El naufragio del trasatlántico “Príncipe de Asturias”, de la naviera Pinillos, Izquierdo y Cía., cuyo hundimiento se produjo en la madrugada del 5 de marzo de 1916, cuando el buque procedente de Rio de Janeiro navegaba con mal tiempo en demanda del puerto de Santos en Brasil, ha sido considerada como una de las peores catástrofes marítimas ocurridas en la marina mercante española. Aun hoy, lamentablemente, después de casi un siglo de su trágica desaparición, siguen sin conocerse las causas reales de su naufragio, como tampoco el número exacto de las centenares de vidas que se llevó consigo, a pesar de las numerosas investigaciones que en su día se llevaron a cabo. Fue una tragedia que conmocionó a España entera y al mundo, pero que muy pronto quedó en el olvido.
Parece incomprensible que a pesar del tiempo transcurrido desde la fecha en que se produjo tan espantosa catástrofe y de la cantidad de supervivientes que hubo, unido a que los restos del buque quedaron a poca profundidad y muy cerca de tierra, los investigadores que lo tenían todo al alcance de la mano, no hayan podido averiguar las causas de lo que realmente ocurrió aquella fatídica noche. Tal vez las dificultades del momento estaban en otras circunstancias, como que el mundo se desangraba en plena Primera Guerra Mundial.
De lo que si se está seguro es de que los asaltos y robos fueron frecuentes desde el instante del naufragio. Se dice que un grupo de lugareños iniciaron un saqueo desenfrenado, sin respetar ni socorrer a las víctimas que imploraban ayuda y que cuando llegaron los representantes de la autoridad, solo quedaban muertos por enterrar. El pecio del gran buque que fue ha desaparecido con el tiempo, totalmente expoliado y dinamitado por los desalmados buceadores “buscadores de tesoros”.
En cuanto a las opiniones de algunas personas que lograron salvar sus vidas y a la escasa información recabada de archivos y hemerotecas, éstas son totalmente contradictorias y muy confusas. Existen muchísimas conjeturas y versiones distintas del naufragio y algunas hablan del capitán y oficiales, poniéndolos como héroes, pero otros los tildan de villanos, irresponsables y culpables del siniestro.
También se observa mucha fantasía a la hora de enjuiciar las causas de la tragedia, como por ejemplo “la posible desviación de la aguja de la brújula”, “poca visibilidad del faro del puerto de Santos”, “víctima de un torpedo lanzado por un buque de la armada inglesa”, “celebración a bordo de la fiesta de carnaval, donde el alcohol corría entre los pasajeros de primera y segunda clase, junto al capitán y su plana mayor”… En fin, una serie de lamentables comentarios, en los que no faltó el “suicidio del capitán, su primer oficial y el sobrecargo”, sin que nada de ello se pueda contrastar, para llegar a conclusión alguna que justifique realmente los motivos por el cual el esbelto trasatlántico, orgullo de sus armadores y de la Marina mercante de España, desapareció bajo las aguas del Atlántico Sur.
Tampoco, por supuesto, hay acuerdo en el número de supervivientes, ya que unos hablan de 143, otros de 156 y los más optimistas dicen que fueron 243. Con relación a los muertos, se dice que el número de víctimas ascendió a 457, pero otros superan los 600, muchos de ellos emigrantes y algunos polizones que huían de los estragos de la guerra en Europa, especialmente en Italia.
En cuanto a que era el mejor vapor español de la época, pongámoslo asimismo en cuarentena a nuestro particular entender, porque hay que tener en cuenta que por aquellos tiempos, navegaban los hermosos y rápidos vapores de la Compañía Trasatlántica “Infanta Isabel de Borbón” y “Reina Victoria Eugenia”, que eran palabras mayores en la navegación de la Línea del Plata. Dos auténticos galgos de la mar, cuya fama aún perdura.
El buque “Príncipe de Asturias”” tuvo una vida efímera, de menos de dos años, todo lo contrario de su hermano gemelo el “Infanta Isabel” que navegó más de seis lustros por esos mares del mundo, hasta que el 21 de septiembre de 1944, en plena Segunda Guerra mundial y perteneciendo a una naviera japonesa, fue torpedeado y hundido por el submarino norteamericano “USS Redfish”, cerca de Luzón, en Filipinas, después de una larga y azarosa vida marinera de 32 años.
