(*) Licenciado en Historia del Arte. Universidad de Santiago de Compostela
Algunos autores han conceptuado el Rococó como una fase tardía del barroco, en la idea de que, inspirado en el barroco italiano, correspondería a su modelo de disolución. Otros, sin embargo, lo interpretan desde el punto de vista histórico-cultural, resaltando su aspecto erótico-sensual y en la complacencia de lo gracioso. Uno de sus estudiosos más destacados, F. Kimball, lo considera un fenómeno parcial del Barroco, cuya evolución está exclusivamente localizada en Francia y limitado al estilo decorativo. Otros, como Sedlmayr y Bauer, por ejemplo, proponen que el concepto de Rococó se debe delimitar con precisión, pues para ellos no se trata de una fase estilística del Barroco clásico o tardío, sino que se trata de lo que llaman genos-stile (estilo-especie) y lo consideran uno entre los estilos del siglo XVIII, junto a las diversas variantes del barroco tardío y del clasicismo inglés.
Sin embargo, establecer un concepto concreto del Rococó no es sencillo, puesto que en el siglo XVIII no hubo una sucesión clara de épocas marcadas por un ideal absoluto, sino que existieron varias estéticas ligadas a las diversas especulaciones intelectuales y políticas de la época. Es preciso tener en cuenta, por ejemplo, algunos posicionamientos, como sucede en los historiadores del Arte en Alemania, empeñados en otorgar un sentido restrictivo y excesivamente formalista para el Rococó, lo que contrasta con los franceses, pues siendo una expresión fundamentalmente gala, han evitado la utilización del término, prefiriendo el de estilo rocalla y se han dirigido a una visión amplia del siglo XVIII en todas sus vertientes, al estudio concreto de artistas o de los diferentes géneros, los ornamentistas, el mueble…

José María Prados afirma que prefiere comprender el Rococó “como un estado de ánimo, una actitud ante la vida, el pensamiento, la sociedad”[1], que comienza a principios del siglo XVIII e interviene, aunque no de manera excluyente, en la concepción del arte de la época.
El desarrollo del Rococó se produce durante el reinado de Luis XV y tradicionalmente se distinguen tres momentos relativamente homogéneos: Regencia (1715-1723), Rococó en sentido estricto (1723-1750) y etapa de transición (1750-1774). La primera es una etapa de preparación aunque con características singulares, la segunda representa el apogeo de la rocalla y la última supone la progresiva reacción que desembocará en el Neoclásico.
Así como la paz de Utrech (1713) había supuesto una inyección de esperanza, de la que poco se pudo disfrutar, el ascenso al poder de Felipe de Orleáns (1715), un hombre culto y amante del buen vivir, produjo un cambio radical en la sociedad francesa. Los nobles imitaron el ejemplo de palacio y en sus residencias celebraban también suntuosas fiestas. A este ambiente contribuía también una relativa tranquilidad entre las naciones de Europa y un aparente saneamiento económico y financiero. El aumento del nivel de vida de las clases acomodadas produjo una mayor demanda de lo superfluo, tendente a hacer la vida más agradable.
En 1723, un año después del regreso de Luis XV a Versalles, moría el regente y el joven monarca prefirió continuar el estilo gracioso y ligero iniciado por su predecesor, antes que recuperar la herencia pesada y ostentosa que había dejado Luis XIV. En el escenario aparece la figura de Madame de Pompadour, persona culta y de gustos refinados, que se convierte en la amante del monarca y participará muy activamente en la vida de la Corte, con una reconocida influencia en la política y en el arte, destacando, entre otros aspectos, la protección que ejerce de Boucher, máximo representante del gusto rococó, aunque sea ella, precisamente, la principal impulsora de la reacción contra el Rococó.

