En el año 1951 estaba yo embarcado con plaza de segundo oficial en el buque “Explorador Iradier”, de la Empresa Nacional Elcano de la Marina Mercante, fletado por la Compañía Trasmediterránea y dedicado a la línea Norte de España que iba a la Guinea Española y Fernando Poo, en el continente africano.
En Santa Isabel (actual Malabo), Fernando Poo, se amarraba de punta y en Bata en el continente, se fondeaba frente a la playa. Esto hacía que las estancias resultaran muy prolongadas, ya que los medios de descarga y carga de que se disponía entonces allí eran bastante obsoletos, las izadas de saquerío lo mismo en un sentido que en otro iban en barcazas pequeñas, remolcadas por lanchas motoras que las movían desde el costado del barco hacia tierra y viceversa. En las jornadas se trabajaba sólo durante la luz diurna con el único descanso en los domingos, y con el ambiente del calor sofocante estando casi en el mismo ecuador, el rendimiento era mínimo y las estancias entre los dos puertos muchas veces superaban el mes, por lo que la sensación de aburrimiento era general.
La dotación que estaba formada por unos cien componentes, se propuso luchar contra el ambiente de tedio total que sufríamos. Con tal fin se organizó un equipo de fútbol en que el primer oficial se erigió en seleccionador, haciendo preguntas a los candidatos sobre dónde habíamos jugado y en qué puesto de alineación habíamos actuado. Por fin se formó el “once” que jugó un partido en Santa Isabel. El oponente estaba constituido en forma similar por la dotación del cañonero “Dato” destinado con base en el mismo puerto y que se mantenía amarrado de punta en el mismo espigón. En dicho encuentro, que se desarrolló bien, pues perdimos con mínima diferencia (2-1).
En la escala siguiente en Bata, animados por el aceptable resultado anterior, nos atrevimos a retar a otro equipo bien entrenado, formado por empleados de una compañía maderera que jugaban o entrenaban los domingos. Desde el principio nos dominaron, yo jugaba de defensa central (alineación de la época cinco delanteros, dos medios, tres defensas y portero) y en el segundo tiempo me tomé la iniciativa de frenar la goleada que se nos venía encima, corriendo de un lado a otro y animando a los demás a moverse, chillándoles sin parar, aunque en algún momento notaba falta de aire, pero hice un enorme esfuerzo y aguanté el ritmo rápido hasta el final del partido en que me sentí agotado y avergonzado con el penoso resultado de 1-6 goles a favor del equipo contrario.
De regreso a bordo, después de ducharme me sentí exánime, apenas cené y dormí más de 12 horas seguidas. Al despertarme tuve un acceso de tos que me produjo una bocanada de sangre. No sentí dolor alguno, ni siquiera mareo, aunque el susto fue intenso y enseguida me atendió el médico de a bordo sin detectar anomalía al auscultarme, aunque sí unas décimas de fiebre. Como precaución me indicó reposo absoluto en espera de llevarme al hospital al regreso a Santa Isabel y allí efectuarme un reconocimiento a fondo con placas de rayos X, análisis, etc., lo que se realizó unos días después, con el mismo resultado negativo.
Todo aparecía bien e incluso la tensión y temperatura eran normales. La explicación que dieron el equipo médico del hospital de acuerdo con el de a bordo, fue que debido al sobreesfuerzo realizado por mí, debieron de rompérseme algún o algunos bronquios que después cicatrizaron por sí mismos, por autodefensa del organismo y que por tanto me daban de alta, aunque con el compromiso del doctor de a bordo de mantenerme en observación constante hasta el final de viaje.
En aquella época de posguerra eran frecuentes algunos casos de pacientes de tisis, y por supuesto que me sentí en un riesgo alto de contraerla, y aunque admití el dictamen, no me quedé tranquilo y quise saber la opinión de mi padre, que llevaba muchos años ejerciendo de médico de familia en un pueblo de Mallorca. Aprovecho para decir aquí que se trata de mi pueblo natal, La Cabaneta, núcleo del municipio de Marratxí, que mi padre consideraba muy saludable por estar rodeado de pinares, bastante seco, elevado unos 300 m. sobre el nivel del mar y distante del mismo en línea recta menos de 10 km. En tales condiciones mi padre atribuía la mejoría de sus pacientes más al ambiente sano del entorno, que a sus tratamientos. Le escribí enseguida contándole mi problema, con el ruego de contestación al puerto de Bilbao, donde rendiríamos viaje.
Ya en Bilbao, me indicaba mi padre que averiguara en nuestra oficina acerca del mejor especialista en pulmón y corazón, para quién me daba una lista de peticiones. Me recomendaron al Dr. Landa al que me dirigí y que me atendió de inmediato, empezando con un reconocimiento general exhaustivo. Al final de la primera visita y al pedirle la cuenta me contestó que me la daría al final. Disponía de los mejores aparatos de rayos X, así como de todo lo más avanzado en su especialidad y se tomó el máximo interés, viéndome casi todos los días de estancia del barco en puerto. Era muy comunicador, hablándome de todo y preguntándome mucho sobre mi vida y la que se llevaba a bordo en los barcos de pasaje, etc. Desde luego cumplió y superó todo lo requerido por mi padre, y siempre que le surgía alguna duda repetía las placas, analíticas, etc.
En la última cita me dijo: “Dile a tu padre que estás completamente sano, ya que lo único que he podido detectar han sido unas diminutas calcificaciones en pulmón, que confirman la superación de las supuestas roturas de bronquio, y que te auguro y deseo larga vida.” Le pedí que me diera la nota de cuanto le debía y me dijo que “nada”, y al replicarle yo que no podía ser, me contestó muy convencido: “…pues es muy sencillo: tú me has dicho que eres oficial de la Marina Mercante y que tu padre es médico, y yo te digo que soy médico y muy orgulloso de ser hijo de un capitán de la Marina Mercante, o sea que esto es un intercambio profesional”.
Me emocionó tal generosidad. Luego recordé que en una charla en alguna sesión me había contado que la piña era su fruta predilecta desde que la había degustado por primera vez en una convención de su especialidad efectuada en un país tropical. En el siguiente viaje de retorno desde Santa Isabel, donde se reunían en el muelle muchos nativos ofreciendo piñas y plátanos, el día de salida adquirí una docena de las mejores piñas, ya que el aire acondicionado del “Explorador Iradier” era excelente, armé un tendedero de cabo de rincón a rincón en mi camarote y colgué las piñas, confiando que algunas llegarían bien a Bilbao tras los diez días de vuelta y mientras, disfruté del aroma y saboreé las que iban madurando. Una vez atracado el barco en el muelle de Deusto, las cuatro piñas que quedaban estaban bien y maduras para ser consumidas. Salí corriendo y se las llevé al Dr. Landa, con la ilusión de darle una alegría al gran profesional que teniendo yo 26 años me vaticinó longevidad, lo que se va cumpliendo, ya que este año en mayo cumplí 90 primaveras y por el momento, disfruto de una más que aceptable calidad de vida.
(*) Capitán de la Marina Mercante
Fotos: Archivo de Rafael Jaume Romaguera