El 31 de julio de 2011, Eugenio Maldonado Villaluenga emprendió su último vuelo. El más alto, el más largo, el eterno. La noticia nos produjo una doble sensación. La primera, la despedida para siempre de este mundo de un personaje histórico de la Aviación española, y la segunda, la honda satisfacción de haberle conocido en la etapa feliz, intensa y emotiva en la que, quien suscribe, perteneció al Grupo Iberia.
Eugenio Maldonado fue un aviador de la vieja escuela y tuvo buena estrella. En Canarias siempre le recordaremos, no sólo por su valiente actuación cuando el accidente de un avión Douglas DC-3 de Spantax en las costas de El Sauzal, sino por su humanidad e implicación con las islas y los pasajeros, a los que deleitaba en los vuelos en los que él iba de comandante.
Cuando Iberia incorporó el avión Boeing B-727 a los servicios interinsulares y abrió la línea La Palma-Madrid vía Tenerife Sur, el comandante Eugenio Maldonado recreó en numerosas ocasiones la vista a muchos pasajeros desde el aire, sobrevolando la Caldera de Taburiente y la Cumbre Vieja y los pueblos limítrofes, permitiendo con ello una visión única que siempre se guarda en la retina. Eran otros tiempos.
Nacido en 1936 en Puebla de Montalbán (Toledo), a comienzos de los años sesenta ingresó en la Escuela de Complemento, de la que salió sargento y tuvo su primer accidente. El 16 de febrero de 1962, a bordo de un biplaza T-6 en el que también iba el teniente Sebastián Alomar Roselló, en la maniobra de despegue de la base aérea de Villanubla, el avión entró en pérdida y se estrelló contra la pista, resultando muerto el primer piloto y nuestro protagonista herido grave, con heridas y quemaduras de diversa consideración. Devoto de la Virgen de la Soledad, cuando luchaba por salir de la cabina y trataba de ayudar a su compañero, se produjo una explosión que lo lanzó por los aires.
El segundo episodio sucedió en Tenerife. En la mañana del 16 de septiembre de 1966 despegó del aeropuerto de Los Rodeos, en viaje a La Palma, un avión DC-3 de la compañía Spantax que hacía el vuelo regular de la compañía Iberia IB-261, con 24 pasajeros a bordo y tres tripulantes: el comandante Eugenio Maldonado Villaluenga, el copiloto Fernando Piedrafita Candial y la azafata María del Carmen Vázquez.
El avión despegó por la pista 30 en condiciones meteorológicas normales, por lo que todo parecía que se trataba de un vuelo de rutina. Entre los pasajeros, había alguno que viajaba por primera vez. Ninguno de ellos podía imaginar la sorpresa que les esperaba. Apenas dos minutos después del despegue y cuando volaba en régimen de ascenso y entre nubes a una altitud de 2.800 pies, la tripulación se percató de unas extrañas vibraciones, advirtiendo que la hélice del motor izquierdo se había “embalado”, por lo que el comandante procedió a “ponerla en bandera”, que era el único procedimiento que podía hacer, pese a lo cual no dio resultado.
Al producirse la avería, el avión perdió más de mil pies de altitud en muy poco tiempo, por lo que se encontraba por debajo de la elevación del aeropuerto de Los Rodeos, que es de 2.073 pies, lo que hizo desistir a la tripulación del intento de retorno al punto de partida, considerando, además, que el avión seguía perdiendo altura. Las opciones posibles eran muy pocas, ya que en los alrededores sólo había mar y la muralla imponente de acantilados de la costa de Tacoronte y El Sauzal, por lo que el comandante Maldonado entendió que la única posibilidad que le quedaba era intentar el amaraje, informando por radio de lo que sucedía a la torre de control de Los Rodeos, así como a la azafata María del Carmen Vázquez, a la que previno para que preparara al pasaje ante el desenlace inmediato: “Todos con los cinturones de seguridad abrochados y con la cabeza abajo”.
Con una gran serenidad y habilidad, el comandante Maldonado consiguió descender con suavidad y amarar el avión en la bahía de Los Ángeles, a la izquierda de la playa de La Garañona, frente a los acantilados de El Sauzal, a unos 300 metros de la costa y protegida de los vientos dominantes por la Punta de los Parrales, donde en ese momento se encontraban faenando media docena de barcos pesqueros, los cuales, desde que advirtieron la maniobra del avión, entendieron que algo grave sucedía y pusieron proa hacia el lugar donde éste se había posado para prestarle ayuda.
El avión permaneció a flote unos diez minutos. Durante este tiempo, el pasaje, que obedeció sin discusión alguna las instrucciones de la tripulación, abandonó la cabina del DC-3 y pasó a los botes de los pescadores, ayudados por éstos, para luego ser conducidos a tierra, donde esperaba una muchedumbre asombrada por el acontecimiento que estaba presenciando. En los primeros momentos, algunos pasajeros que sabían nadar se echaron al agua antes de la llegada de los botes, mientras que el resto del pasaje, con los chalecos salvavidas puestos, permaneció a bordo hasta que se le indicó el abandono del avión, siendo recogidos sin problemas.
