Setenta y dos años separan las erupciones del volcán de San Juan (1949) y del que actualmente acontece en la isla de La Palma. Ambos pertenecen al edificio volcánico de Cumbre Vieja, que es la zona nueva de la isla, donde se concentran todas las erupciones históricas y otras muchas prehistóricas. Es la parte de la isla que, desde el punto de vista geológico, está en crecimiento y lo seguirá estando en el futuro, pues vendrán más volcanes que verán las generaciones futuras.
La erupción del volcán de San Juan –llamado así porque reventó el 24 de junio, aunque la lava salió el 8 de julio por la fisura del Llano del Banco– causó también daños importantes, aunque no son comparables, en absoluto, con la destrucción, desolación y la ruina de cientos de familias que está causando el nuevo volcán. Y ello por una razón fundamental, porque no había la población que tenemos en la actualidad, ni el número de viviendas y de otras edificaciones, fincas de plátanos y de frutales, invernaderos, carreteras e instalaciones de regadío, telefonía, electricidad… La Palma de 1949 no tiene nada que ver con La Palma de 2021, excepto en una cosa: el carácter laborioso y emprendedor del pueblo palmero, que le ha acompañado siempre en las horas felices y también en las horas amargas.
La lava que amenazaba a la ermita de Las Manchas y que se desvió hacia el sur donde hoy está el monumento a la Virgen de Fátima –promovido por el sacerdote palmero Blas Santos Pérez, conocido como “el párroco del volcán” e inaugurado en julio de 1960– causó importantes destrozos en cientos de viñedos, huertas y fincas de subsistencia y arrasó una treintena de viviendas sobre todo en Las Manchas.
El volcán de San Juan solo trajo miseria y tristeza profunda a las familias que perdieron sus casas, huertos, aljibes y corrales. Eran, en su gran mayoría, familias humildes. Los abuelos paternos de quien suscribe y entre ellos mi padre, que entonces tenía 15 años y sus hermanos, que vivían en El Cantillo, desmontaron a toda prisa en la mañana del 8 de julio, con la ayuda de sus vecinos, las puertas, las ventanas y las tejas de su casa y fueron evacuados con lo poco que tenían al barrio de La Laguna, desde donde iban y venían caminando todos los días a ver su casa, por si la lava del volcán se la llevaba. Tuvieron suerte, pero otros vecinos no y por ello les invito a leer el testimonio desgarrador de don Pepe Expósito y doña Juana Camacho, publicado en su día en Diario de Avisos, el decano de la prensa de Canarias y que está disponible en el siguiente enlace, titulado «Lo que el volcán se llevó».
Cuando terminó la erupción, de lo prometido a las familias humildes no cumplieron lo que habían dicho. No hubo viviendas nuevas para quienes la habían perdido por el paso de la lava. Para gestionar los trámites legales hacían ir y venir a los pobres infelices con el consabido “vuelva usted mañana”. Los damnificados salieron adelante gracias a su tesón y empeño y la ayuda de sus vecinos, sobre todo de los albañiles y los propietarios de las ventas de comestibles, que fiaban los alimentos y muchos de ellos emigraron en la década siguiente a Venezuela para buscar un futuro mejor.
Se cuenta que el terreno ganado al mar pasó a la propiedad de quien nada había perdido, razón por la cual, años después, el Estado intervino para evitar episodios futuros. Por esa razón, cuando la erupción del volcán Teneguía, ya se sabía que los nuevos terrenos tendrían carácter público y no privado y lo mismo sucederá con la isla baja que resultará de la actual erupción que estamos padeciendo.
Nada que ver el volcán Teneguía con el actual. El volcán Teneguía reventó en una zona deshabitada cerca del mar, apenas hizo daño y se convirtió en un espectáculo extraordinario. Fue, como ya hemos dicho en diversas ocasiones, un volcán turístico que atrajo, con los medios entonces disponibles, hasta veinte mil personas en un solo día desfilando por la montaña de Las Tablas en Fuencaliente. Pero el volcán actual es un señor volcán, no un juguete como el Teneguía, como ha dicho el profesor Carracedo. Y los daños materiales son graves, muy graves, pero los daños emocionales son infinitos y las secuelas serán también muy graves e infinitas. En realidad, ya lo están siendo.

Fotos: vía José Fernández Arozena y @twitter