A mediados del siglo XVIII comenzó la defensa del retorno al buen gusto y a la medida del siglo de Luis XIV. Una parte de la sociedad estaba cansada de tanta decoración y tanto exceso que había terminado en una repetición y una monotonía ajenas al propio gusto rococó. Adquirió fuerza el movimiento contrario a los abusos de libertad que había supuesto la ornamentación rococó y se advirtió una obsesiva insistencia por la renovación del gusto antiguo. En los años cincuenta y sesenta de la centuria, París acoge con tal ansia la nueva moda, que bien pudiera hablarse de una “grecomanía”. Parecía entonces que el rococó había llegado a su final, pero no era así, pues todavía le quedaba vida.
Recuperemos el guión del tiempo. Poco antes del fallecimiento de Luis XIV podían percibirse nuevos aires en el arte francés. Desde finales del siglo XVII, hôtels y châteaux parisinos empezaron a manifestar, aunque con timidez, un cierto alejamiento del sentido monumental y un paulatino cambio del gusto que quedará definitivamente fijado durante la Regencia. La sociedad huía de la austeridad y de la opresiva y agonizante etiqueta de Versalles, por lo que se reorganiza en hôtels (palacetes urbanos), maisons de plaisance (casas de recreo en los alrededores de París) y folies (edificios pequeños inmersos en la naturaleza).
La nota fundamental de la nueva arquitectura reside en la distinción neta entre el exterior y el interior, y en este aspecto viene delimitada por la diferencia de las funciones y fines del edificio. Los principales tratados de la primera mitad del siglo XVIII se consagran a la distribución y a la decoración de los interiores. Adquiere importancia la manera de dividir los edificios, lo que representa un avance respecto de la costumbre que se seguía en tiempos de Luis XIV, con lo que ganan en confort y en intimidad, frente a la belleza que predominaba hasta entonces. También son notables los adelantos en la higiene y en la climatización de los edificios. Otro aspecto esencial y el más manifiesto de esta arquitectura se refiere a la decoración interior, hasta el punto de que la rocalla se convierte en su principal motivación ornamental y ha originado el término Rococó.
El fenómeno generalizado en todas las artes del momento es el protagonismo de la luz. El Siglo de las Luces evita las sombras y considera de mal gusto los espacios oscuros, hasta el extremo de que algunas vidrieras góticas se destruyen para dejar pasar la claridad. En la planta baja de los edificios se impone la puerta-ventana, que permite la entrada de más luz y lo favorece los interiores pintados de blanco o colores difuminados. La luz artificial se dispone en apliques en la pared, candelabros y lámparas, a lo que se suman nuevos estilos de muebles, sedas, porcelanas, artes suntuarias, todo lo cual adquiere una especial significación en la residencia del siglo XVIII.

Una de las expresiones más típicas del Rococó es el ornamento y aquí vuelven a repetirse las controversias. Unos piensan que se trata de un arte típicamente francés sacado de los jardines a la francesa y de los arabescos de Bérain por los componentes del equipo del superintendente Jules Hardouin-Mansart, especialmente Pierre La Pautre, mientras que otros lo consideran como una exageración del barroco difundida en Francia debido a influencias extranjeras.
Otros entienden que la decoración de interiores durante el siglo XVIII en Francia era sólo del agrado de una parte de la sociedad, especialmente de la burguesía, mientras que las mentes más claras y los miembros de la Academia la aborrecían como muestra de mal gusto, “nada más lejos de la realidad”, apostilla José M. Prados.
Las controversias de los franceses de comienzos de siglo, añade, “surgen cuando se cae en la desmesura, cuando prima el desequilibrio por sí mismo, cuando se producen exageraciones que ni en aquel momento se permite la racional mente gala. Esta rica ornamentación apenas sale al exterior del edificio”[2] y si lo hace se coloca con gran timidez en el tímpano de la puerta de entrada o en algunos vanos.
