En todos los pueblos de nuestras islas, y en años idos para siempre, se guarda la memoria generosa de personas buenas que lo dieron todo sin pedir nada a cambio. Personas ejemplares, dotadas de una inteligencia innata, de una especial sensibilidad y de una constante voluntad de ayuda al prójimo, cuya labor en años difíciles se hizo notar todavía más. El recuerdo de estas personas pervive en la memoria, a pesar de que hayan transcurrido muchos años desde su ausencia terrenal y las nuevas generaciones desconozcan, en la mayoría de los casos, la ingente labor que realizaron en otro tiempo.
En los últimos años, el pueblo de Fuencaliente ha reconocido públicamente la labor de personas que, en distintas facetas, han destacado en su proyección social. Es el caso de Luz Cruz Sicilia, doña Luz, como se la conocía popularmente, cuyo nombre ha quedado perpetuado con el reconocimiento de la corporación local –en el último acto oficial presidido por el que fuera alcalde del municipio durante 28 años, Pedro Nolasco Pérez y Pérez– como testimonio de su dedicación al pueblo de Fuencaliente, por su humanidad y como muestra de gratitud por tantos y tantos servicios que prestó a los vecinos en tiempos de carencias y necesidades, sobre todo después de la guerra civil. En una sencilla y emotiva ceremonia, en presencia de familiares y allegados, el 1 de junio de 2007 fue inaugurada una calle con su nombre en el barrio de Los Canarios.
En el transcurso del acto celebrado en el salón de plenos, uno de los hijos de la homenajeada, Narciso “Narzo” Hernández Cruz, agradeció en nombre de su familia el reconocimiento realizado a su madre, tanto al Ayuntamiento, por haberlo otorgado, como al propio pueblo en Fuencaliente, “donde todavía hay mucha gente que la recuerda con cariño”. El alcalde, en su intervención, resaltó las virtudes y el esfuerzo realizado por Luz Cruz Sicilia, desde la humildad de su persona y las dificultades de la época.
Precisamente, su hijo Narzo siguió sus pasos y durante muchos años, hasta su jubilación, ejerció de practicante en el municipio de Tacoronte, donde también fue motivo de un reconocimiento público a su labor, con la rotulación de una calle con su nombre. De casta le viene al galgo, que diría el refranero popular.
La protagonista de esta historia, Luz Cruz Sicilia, nació en Santa Cruz de La Palma, el 24 de noviembre de 1900. A la edad de 22 años contrajo matrimonio con Narciso Hernández Santos, natural de Fuencaliente, pueblo al que se trasladó a vivir desde su casamiento. De su unión nacieron cinco hijos: Bernardigna, Rosario, Narciso, Luis y Juan, de los cuales, en la actualidad, sólo sobreviven los tres varones.
En 1931 fallecieron, en menos de un mes, su hija Rosario ‘Charinita’, cuando apenas contaba siete años edad y una hermana de 32 años, encontrándose ella, en aquellos momentos, embarazada. Estas dos muertes fueron muy duras para la familia y, especialmente, para ella; sin embargo, el carácter y el sentido positivo de la vida que tenía Luz Cruz Sicilia le dieron una fortaleza ejemplar y nunca perdió ni las ganas de vivir ni de seguir ayudando a todos los fuencalenteros que lo pudieran necesitar.
Por entonces, la familia Hernández Cruz regentaba una panadería y un molino de gofio en el barrio de Los Canarios. Luz Cruz Sicilia, como madre de familia, se ocupaba del cuidado de sus hijos y de las labores de su casa y también ayudaba en lo que podía a su esposo. Fuencaliente era entonces –lo sigue siendo- un pueblo de vida apacible, parada obligada de la carretera general del Sur en los viajes de ida y vuelta entre la capital palmera y el valle de Aridane.
Coincidiendo con la guerra civil, la economía familiar se debilita. Su esposo trabaja en la agricultura, en las pocas tierras que poseía y ella le ayudaba en lo que salía, como el teñido de ropas, en especial para los lutos; preparaba almuerzos por encargo para grupos de visitantes y autoridades que llegaban al pueblo, ante la inexistencia de casas de comidas y durante largas temporadas también solía tener varias personas su cargo para comer.
