia aristocrática, era el segundo hijo varón de un total de cuatro, del matrimonio formado por Carlos de Ayanz, capitán de la guarnición de Pamplona y de Catalina Beaumont.
En 1567, con tan solo 14 años de edad marcharía a Madrid para servir como paje del rey Felipe II, recibiendo para ello, en la propia corte, y durante cuatro años una esmerada formación académica y militar, estudiando no sólo letras y artes sino matemáticas en prácticamente todas sus ramas, como aritmética, álgebra, geometría, astronomía, cosmografía, náutica e incluso ingeniería. Es decir, una educación esmerada para la época.
A partir de 1571, comenzaría una exitosa carrera de armas, participando en campañas militares en Túnez, Lombardía o Flandes, alcanzado en todos esos escenarios fama de “soldado excepcional”. Retornado a la Corte en 1579, la importante hoja de servicios que ya atesoraba, le hizo ganarse definitivamente el aprecio y la estima del propio rey Felipe II, aprecio que aumentaría cuando logró desbaratar en 1582 un complot para atentar contra el monarca, siéndole asignado como premio, una retribución anual de 200 ducados.
Poco tiempo después, y siempre en consideración a sus méritos, el monarca le impone el hábito de la Orden de Calatrava y a partir de ahí su ascensión a los altos estamentos sería imparable y meteórica, siendo designado en 1587 “Regidor perpetuo de Murcia y administrador general de las minas del Reino”, cargos que compatibilizaría con la de gobernador de Martos (Jaén).
Precisamente ese nombramiento relacionado con la ciudad de Murcia, el hecho de que casó con murcianas de influyente familia (primero con Blanca de Pagán Fajardo, volviendo a contraer matrimonio a la muerte de ésta con su hermana Luisa, con quien tendría cuatro hijos los cuales fallecerían todos a temprana edad) y el cariño que siempre demostró en vida a esta tierra y sus gentes, iba a ser determinante para que a su fallecimiento, que tendría lugar en Madrid el 23 de marzo 1613, a la temprana edad de 60 años, su familia decidiera darle sepultura en Murcia, primero en el convento de San Antonio de Padua del que sería posteriormente exhumado y vuelto a enterrar en la propia catedral de Murcia, concretamente en la capilla conocida como “del Socorro o de los Dávalos”.
De este personaje, se conservan hoy día en el Archivo General de Simancas, ¡¡hasta 48 patentes!!, correspondientes a otros tantos inventos, lo que le hizo ser considerado uno de los más grandes genios de su tiempo, teniendo en su haber el tremendo privilegio, entre otras cosas, el hecho de que se hiciera eco de su vida la fértil pluma de Lope de Vega, cuando escribió cuatro años después de su muerte la comedia “Lo que pasa en una tarde” en la que le hace decir a Marcelo, uno de los protagonistas “Esta es la fuerza, señor de la prudencia, la fuerza corporal que al cuerpo alcanza, como la que se vio por excelencia en don Gerónimo de Ayanza”.
De ese casi medio centenar de inventos patentados, lo que le valió el sobrenombre de “el Da Vinci español”, destaca sobremanera el de uno de los primeros artilugios capaces de sumergirse, lo que le hace figurar en el selecto listado de “pioneros del arte de navegar bajo el agua”, pues ideó un par de barcazas adaptadas para poder sumergirse, ambas perfectamente estancas, y provistas de un novedoso sistema de renovación de aire interior, conectados por medio de unos tubos flexibles al exterior, operación que era posible mediante unos grandes fuelles y unas válvulas de aspiración y escape que regulaban el paso del aire, tanto el limpio al interior de la embarcación, como la expulsión del viciado al exterior.
Según uno de sus biógrafos, “hasta tal punto mimó De Ayanz los detalles, que al sistema de ventilación le añadió unas esponjas empapadas con agua de rosas, que perfumaban el interior del submarino”, a bordo del cual iban dos tripulantes, que eran suficientemente capaces de hacer las maniobras de inmersión y salida a superficie, mediante un sistema de lastres y contrapesos accionados desde un torno, con el que regulaban la cota a navegar, pudiendo ver los tripulantes lo que sucedía en el exterior mediante varios “ventanucos acristalados y enrejados”, y además el artilugio iba provisto de una especie de brazos articulados para acceder a recuperar pequeños objetos del lecho marino.
Ocurría todo esto en los albores del XVII, corriendo 1603, y según figura en los archivos de Simancas, fue el de Ayanz, “el primer artilugio capaz de sumergirse, que llegó a estar patentado en el mundo”, pues aunque llegó a haber otros inventores que hicieron alguna prueba con otros artefactos antes que él, en la Edad media incluso, ninguno tuvo la suficiente notoriedad ni fiabilidad en su uso como para llegar a ser patentado.
Tanto este bote sumergible como un sistema de suministro de aire a un buzo sumergido, fueron probados por Ayanz en el río Pisuerga -Valladolid era sede de la Corte, donde se había trasladado en 1601-, ante los ojos del propio rey Felipe III, tras cuyas demostraciones quedaría tan satisfecho, que el Monarca no dudó en felicitar pública y efusivamente al inventor navarro, un personaje que marcó un hito en la por entonces nonata historia de lo que después sería el Arma Submarina española.
A día de hoy, los pocos homenajes que ha recibido este pionero de la navegación submarina en España, lo ha sido de sus paisanos, en concreto desde la Universidad Pública de Navarra, quien le puso su nombre a una de sus dependencias, evitando así que caiga en el más absoluto ostracismo este polifacético inventor, cuyos restos llevan más de cuatro siglos sepultados -y olvidados, todo hay que decirlo- en una capilla de las que circundan el interior de la Catedral de Murcia.



Fotos: archivo de Diego Quevedo Carmona
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S-85 Jerónimo de Ayantz y Beaumont
S-86 Antonio Sanjurjo Badía
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