En el siglo X las regiones fronterizas de al-Andalus se encontraban sorteadas de numerosas fortalezas, varias de las cuales han llegado hasta nuestros días. En el interior del territorio también se localizan otras construcciones militares que controlaban cada comarca y garantizaban el ejercicio de la autoridad tanto en puestos de vigilancia, como centros de administración central, albergues y plazas fortificadas para la población.
De las diferentes construcciones fortificadas se han conservado algunos restos importantes, como en Gormaz (c. 965), en las cercanías de Soria, pertenecientes al sistema defensivo de la región fronteriza del Norte. Tarifa, que tuvo un papel muy importante en el sistema defensivo de la costa sur, es un enclave famoso y se le describe con frecuencia. Un ejemplo imponente de la red de fortalezas del interior lo encontramos en Baños de la Encina, al norte de Jaén, sobre las primeras colinas de la Sierra de Alcaraz, que vigilaba las llanuras de La Mancha.
La mayor parte de las ruinas de las fortalezas hispano-árabes no están fechadas con exactitud, aunque es probable que la fundación de muchas de ellas se remonte al siglo X. Con frecuencia se encuentran ubicadas en un lugar predominante, pero el nivel alcanzado por la técnica defensiva difícilmente corresponde a su apariencia guerrera. Muchas fueron edificadas con piedras talladas, pero otras, sobre todo las que existen en el sur, fueron construidas de barro apisonado; carecen de matacanes, de barbacanas y de entradas con recodos [1]. En la llanura, la planta adoptada con frecuencia un cuadrado regular, mientras que en las montañas, como es obvio, debía adaptarse al terreno.
Las torres, en su mayoría, son cuadradas o rectangulares, reclinadas por fuera en el muro, sin resalto significativo sobre éste y la mayor parte de las veces macizas hasta el adarve abierto, teniendo sólo en muy raras ocasiones habitáculos adicionales a los que se accede por escaleras interiores. En muchas ocasiones la torre del flanco es sustituida por un trazo quebradizo del muro, como ocurre en Uclés, cuyos muros tienen unas bases que presumiblemente provienen de esta época.
Los puentes romanos más importantes fueron conservados durante las épocas visigoda y omeya, como es el caso del puente sobre el Guadalquivir, en Córdoba; el puente sobre el Guadiana, en Mérida; el puente sobre el Genil, en Ecija; el que pasa sobre el Henares en Guadalajara y, asimismo, el famoso puente de Alcántara en Toledo. Los trabajos realizados en ellos por los omeyas se pueden distinguir con más o menos claridad, aunque no se pueden precisar las fechas debido a restauraciones posteriores.
En el siglo X se construyeron nuevos puentes, aunque sólo unos pocos se han conservado en su forma original. Entre ellos, y correspondiente al final de la época de los califas, se encuentra el Puente de Pinos, en las cercanías de Granada, con tres arcos de herradura y rompeolas redondeado.
En el siglo XI, época de frecuentes conflictos y disturbios, fueron construidas o ampliadas muchas fortalezas, sobre todo en el interior del país. A las ciudades se le agregaron nuevas murallas o se mejoraron las existentes. Se observan, por ejemplo, muros de conexión –que todavía, en parte, se conservan– en las ciudades de Almería, Játiva, Denia, Orihuela y Balaguer, entre otras.
Los muros, al igual que en la época de los califas, se hicieron en su mayoría de barro apisonado, con la diferencia de que ahora era frecuente la colocación de tirantes esquineros de piedra. Algunas de las murallas que rodean a las ciudades se hacían de piedra cantera, lo que hace pensar que una parte del muro norte de Toledo provenga de esa época. Muchos de los burgos o fortalezas se erigían sobre elevaciones montañosas y adaptadas a la disposición del terreno y también se aprecia cómo los salientes y las esquinas sustituían con frecuencia a las torres, como sucede en Rueda y Játiva.
El caso de Niebla resulta muy llamativo. Ciudad comercial importante y fuertemente fortificada en el camino que conducía al Portugal meridional, estaba rodeaba de una muralla completa, con numerosos torreones y cuatro puertas, lo que ilustra con claridad la evolución del siglo X al XI. Mientras las puertas más antiguas estaban compuestas de dos aperturas de arco sobre un mismo eje y separadas por un espacio, las más nuevas tenían su entrada en la planta baja de una torre y su paso estaba quebrado en ángulo. La salida se abría en forma paralela al muro, bajo la protección de la torre. De esa manera, el punto más débil de toda la instalación, la puerta de la ciudad, adquiría un valor defensivo real.