De su innata preocupación por sus vecinos se cuenta la anécdota, en plena guerra civil, de la detención de un conocido del barrio de Las Caletas. Luz Cruz se enteró que estaba durmiendo en el suelo, por lo que cogió unas mantas para llevarlas a la prisión de la capital palmera, donde se encontraba. Algunos vecinos, ante esta actitud valiente pero arriesgada –había mucho miedo– le advirtieron del peligro y de las consecuencias que podía acarrearle ese acto, pero ella no se arredró y se presentó con las mantas, interesándose por la persona en cuestión y espetándole, con toda educación, a los carceleros: “Que yo me entere que se las dan”.
En los años de la posguerra –tiempos de penurias y muchas necesidades– sólo había un médico en Fuencaliente, y no siempre, pues hubo meses en que la asistencia médica era dada por los titulares de los pueblos limítrofes. Sin embargo, a Luz Cruz Sicilia le nacía un especial interés por la medicina y ella, que sólo sabía leer y escribir, fue aprendiendo de los médicos que pasaron por el pueblo, como Francisco Toledo, José María Amo del Río, Esteban Acosta y Arturo Méndez, entre otros.
Sus paisanos recuerdan dos cualidades innegables: la primera, el “ojo clínico u olfato” para percibir el estado de gravedad del enfermo y, la segunda, la prudencia en el trato que tenía con los enfermos cuando les atendía en las curas, les ponía las inyecciones y estaba pendiente de sus tratamientos.
Desde que ella sabía que un vecino se ponía enfermo, acudía a visitarle y a darle los primeros consejos. Testigos presenciales recuerdan que primero les recomendaba algún remedio casero y si no había mejoría aconsejaba que llamaran al médico. Cuando el tratamiento requerido consistía en inyectar penicilina, medicamento que en esos momentos había que pinchar cada tres o cuatro horas y durante varios días, se quedaba toda la noche en la casa del enfermo, si era necesario. Incluso si éste estaba moribundo permanecía a su lado y acompañaba a la familia en ese duro trance.
Entre los años cuarenta y sesenta, aún existían en La Palma algunos focos de tuberculosis. A pesar de lo contagioso de la enfermedad y de encontrarse ella operada de un absceso pleural, iba sin escrúpulos a visitar a los enfermos, a inyectarles, a darles de comer incluso, pues la inapetencia es una de las características de estos enfermos. Permanecía a su lado durante horas “contemplándolos” para que comieran, y para darles ánimos, por lo que su ayuda no sólo era asistencial sino también psicológica. Con la práctica adquirida con el paso de los años, cuando los médicos se ausentaban del pueblo, ellos mismo les decían a los enfermos: “No se preocupen. Ahí se queda Luz”.
Sin embargo, la dedicación por la que alcanzó más fama se debió a su asistencia a los partos. Por espacio de algo más de veinte años, entre las décadas de los cuarenta y los cincuenta, asistió a muchos de los nacimientos habidos en Los Canarios y Las Caletas. También su ayuda llegaba a Los Quemados y Las Indias, aunque en estos barrios también había otras parteras. Su colaboración se extendía más allá del momento del alumbramiento, pues permanecía al lado de la madre el tiempo que fuera necesario, enseñando, en muchas ocasiones, los primeros consejos en el manejo de los recién nacidos. Su humanidad, incluso, la llevó a amamantar a algunos de éstos cuando la madre había fallecido, por lo que algunos de sus hijos tienen “hermanos de leche”.
Su disposición para ayudar llegó hasta el extremo de desplazarse a la Península. A mediados de la década de los cuarenta, así se lo pidió una familia del pueblo para asistir a un parto de gemelos de una madre primeriza, ya que tenían mucha confianza en su capacidad. Las comunicaciones, que entonces eran mucho más difíciles, la obligaron a salir en barco desde La Palma a Tenerife, luego hasta Cádiz y después por tren a Madrid y seguir al pueblo donde se encontraba la parturienta, permaneciendo a su lado durante varias semanas.