Obviamente, también hubo en su tiempo algunas voces discordantes y contradictorias al mismo tiempo. Blondel (1737) critica la manía de la decoración cuando no tiene como meta más que la confusión y, sin embargo, cuando hace las suyas propias no duda en utilizar, como los otros, lo que llaman “licencias”, justificando que en los espacios pequeños es donde “uno se puede abandonar a la vivacidad de su genio dedicándose a los ornamentos”. En la misma línea, Boffrand (1745) rechaza la moda cuya mayor felicidad consiste en “torturar todas las partes del edificio”, pues la arquitectura “debe conservar siempre una noble simplicidad”, aunque acepta que los adornos “pueden convenir a las pequeñas piezas”.
En la difusión de la decoración rococó ocupan un lugar importante el grupo de los ornamentistas, cuyo repertorio fue dado a conocer principalmente a través del grabado extendiéndose rápidamente por Francia y por toda Europa. A los nombres de Jean-Bernard Turreau (1672-1731) y Jacques de Lajoue (1686-1761), se unen los de dos grandes creadores del estilo: Nicolás Pineau (1684-1754) y Juste-Aurèle Meissonier (1695-1750).

Del primero, formado con Hardouin-Mansart y Lassurance, dirá Blondel que “desgraciadamente fue imitado por una multitud de artistas que no teniendo ni si genio ni su talento produjeron un número infinito de quimeras y extravagancias”[3]. Del segundo, nacido en Italia, poseía una vasta formación cultivada en Roma y en Viena, antes de establecerse en París. En 1924 es nombrado orfebre del rey y dos años después, tras la muerte de Bérain, dibujante del Cabinet. Hizo proyectos de arquitectura y de altares, así como de arte efímero, fiestas, exequias, fuegos artificiales, así como al diseño de trajes y decoraciones para el teatro. Su repertorio, copiado y desarrollado por decoradores y grabadores, permitió la difusión internacional del estilo.
A poco de su muerte se le criticó que sus trabajos caprichosos eran el resultado de su degenerada destreza y enemigo del buen gusto, porque “seducen al ignorante y encuentran admiradores”[4]. En realidad, su condición de orfebre se admite como clave para comprender su libertad e inventiva. “A él se debe –explica Prados– la transferencia a la arquitectura de la libertad de imaginación que tradicionalmente había sido tolerada en la elaboración de objetos de arte por los orfebres”[5].
El apogeo del rococó, “esencialmente una arquitectura de interior”[6], se produjo en los años treinta del siglo XVIII y su obra maestra se encuentra en el hôtel de Soubise. Boffrand y sus colaboradores consiguieron en el salón oval de 1735 una pieza capital del arte francés del siglo XVIII, cuya idea, según impresiones de algunos autores, le pudo haber venido de un viaje que hizo a Alemania en 1724. también es preciso citar a Jacques Verberkt (1704-1771), natural de Amberes, que llegó a París en 1730 y trabajó en la decoración de las habitaciones de Versalles, palacio en el que residía Luis XV.
Los contemporáneos a este movimiento lo conocían con el nombre de “estilo moderno” y, por lo general, se referían a las obras de la época como “pertenecientes al gusto moderno”, “en el gusto del siglo”, o “dans le goût du temps”. De este modo se destacaba uno de los aspectos más sobresalientes del Rococó, es decir, su interés por la moda, por todo lo que era absolutamente novedoso.
Años más tarde, el término rococó fue acuñado por la crítica neoclásica, y desde un principio tuvo un marcado carácter peyorativo. Deriva de la palabra rocaille, que ya a partir de 1734 se usaba para denominar las incrustaciones de relucientes rocas y conchas propias del arte de los rocailleurs o escultores de grutas de los grandes jardines de los palacios barrocos del Seiscientos. Empezó aplicándose primero a las decoraciones interiores y a las artes, principalmente menores, que se les relacionaban.

