En el año 1961 seguía yo al mando del buque “Montserrat”, de la Compañía Trasatlántica Española, que en línea regular transportaba emigrantes desde Galicia y Canarias a Venezuela y en sentido inverso desde algunos puertos de las West Indies, emigrantes hacia el Reino Unido. El buque disponía además de bastantes camarotes calificados de “turista especial” para toda clase de pasajeros.
Una vez desembarcado en La Guaira el pasaje destinado a Venezuela, de regreso escalábamos en Puerto España, en Trinidad; Bridgetown, en Barbados y Basseterre, en St. Kitts, que siendo la isla más pequeña, era la que aportaba más emigrantes hacia el Reino Unido. Su población estaba compuesta en gran mayoría por descendientes de los esclavos traídos del África Occidental. En aquel momento las islas de Saint Kitts y Nevis eran parte de Gran Bretaña, continuando hasta 1967 en que pasó a ser un estado libre asociado al Reino Unido, que alcanzó la independencia el 19 de septiembre de 1983 dentro de la Commonwealth, cuya jefe de Estado es la Reina Isabel de Inglaterra.
Cristóbal Colón llegó a estas islas en su segundo viaje a América, llamando a la mayor San Cristóbal en honor a su santo patrón y Nieves a la segunda por el aspecto nuboso de su cumbre, que semejaba cubierto de nieve. Las dos islas con una extensión de 261 kilómetros cuadrados y una población de unos 40.000 habitantes forman el país más pequeño del continente americano. Desde el siglo XVII hasta principios del XVIII, fue ocupado por ingleses y franceses con una breve ocupación española en 1629. Los nombres de San Cristóbal y Nieves, mediante un proceso de abreviación y transformación al inglés quedaron como Saint Kitts y Nevis.
En el año 1961, Basseterre no disponía de muelle de atraque y los buques fondeaban lo más cerca posible de un embarcadero que había para botes. En los viajes del “Montserrat”, que solía llegar a media tarde procedente de Barbados, el consignatario, un libanés muy eficiente llamado John Eid, ya tenía dispuesto todo lo relativo al embarque de pasajeros y de equipajes, así como una “steel band” para instalarla en la amplia cubierta de proa y así entretener al pasaje en tránsito.
Cuando toda la operación estaba en marcha, el consignatario me solía ofrecer dar un paseo por la isla, llevándome en primer lugar a lo que fue un fuerte ubicado en lo alto de un promontorio de unos 200 m de altura sobre el nivel del mar, donde había restos de cañones ingleses, franceses y españoles y donde según las leyendas se refugiaban los moradores huyendo de los eventuales invasores por un pozo que llevaba a un túnel que supuestamente conduce al islote Sombrero. Esta posibilidad nunca se ha comprobado, ya que nadie se atreve a bajar al susodicho pozo. El islote que está deshabitado, dista una milla de la costa de S. Kitts, y su calado en el estrecho oscila entre 15 y 20 brazas, lo cual hace creíble la leyenda como vía de escape.
En aquella ocasión prescindimos del paseo, pues se daba el caso de que iba a embarcar un pasajero inglés soltero y muy popular entre las pocas familias inglesas que estaban en la isla, las cuales estaban muy unidas y se reunían con frecuencia. Dichas personas, acompañadas por el gobernador, subirían a despedir al pasajero y el consignatario me rogó que les ofreciera una cena, pues las diversiones en la isla eran muy escasas, y cualquier evento era muy apreciado por ellos.
Como el barco estaba fondeado, los invitados, unos quince con el pasajero, subieron a bordo en pequeños botes a motor, en distintos viajes. El aperitivo se dispuso en la cubierta debajo del alerón del puente. La esposa del gobernador, una robusta señora de mediana edad, se aposentó y pidió un gin-fizz y repitió enseguida, pues hacía bastante calor a pesar de una ligera brisa. Fueron llegando el resto de los invitados, así como el pasajero que ya acomodado en su camarote, pidió un Tío Pepe y la señora del gobernador quiso saber que era. El pasajero le explicó que se trataba del “Sherry”, una bebida procedente de España, lo más lógico en un barco español, así como las variadas tapas. Todos se apuntaban una y otra vez, en especial la señora, que apuraba el Tío Pepe y las tapas correspondientes.
Cuando empezó a oscurecer, pasamos al amplio comedor del capitán que disponía el buque, con una mesa estrecha y alargada, dando una presidencia en un extremo al señor gobernador y colocando a su esposa a mi derecha en el otro. Los otros invitados incluidos el señor Eid y el pasajero, se colocaron a su gusto. Les ofrecí una excelente cena, regada con buenos vinos riojanos, blanco en los entrantes y el pescado (merluza en salsa verde) y tinto en el plato de carne. El camarero, Manuel Portela, quien tenía fama muy merecida de ser el mejor de la Compañía, escanciaba y mantenía siempre las copas llenas que trasegaban bien los comensales, en especial la esposa del gobernador, que siempre repetía en los platos que más le satisfacían.
El pasajero se sentía muy feliz de iniciar su regreso al Reino Unido, y desde el inicio contó chistes y curiosas anécdotas de reuniones anteriores del grupo. Se estableció un ambiente alegre y distendido en toda la velada, que compartíamos todos. En los postres brindamos con cava y con el café se ofreció brandy y además, dada la preferencia de los ingleses por lo dulce, Licor 43, que la esposa del gobernador quiso tomar también, ya que seguía apuntándose a todo riendo a carcajadas.
Hacia el final de la cena, quizá por los efluvios etílicos, la señora del Gobernador, me dio una tanda de palmadas en la espalda, repitiendo: “Captain, I love your ship” y siguió subiendo el tono en una segunda tanda de palmadas: “Captain, I love your ship… and I love you”. Miré a su marido que estaba tomando tranquilamente su café y sonriendo socarronamente. La camisa no me llegaba al cuerpo al pensar además, en el tránsito de dicha señora de la plataforma de la escala real a la lancha, por lo que envié aviso al primer oficial para que cuando desembarcaran los invitados estuviera en la plataforma de abajo el marinero más fuerte, un tal Betanzos, que ya puede suponerse por su apodo de donde procedía, para asegurarles el paso a la embarcación.
Llegó la despedida y quedamos el señor gobernador y yo, despidiendo a los invitados y pendientes de su bajada por la escala real y del tránsito a los botes a motor, que encabezó la esposa del gobernador muy bien, sin ayuda de Betanzos, y siguieron los demás sin novedad. Al estar solos el gobernador y yo, le dije en mi regular inglés que esperaba que todo hubiera sido de su agrado ya que lamentaría que algo le hubiera contrariado, y me contestó con un apretón de manos: “Capitán, yo conozco a mi esposa, por supuesto, no se preocupe. Hemos disfrutado mucho, y en especial ella con la feliz velada que nos ha ofrecido y le estamos muy agradecidos”.
Levamos, escalamos en Santa Cruz de Tenerife y Vigo para rendir viaje en Southampton.
(*) Capitán de la Marina Mercante
Foto: Archivo de Juan Carlos Díaz Lorenzo