A mediados del siglo XIX en España se carecía de un dique donde los grandes barcos que se construían en la época pudieran carenar de una forma eficaz y segura. Así fue entendido por el Gobierno de la época, declarando mediante Real Orden de abril de 1859, que era “de interés nacional y un deber del Gobierno proteger la creación de estos establecimientos marítimos en condiciones capaces de atender a las actuales y futuras necesidades de la marina mercante, que sin la existencia de diques y varaderos, carece de solidez en las eventualidades en que el comercio marítimo resulta más necesario”.
La Compañía Trasatlántica Española o, a mejor decir, la empresa de Antonio López y Compañía, más interesada que ninguna otra en poder disponer en España de un buen dique para sus grandes embarcaciones, y principalmente impulsada por móviles patrióticos, proyectó en el año 1872 la construcción de este establecimiento marítimo.
Este tipo de grandes instalaciones, como se sabe, son difíciles de llevar a buen término si no se establecen en importantes centros navales o no cuentan con la ayuda de Gobiernos o grandes corporaciones o, en raros casos, por alguna potentísima empresa de construcción de buques. Pero el que fuera uno de los más importantes genios emprendedores –palabra ésta tan de moda actualmente– de la época: Antonio López y López. Tras vencer múltiples dificultades, con una constancia a toda prueba, consiguió en pocos años y mediante el aporte de grandes cantidades de dinero, entregar a su patria un importante elemento de prosperidad para el país y la zona.
El dique se construyó entre el castillo de Matagorda y el caño de María en la bahía de Cádiz, en la situación 36º 30´ 30” lat. Norte y 0º 2´ 34” de long. O. del Observatorio de San Fernando. El terreno ocupado por las instalaciones medía una superficie de 80.760 metros cuadrados y al comienzo de las obras se encontraba cubierto por las aguas de las mareas.
Las dimensiones del dique en relación con la de los barcos que podía recibir, eran y aun creo que siguen siendo, las siguientes: eslora total entre el batiente de las puertas y la extremidad superior de la escala de cabeza, 165 metros; eslora entre las líneas de las buscas y el pie de la escala, o sea, sobre picaderos de piedra, 150 metros; manga o ancho de la entrada en la coronación, 22,25 metros, idem en la solera, 17,65 metros; puntal o altura en las puertas desde la escalera hasta la carenación, 10,12 metros. El calado o altura en la puerta a pleamar más alta mide 7,95 metros; a pleamar media, 6,95 metros; a bajamar medía 4,75 metros y a bajamar más baja, 3,80 metros.
Estas cotas prueban las inmejorables dimensiones del dique, que lo hacían ser uno de los mejores del mundo en la época; pues estudiados éstos vemos que el dique doble de Portsmouth, el de Birkenhead (números 1 y 2) , los de Liverpool, Canadá y Londres (números del 1 al 6) , y los de Bombay (antiguo y Duncan), que tenían más eslora que el de Matagorda, eran inferiores en calado; los de Devenport (números 2 y 3), en Inglaterra, de Suez en Egipto y del Ferrol en España, superiores en calado, eran muy inferiores en eslora, por lo que estoy en condiciones de asegurar que por ambas condiciones no había uno sólo que hubiese podido ser considerado como mejor que el de la Trasatlántica.
La dársena que forma la entrada del dique constaba de dos muelles de 125 metros de longitud, construidos con seis metros de ancho en la corona y dejaban entre si un espacio de 60 metros de ancho, que formaban el de la dársena, hoy sustancialmente modificado.
Las importantísimas instalaciones que componían esta factoría naval disponían de grandes talleres para la reparación de buques de hierro –que no de acero aún– y máquinas, forjas, fundición, calderería; de materiales para llevar a cabo la carena de las embarcaciones, de magníficos almacenes donde depositar las mercancías y de vías férreas enlazadas con la red nacional de ferrocarriles.
Los planos del dique fueron ejecutados por los ingenieros M M. Bell & Miller, de Glasgow; pero la dirección de las obras fueron encomendadas desde el principio al ingeniero español Eduardo Pelayo, que falleció poco tiempo después desempeñando un importante puesto en la Compañía; creo que como consecuencia de un accidente laboral. En aquella época no era obligado el uso y utilización de los EPI´s como en la actualidad.
El primer buque que se construyó en la factoría fue el “Joaquín de Piélago”, sin duda uno de los más lujosos barcos de su clase construidos en la época, en el que se volcaron artistas españoles utilizando materiales nacionales. Revisando las especificaciones de unos de los buques construidos en aquellos años, que tengo la suerte de poseer, se puede ver, no sin admiración, la escrupulosidad y rigor en los diseños y selección de los equipos y materiales utilizados.