En la época almohade, el Islam hizo el último esfuerzo por estabilizarse en España. De una parte pretendía apoyar la resistencia contra la reconquista, y de otra, contribuir al control administrativo de los andaluces que se rebelaban contra los bereberes. Las murallas de todas las ciudades grandes fueron mejoradas o reconstruidas, también se reacondicionaron las fortalezas existentes y se fundaron nuevos burgos. Se construyeron nuevos sistemas de fortificaciones en Sevilla, la nueva capital; en Córdoba, la antigua capital; en Badajoz, Cáceres, Trujillo y Montanchez, en Extremadura; y en Écija, Jerez de la Frontera y Gibraltar, más hacia el sur. De esta época es la fundación de Alcalá de Guadaira. Hacia el este, a finales del siglo XII y principios del XIII, se volvieron a fortificar los alrededores de Valencia, Alicante y Murcia.
En algunas ciudades, como Sevilla y Córdoba, delante de las murallas principales se levantaron antemuros guarnecidos por torres y adarves. Las torres eran redondas, poligonales o –en la mayoría de los casos– cuadradas; eran más grandes y sobresalían más por encima de los muros que las de la época de los califas. Sus bases siempre eran sólidas, pero a la altura de los adarves se construyeron casetas de guardia, sobre las cuales había una terraza almenada. Entre las novedades destacaban las torres albarranas, que se encontraban a cierta distancia de la muralla principal, con la cual se comunicaban a través de un muro transversal. Éstas tenían sobre su base sólida casetas de guardia, en algunos casos de varios pisos, sobre las cuales había una terraza coronada de almenas.
Para la construcción para los muros se utilizaba con frecuencia barro apisonado y con junturas pintadas. Para las torres y las puertas se empleaban ladrillos cocidos y piedra labrada. No obstante, en los lugares alejados se continuó construyendo con las técnicas antiguas, como sucede Sierra de los Filabres, donde se emplearon planchas de pizarra y tierra. Salvo algunas excepciones, resulta difícil fijar una fecha exacta al surgimiento de las innumerables y diferentes instalaciones fortificadas andaluzas, que cubrían una tupida red por todo el territorio.
Entre esas construcciones destaca la Calahorra, en Córdoba y la Torre del Oro, en Sevilla. En realidad, se trata de torres fortificadas, cuya construcción fue bien planificada y ejecutada para que sirvieran de cabeceras de puente. La Torre del Oro forma parte de la reedificación almohade de la ciudad hispalense. En opinión de algunos estudiosos, en la otra ribera existía una torre similar, de la que en tiempos de guerra se sujetaba una cadena entre ambas torres, con el fin de proteger el puerto. Su construcción comenzó en 1220. Tiene planta dodecagonal, con una escalera interna de caja hexagonal y presenta dos cuerpos superpuestos, pues la linterna del ático fue un añadido dieciochesco.
Sobre su nombre circulan varias hipótesis. Ha sido relacionada con la custodia de los caudales americanos, al creer que los lingotes que desembarcaban los galeones, al regreso de la carrera de Indias, iban a parar a su interior en lugar de ser depositados en la vecina Casa de la Moneda. También se ha dicho que estuvo totalmente alicatada con cerámica de reflejo metálico, proyectando brillos dorados. Lo cierto es que un historiador local del siglo XVI, el bachiller Luis de Peraza, la describe enlucida de almagra en su base y revestida de azulejos la parte superior, “que de muy lejos con su resplandor los ojos ciegan” [2].
Otro ejemplo importante lo encontramos en la alcazaba de Almería, que responde al esquema de una perfecta adaptación al terreno, configurada por el espolón rocoso sobre el que se asienta. Su origen se remonta a la primera mitad del siglo X, cuando Abd-al Rahmân III concedió la categoría de madina al núcleo de Almería y ordenó construir la alcazaba, la mezquita mayor y la fortificación del espacio urbano.
Bajo la protección de la alcazaba, situada en un cerro aislado que domina completamente la bahía, el puerto de Almería se convirtió en la salida marítima más importante de al-Andalus. Aunque en la actualidad se pueden observar tres recintos diferenciados, en su origen la alcazaba almeriense contó con sólo dos espacios separados por el denominado Muro de la Vela. En el primero, las excavaciones arqueológicas han permitido conocer la existencia de casas, aljibes, baños, necrópolis, etc, que constituían una auténtica madina. En el segundo se desarrolló un área palaciega dotada de baños públicos y privados, mezquita, casas, cuadras, hornos y aljibes, así como un palacio con accesos fortificados y un patio central, siguiendo la misma línea de otras construcciones musulmanas del país.
(*) Licenciado en Historia del Arte. Universidad de Santiago de Compostela.
Notas:
[1] Barrucand, M. y Bednorz, A. Ed. Taschen. Köln, 2002; y Ettinghausen R y Grabar, O. Arte y arquitectura del Islam (650-1250). Manuales Arte Cátedra. Madrid, 1987.
[2] Palomero Páramo, Jesús: Historia del Arte. Edit. Algaida. Sevilla, 1996.
Bibliografía
Barrucand, M. y Bednorz, A. Ed. Taschen. Köln, 2002
Ettinghausen R y Grabar, O. Arte y arquitectura del Islam (650-1250). Manuales Arte Cátedra. Madrid, 1987.
Foto: Glauka