Imaginando que los grandes trasatlánticos tienen su alma y su arrogancia, es muy posible que el “Infanta Isabel”, con su altanería y larga vida, se haya ido a pique y repose en el fondo del Océano Pacífico, orgulloso de haber cumplido con creces la labor para la cual fue concebida su construcción allá por 1912 y después de haber sufrido varios cambios de armador y dos guerras mundiales. Dicen que se hundió de popa, elevando al cielo su proa y largando por su chimenea una nube de humo, el alma del buque. Todo lo contrario de su hermano el “Príncipe de Asturias” que, a su corta vida de un año y siete meses, se unió la forma lamentable de marcharse. Se hundió de proa en medio de traicioneras explosiones, llevándose en sus entrañas a centenares de compatriotas víctimas inocentes.
Y a falta de versión oficial por lo acontecido y a los desacuerdos existentes sobre los motivos de este desgraciado naufragio, la historia se ha encargado de poner en el tiempo la narración más reincidente, que por repetitiva ha llegado a convertirse en la descripción más verosímil de lo sucedido. La misma se basa, que en las últimas horas del sábado 4 de marzo de 1916, el “Príncipe de Asturias” se aproximaba a Santos, con fuerte marejada y navegando por estima, debido a que el cielo estaba nuboso e impedía que los oficiales pudieran determinar la posición exacta del buque con el sextante y lograr divisar la luz del Faro do Boi para enfilar la entrada del puerto. Hasta aquí todo normal y rutinario en la navegación de cualquier barco.
El buque continúa su derrota, pero el capitán ordena moderar la marcha y cambiar el rumbo, cayendo en dos ocasiones cinco grados a babor, con la esperanza de lograr en algún instante distinguir los destellos del faro orientador. En la madrugada del domingo 5, las condiciones meteorológicas siguen adversas; cerrado en niebla, lluvia, mar gruesa y vientos del sudoeste, motivo por el cual el buque se halla fuera de su ruta y a escasas millas de tierra, sin que la tripulación advirtiera la cercanía para poder reaccionar y maniobrar a tiempo.
El reloj del barco marcaba las 04,15 h cuando entre la neblina, como un horrible fantasma, aparece el faro, justo delante de la proa del buque, a menos de una milla. El capitán y oficiales de guardia en el puente de mando, se dan cuenta del inminente peligro, pero ya era tarde, demasiado tarde. El barco va directo contra los arrecifes. Todo lo demás es imaginable: gritos, nerviosismo, el capitán que se abalanza sobre el telégrafo de órdenes: “atrás toda”, “todo a babor”, etc , pero acto seguido se produjo la fortísima colisión contra los arrecifes de Ponta de Pirabura, abriéndose el casco a la altura de la sala de máquinas, que originó la inundación de las calderas y provocaron una serie de explosiones que dejaron al buque herido de muerte y sin energía eléctrica. El violento choque desgarró el doble fondo e inmediatamente se escoró a estribor y cinco minutos más tarde, otra fuerte explosión llevó al fondo del océano, al esbelto y moderno trasatlántico, “Príncipe de Asturias”, arrastrando a la muerte a 457 personas.
La rápida inundación y las fuertes explosiones inutilizaron todos los sistemas del buque, por lo cual no fue posible enviar señal de socorro alguna. Solo los gritos desgarradores de las víctimas retumbaban en la angustiosa noche, siendo la soledad su peor enemigo porque nadie les podía ayudar. Nueve horas más tarde, sobre mediodía, aparece el primer amigo. Se trata del carguero francés “Vega”, que pasaba por aquel lugar procedente de Salvador de Bahía y descubre los restos del naufragio por casualidad. Inmediatamente da parte de la tragedia y recoge a varios supervivientes del agua.
Al día siguiente 6 de marzo, el buque “P. de Satrústegui”, de la Compañía Trasatlántica, que cubría el mismo itinerario que el “Príncipe de Asturias”, recibió aviso del hundimiento y se dirigió a toda máquina hacia la zona del siniestro, para prestar la ayuda necesaria y rescatar a más víctimas, pero solo pudo encontrar seis cadáveres: cuatro hombres y dos mujeres. Posteriormente se dirigió a Santos, donde embarcarían todos los náufragos, unos para regresar a España y otros para proseguir su viaje a Buenos Aires. Después, su capitán elaboraría un informe relacionado única y exclusivamente con la actuación del buque de su mando en el lugar del naufragio.