No hace falta decir que ya en la época construir en España resultaba notablemente más caro que hacerlo en el extranjero; pero el altruismo y patriotismo tanto de Antonio López y López, como posteriormente de su hijo Claudio López y Brú, obviaban esa contrariedad y no tenían inconveniente en asumir las pérdidas. Como veis, la crisis en la construcción naval española no es cosa reciente.
La patriótica conducta de Trasatlántica, o a mejor decir, de los marqueses de Comillas, es digna de elogios, ya que por crear y mantener puestos de trabajo no tenía inconveniente de asumir fuertes costos y pérdidas sin auxilio ni ayudas de nadie. Esto y otras cosas, creo que aún permanece en la memoria colectiva de Cádiz y de ahí que aún pasados los años de su desaparición, sigan prodigando muchos, tanto afecto y consideración a la desaparecida Compañía Trasatlántica Española. Los aledaños terrenos al dique fueron ocupados con numerosos útiles y construcciones, que paso a describir:
El taller de herreros de ribera, cubierto por armadura de hierro y chapas del mismo material, onduladas y galvanizadas; cosa muy novedosa a la sazón. Una máquina de vapor con un ventilador acoplado para dar aire a la fragua, instalación ubicada en su propia caseta. Dos hornos del tipo Senier construidos con armazón de hierro y fundición, recubierto de ladrillos refractarios. Detrás del taller de herreros de ribera se hallaba el almacén y el taller de construcciones menores. El edificio de carpintería mecánica era magnífico, pues estaba dividido en tres secciones y tenía caldera y máquina de vapor para el funcionamiento de sierras, cepillos, taladros, etc. Al lado de este, estaban los depósitos para recoger el agua de la sierra y muy cerca el botiquín. De lo descrito, al día de hoy, ya no queda nada.
No muy distante de lo que fuera el almacén general y a la iniciativa del personal de la Compañía, se hicieron una serie de construcciones dedicadas a perpetuar la memoria del que fuera su inolvidable jefe, Antonio López y López. Con fachada principal mirando al dique se eleva en el centro del grupo de construcciones una preciosa capilla, cuya planta representa una cruz griega, que se completa con tres ábsides semicirculares que constituyen la fachada posterior. Toda la construcción es de sillería aplantillada, menos la cúpula, que a causa de ser zona militar cuando fue construida, se hizo en madera y bronce. Su estilo es románico y el decorado era muy hermoso, llamando la atención a sus visitantes por el lujo y detalles que se observaba en todo.
A derecha e izquierda de la capilla se extienden sendas naves rectangulares, también de sillería, que se unieron por su frente mediante una verja levantada sobre un zócalo de sillería desarrollado en forma de semicírculo, en cuyo centro se eleva un pedestal de piedra, dedicado a sostener la estatua del fundador de la Compañía Trasatlántica Española; la que entre unos y otros nos cargamos un siglo y poco después. El espacio restante lo ocupaba un precioso jardín. Una de las naves citadas estaba destinada a escuela de los hijos de empleados que vivían en la factoría y la otra era un orfanato para hijos de trabajadores que fallecían en acto de servicio o enfermedades comunes de la época.
Tras lo descrito seguían dos manzanas de casas destinadas a los servidores de la Compañía, frente al levante y en ocho naves de madera se encontraban los talleres de pintura, calderería, tonelería, despensa, comedor de marineros, depósitos de cañones y otros varios. También existía una fábrica de jabón y fundición de cobre y forjas. El taller de maquinaria ocupaba un espacioso edificio y todas las máquinas que poseía, se movían con una máquina de vapor de 80 CV monocilíndrica de doble efecto, de disposición horizontal y sin condensación.
El vapor se producía en dos calderas que trabajaban alternativamente. Seguía un almacén para conservar modelos y al sur del taller de calderería, había un edificio para calentar las breas y el alquitrán. Próximo a la caseta de bombas del dique había otro edificio para bombas, útiles de incendio y buceo… Todo el establecimiento estaba recorrido por una vía ancho español y por otra de ancho Decauville.
Inútil es comentar los amplios beneficios que para Cádíz y Puerto Real reportaron durante tantos años los astilleros de Matagorda, donde trabajaban diariamente más de mil personas.
(*) Maquinista naval jefe. Ex inspector de Compañía Trasatlántica Española
Fotos: Archivo Museo El Dique