Otro de los aspectos indiscutibles de su buen hacer fue su “ojo clínico”, capacidad innata para apreciar la gravedad de un enfermo, aspecto en el que hemos de mencionar al menos tres casos, de los que aún quedan testigos presenciales. Una parturienta con placenta previa fue llevada desde Fuencaliente hasta la clínica de Santa Cruz de La Palma, acompañada por Luz Cruz Sicilia, que le aconsejó la posición con las piernas cruzadas en tijeras y levantadas. Al llegar a la capital palmera, el médico la felicitó porque su indicación había sido la correcta y le salvó la vida.
A otra mujer que acompañó durante el parto le iban a hacer la cesárea, pero padecía del corazón y ella lo sabía. Con mucha disposición y valentía le dijo al médico: “¿Por qué no esperar un poco, que a mí me parece que esta dilatando bien?”, acababa de reconocerla al tacto un momento antes. ¡Imagínense la cara del médico! Decidieron esperar y no hubo que realizar la cesárea y el parto salió bien. El médico, todo un caballero, la felicitó al final efusivamente.
En los últimos años de su vida, cuando había perdido la visión, la llevaron a visitar a una enferma operada de matriz. Aunque llevaba varios días convaleciente, no se encontraba mejor. Le tomó el pulso y la notó muy decaída de ánimos. Por la experiencia que tenía, percibió la gravedad de la situación y provocó la alarma en la clínica donde se encontraba, reclamando la presencia de un especialista, en contra de la opinión del personal facultativo. La familia aceptó la propuesta y se presentó un urólogo particular. Éste, desde que la observó, la reconoció en efecto muy grave, tanto que decidieron trasladarla de urgencia a un centro de la Seguridad Social, en el que, después de varias transfusiones de sangre, y recuperado su estado vital, fue operada a los pocos días. El problema se detectó en el abdomen, donde se había producido un encharcamiento de orina por haberle cortado un uréter durante la operación de matriz, consiguiendo así salvarse de milagro.
El sacerdote Antonio Hernández Hernández, en la actualidad párroco de Nuestra Señora de la Concepción, en La Orotava y sobrino político de la homenajeada, recordó que Luz Cruz Sicilia “fue una mujer entrañable, sensible, simpática y con mucho humor. Tenía una capacidad de comunicación que contagiaba a todos. Poseía, además, una capacidad para distender situaciones negativas, llevándolas al entendimiento, limar asperezas entre las personas, familias y por todo ello era una mujer respetada”.
“En ella –prosiguió– uz destacaba la amabilidad, el espíritu de servicio, el desinterés en lo que hacía. Asistía a todos de forma particular en temas relacionados con la salud de las personas. No tenía horarios, pues las veinticuatro horas del día las tenía para lo que hicieran falta, ante cualquier necesidad”.
“Prestó una especial ayuda para ayudar a dar a luz, como partera; se preocupaba por la salud de sus convecinos, acudía a ponerle las inyecciones, para lo que era una artista, es algo que recuerdo perfectamente. Esta atención se extendía a quienes se lo pedían para sus animalitos, cuando había un mal parto de los animales domésticos o sentían que estaban mal”, aseveró.
El distinguido sacerdote, que es también Hijo Predilecto de Fuencaliente, concluyó diciendo que la homenajeada “era una mujer de fe y gran creyente en Dios. Fue, además, esposa paciente, madre de hijos a los que supo trasmitir los valores del Evangelio y una persona humanamente entrañable y querida por todos”.
Luz Cruz Sicilia derrochó generosidad a raudales y nunca pidió nada a cambio. La gente agradecida de Fuencaliente se lo pagó con creces, no sólo con obsequios materiales, sino también con todo el cariño, el afecto y el respeto que le profesaban y el reconocimiento y la gratitud de cuantos la conocieron. El 19 de septiembre de 1981 falleció en Santa Cruz de Tenerife, donde vivía con sus hijos desde hacía tres años, después de que hubiera perdido la visión. Doña Luz ya está, por derecho propio, en la pequeña y gran historia de su pueblo adoptivo.
Fotos: Archivo familia Hernández Cruz y Juan Carlos Díaz Lorenzo