Cuando terminó la evacuación, uno de los pasajeros, Fernando Izquierdo Afonso, juez de paz del municipio de La Victoria, en medio de una fuerte crisis nerviosa, se negó a abandonar el avión, quedando fuertemente asido a una de las abrazaderas de la puerta de salida. Los esfuerzos del comandante Maldonado por salvarle resultaron inútiles, por lo que tuvo que desistir, medio asfixiado, cuando el avión comenzaba a hundirse con el infortunado pasajero a bordo. En estas dramáticas circunstancias falleció la única víctima del suceso, desapareciendo bajo las aguas en una profundidad de unos treinta metros.
Los botes de los pescadores llevaron a los pasajeros y a la tripulación hasta el pequeño embarcadero de El Puertito, siendo evacuados después por un helicóptero Sikorsky S-55 del SAR y llevados en sucesivos viajes hasta el aeropuerto de Los Rodeos. Tres de ellos se negaron a subirse al helicóptero y abandonaron el lugar a toda prisa. Todos ellos coincidieron en sus elogios a la serenidad y el buen hacer de la tripulación, sin cuya ayuda, y la de los pescadores que se encontraban en las inmediaciones, el desenlace podría haber sido dramático, pues la mayoría de los pasajeros no sabía nadar y con los nervios de la situación no acertaba a ponerse e inflar debidamente los chalecos salvavidas.
Unas horas después, a mediodía, un equipo de submarinistas rescató el cadáver. Aprovechando la transparencia de las aguas y el rastro de gasolina del avión, así como la ayuda de los pescadores, dieron pronto con el avión hundido y en siete minutos sacaron a la superficie el cadáver de Fernando Izquierdo Afonso, de 62 años, abogado, que había sido alcalde de La Victoria, persona conocida y querida entre sus conciudadanos.
El mismo día del accidente, el periódico tinerfeño La Tarde publicó unas declaraciones del comandante Maldonado poco después de su llegada al aeropuerto de Los Rodeos, en las que manifestó que el accidente se había debido a un fallo técnico: “El avión estaba en perfectas condiciones al emprender el vuelo. Los motores son nuevos y con pocas horas de vuelo”.
Destacó, además, el comportamiento de los pasajeros y lamentó la muerte de la infortunada víctima: “Luché por todos los medios para obligarle a saltar, pero no pude conseguirlo y se hundió con el avión”. Y expresó, asimismo, palabras de elogio para los pescadores de El Puertito, héroes del suceso junto con el piloto, “gracias a cuya incalculable ayuda” se pudo llevar a buen fin la evacuación de los pasajeros.
La autoridad militar instruyó consejo de guerra al comandante Eugenio Maldonado, en virtud de la Ley Penal y Procesal de Navegación de la época. En teoría, había abandonado el avión con una persona viva dentro. Pero Maldonado quedó absuelto cuando se comprobó que el único pasajero había fallecido a causa de in infarto y no ahogado en el amerizaje.
El avión no se recuperó, por lo que no se pudo determinar con precisión la causa que produjo la avería del motor izquierdo. Se trataba de un bimotor C-47 transformado en DC-3, número de construcción 19.410, adquirido por Iberia en diciembre de 1947 y matriculado EC-DAY, que posteriormente cambió por la matrícula EC-ACX. Cuando ocurrió el suceso tenía 25.134 horas de vuelo.
El avión se encuentra posado en fondo arenoso, en posición invertida, a 35 metros de profundidad, cubierto parcialmente por la arena. Sólo es visible el tren de aterrizaje, la cola, los motores y parte de las alas. Las hélices del motor izquierdo están dobladas por la mitad, probablemente por el impacto contra el agua en el momento del amaraje.
La situación del pecio en el fondo está cercana a una fosa de algo más de 80 metros de profundidad, según marca la sonda y no figura recogida en las cartas náuticas. La corriente alcanza una velocidad de seis a nueve nudos, por lo que la inmersión -que no es apta para principiantes- puede ser peligrosa si el estado de la mar no es de calma total, siendo necesario, además, extremar las medidas de seguridad y contar con el apoyo de un barco.
Eugenio Maldonado vivió otras cuatro situaciones complicadas. En 1982, a bordo de un avión Boeing B-727 de Iberia en vuelo de Londres a Madrid, el avión quedó sin mandos y cuando pensaba que todo estaba perdido, finalmente consiguió tomar tierra en el aeropuerto de Barajas. Fue, sin duda, un piloto con buena estrella y está presente en la memoria colectiva de Canarias y en la historia de la Aviación española.
Fotos: EFE, Juan Carlos Díaz Lorenzo