Sobrevivieron 57 pasajeros y 86 tripulantes, tal vez porque Dios lo quiso así, pero parece que la desproporción es exagerada y lamentable, por muchas explicaciones que se quieran dar para intentar justificar que hubo más supervivientes de la dotación que viajeros. De los tripulantes salvó la vida el segundo oficial Rufino Onzain y Urtiaga, de 24 años de edad, que, según cuentan, tuvo un comportamiento ejemplar al tomar el mando del único bote salvavidas en el mar y rescatar a más de cien náufragos de las embravecidas aguas. Años más tarde le conocimos personalmente, junto a su querida esposa Panchita, como ella cariñosamente quería que la llamaran, en su domicilio de Madrid. Don Rufino, ya septuagenario, era padre de dos grandes amigos de la mar y los barcos, marinos que navegaban en la Compañía Trasatlántica Española: Francisco y José María Onzain Suárez, capitán y encargado de Información respectivamente. Falleció en Madrid el 5 de febrero de 1968, a la edad de 76 años.
El vapor “Príncipe de Asturias” fue construido en los astilleros Russell & Co., de Glasgow y efectuó su viaje inaugural el 16 de agosto de 1914. Tenía un desplazamiento de 16.500 toneladas; 160 metros de eslora, 20 metros de manga y 10 metros de puntal, alcanzando una velocidad de 18 nudos. Su puerto de matrícula era Cádiz, lugar también de la sede social de sus armadores Pinillos, Izquierdo y Cía. Disponía de una capacidad para transportar 1.770 pasajeros y 193 tripulantes. Estaba adscrito a la Línea del Plata, con puerto de partida en Barcelona y escalas en Valencia, Almería, Cádiz y Las Palmas de Gran Canaria.
Este último y fatídico viaje pareció profetizar las desgracias de la travesía, ya que el buque salió para América con sólo 395 pasajeros y 193 tripulantes. Dos viajeros por cada miembro de la tripulación y una ruina para sus armadores. Mandaba el buque el capitán José Lotina Abrisqueta, vasco, de 44 años de edad. Entre los pasajeros embarcados en Las Palmas, última escala del buque antes del cruce del Atlántico, se encontraban cinco vecinos de la Isla de La Palma, que viajaban con destino a Buenos Aires: Higinio Carmona Pérez, Néstor Arozena y María del Pino Rodríguez Torres, acompañada de sus dos hijos María del Carmen y Ezequiel. Extrañamente, los cinco aparecen en todas las informaciones, como pasajeros ilegales y hasta el Boletín Oficial de la Provincia publicaba meses después, un edicto emplazando a las citadas personas “embarcadas clandestinamente ” a bordo del vapor siniestrado. Los cinco fallecieron en el naufragio y también murieron todos los pasajeros embarcados en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria.
Finalmente y después de consultar archivos, releer artículos y algún libro, todo relacionado con el tema, seguimos con las mismas dudas sobre este triste y desgraciado naufragio. Ha pasado mucho tiempo, casi un siglo y es muy fácil opinar ahora, pero de todas formas, lo que sí parece, es que fue un accidente extraño y da la impresión que pudo ser evitable. Evidentemente, ningún capitán en su sano juicio, comete errores que ponga en peligro su barco y la de las personas que viajan a bordo, pero a la vista de las informaciones de los “investigadores”, cuesta entender que un trasatlántico de 16.500 toneladas navegue sin saber dónde está y adonde va. Y si lo sabe, peor lo pone, porque la navegación cerca de la costa y entre arrecifes no es aconsejable para ningún gran barco.
¿Y qué otra cosa se pudo hacer en tales circunstancias? Aquí entran los profesionales, pero generalmente sus opiniones chocan frontalmente con el corporativismo existente en todos los ámbitos de la vida. Por ejemplo, el capitán del carguero “Vega” defendió en todo momento el comportamiento del mando, manifestando que «no existió ningún tipo de negligencia en el gobierno del buque, cuando se produjo el naufragio y que solo imperó la mala suerte». Todo lo contrario de lo declarado por parte de la mayoría de los pasajeros supervivientes, que tachaban a los miembros de la plana mayor del buque, desaparecidos todos en el hundimiento, de incompetentes, irresponsables, e imprudentes.
Como colofón y si se pudiera retroceder en el tiempo, hubiera sido muy interesante conocer la versión del capitán del “P. de Satrústegui”, que realizó el mismo itinerario e igual derrota unas horas más tarde que el desdichado “Príncipe de Asturias”. Como ello no es posible, solo queda desear, que después de la horrible muerte de las cientos de víctimas de esta terrible tragedia, sus almas estén descansando en paz.
(*) Miembro de la Academia Canaria de Ciencias de la Navegación. Ex delegado de Compañía Trasatlántica Española en Canarias.
Fotos: Archivo de Juan Carlos Díaz Lorenzo