Se veía desde casa el humo del horno de Chito en Las Goronas. Para ello traía desde mucho antes las piñas de los pinos y los fejes de leña para la combustión necesaria que generaba el calor del horno que se usaba sólo tres veces al año: Semana Santa, Navidades y Carnavales.
Por el camino que pasaba junto al aljibe de mi casa, desde unos días antes, decenas de mujeres procedentes de Alcalá pasaban con espuertas, cubiertas con manteles bordados a mano, cargadas sobre sus cabezas y llenas de paquetes de harina, huevos, cazos con leche de cabra, canela, matalauva, limones (para rallar la cáscara), azúcar… ingredientes para el pan de leche que amasaba y horneaba Chito en los carnavales.
Chito era un hombre entrañable, generoso, pulcro, simpático. Era muy amigo de mi abuelo Conrado, pescador que vivía en Puerto Naos. Ellos tenían un barco de pesca que compartían y hacia abajo, caminando por El Hoyo de Verdugo y Asomada de Los Judíos se desplazaba Chito a encontrarse con abuelo para ir a pescar, muchas veces al año excepto cuando encendía el horno.
Cuando mamá llevaba su espuerta a Las Goronas siempre yo la acompañaba, era para mí una especie de ritual: las espuertas o cestas se iban secuenciando en la sala de la casa de doña Antolina, que era la madre de Chito. Toda la familia lo ayudaba en la tarea incesante de la fabricación artesanal del pan de leche. Una gran artesa de azulejos blancos donde mezclaba a mano la masa que después ponía a dormir en silencio, con mimo, tapada con los manteles de encajes. Luego, en el enorme horno de piedra, Chito introducía con geito perfecto la pala para depositar el pan. El aroma de la cocción se expandía por todo el caserío llegando a El Cantillo.
El pan era de un sabor único, no había otro igual, una exquisitez que se guardaba en calderos para conservarlo tierno durante más de un mes. Luego, cuando endurecía un poco lo comíamos empapado en la leche de cabra del desayuno, antes de ponerle el gofio.
Chito era el panadero, el del pan de leche y las panelas (galletas hechas con los mismos ingredientes). Era un ser adorable, respetable: su sola presencia nos evocaba sensaciones agradables, el sabor a canela, limón y matalahúga del pan de leche. También hacía por encargo almendrados, queques, rosquetes y marquesotes.
Llegaban los carnavales. Eran mágicos esos días, se transformaba nuestra realidad hacia el recreo y la fiesta. Nos vestíamos de «máscaras», con caretas de cartón sujetas a un elástico que comprábamos en la tienda de don León y doña Angelina y pasábamos por todas las casas del caserío pidiendo con voz modificada un «durito» que usábamos luego en comprar los caramelos de cascos de naranja o parches para la bicicleta.
Las Manchas era tierra de vino y cada casa tenía bodega. Parrandas de adultos empolvados visitaban con guitarras, botellas de anís y claves una y otra vivienda, tomaban un vaso de vino y un trozo de pan de leche, cantaban un par de canciones de Jorge Negrete y seguían de ruta, ruta de carnavales.
Isaac, de El Cantillo, que era un hombre serio, campesino de trabajo y nada dado a francachelas salía una sola vez al año, que supiéramos, el lunes de carnaval ataviado con caraqueñas, máscara y carmín. Era su fiesta. Y lo divisábamos desde el Morro Peluquín, un lugar con un promontorio desde el que abarcábamos a ver un tramo de dos o tres kilómetros de caminos y carreteras (desde El Paraíso a La Ermita), en el que nos reuníamos docenas de vecinos, adultos incluidos, para ver pasar los coches viejos con serpentinas al aire y haciendo sonar sus pitas.
Y los polvos talco. Claro. No podía haber carnavales sin los polvos de talco y los gorros de marinero de papel flexible, redondos y de distintos colores.
Los polvos de talco eran el reflejo del carácter social de la fiesta en miniatura. Los comprábamos para «gastar» no en nosotros mismos sino en empolvar a los demás. El talco venía en unos paquetitos de papel, muy pequeños que soltábamos sobre los gorros redondos, las mascaritas o la ropa rota que ya no usábamos y con la que nos ataviábamos en esos días.
Gran parte de los escenarios y figurantes de esta narración ya no están. El volcán destruyó, no sólo el paisaje sino el paisanaje. Quedan los recuerdos, sensaciones imborrables.
Foto: Juan Carlos Díaz Lorenzo