El estilo rocaille llegó a ser sinónimo de mal gusto. Escritores y artistas neoclásicos unánimemente rechazaban y recelaban del Rococó y de los valores que connotaba como opuestos a sus aspiraciones intelectuales estoicas y moralizantes. El término Rococó pasó a tener también un valor cuantitativo, aplicable a lo viejo, recargado y pasado de moda.
Cuando ya se había mitigado la reacción de los franceses ante la palabra “barroco” a propósito de su país, todavía fue más hostil ante la de rococó y el arte que expresa. Esta es la reacción de los espíritus sanos y equilibrados, que achacan al rococó todos los excesos formales (supuestos) y le acusan de atentado (presunto) contra el buen sentido y la medida. Sin embargo, tanto el rococó como la rocalla (el empleo de esta segunda denominación, corriente en Francia para designar el período central del siglo XVIII, no suscita objeción alguna) beben de la misma fuente.
Designan un período conocido como “pintoresco” en Francia durante el siglo XVIII y desarrollado menos en la arquitectura que en la decoración, un estilo no solamente dinámico, sino también alegre y colorista, un estilo que utiliza con predilección la curva, la asimetría, las líneas recortadas y la profusión ornamental.
Su lenguaje decorativo, en gran parte derivado de las grutas de los siglos XVI y XVII (de ahí el nombre de rocalla), también engloba los temas de caza, pesca, jardines, el amor y el exotismo. Los agrupa en trofeos, cartuchos o paneles contorneados; los mezcla con veneras, cruces, arabescos y motivos vegetales.
En cuanto a la distinción entre rococó y rocalla, es preciso admitir que no concierne a sus naturalezas, sino solamente a sus modalidades. Comparada con el rococó germánico, la rocalla francesa lo iguala a veces en fantasía; por ello, el empleo del rococó, incluso en Francia, es legítimo. Pero generalmente la intensidad es menor; la moderación, debida sin duda al clasicismo propio del temperamento nacional, raramente se pierde.
Sin embargo, hacia 1830, tras la reacción idealista y antiquizante, se produjo un regreso favorable del arte Rococó. En pleno período romántico, escritores como Hugo, Musset, Gautier, Nerval y Baudelaire, se refieren a Watteau como a uno de los grandes genios de la pintura[7]. No es difícil hacer un paralelismo entre los temas que aparecen en la pintura de este último y las fuentes de inspiración del Romanticismo: melancolía, cansancio de una sociedad y búsqueda de la utopía, nostalgia de la decadencia, tristeza, voluptuosidad, soledad…

En el Diccionario de la Academia Francesa de 1842, el término rococó se define en los siguientes términos: “dícese trivialmente del género de ornamento, de estilo y de dibujo que pertenece a la escuela del reinado de Luis XV y de comienzos del de Luis XVI”.
Hacia 1860, esta moda está a punto de finalizar. Diez años antes había aparecido el famoso libro de los hermanos Goncourt L’ art du XVIIIè Siècle, primer estudio sistemático sobre el arte Rococó.
La crítica posterior se ha mostrado poco favorable a la hora de estudiar este estilo, que con demasiada frecuencia se ha venido considerando como un apéndice del Barroco, como la etapa final, helenizante o manierista de este movimiento. El Rococó se definía como la culminación del Barroco, cuando éste cae en la más absoluta exageración y paranoia.
Sin embargo, el Rococó no es un apéndice del estilo anterior, sino un movimiento original, que corresponde a una sociedad, una época y una cultura –las del siglo XVIII–, totalmente diferentes a las del siglo anterior; y en la mayoría de los aspectos artísticos, las obras de la época Rococó tienen que ver muy poco con las barrocas, para intentar así liberarlo de las connotaciones despectivas que le han acompañado.
El estilo rococó, puntualiza Minguet, “no es el fruto de la fantasía de algunos decoradores que deciden un buen día reemplazar tal modo de estucar por otro. Tampoco fue creado para permitir a algunos eruditos del siglo XX trazar el curso de su evolución. La influencia de este movimiento artístico se dejó sentir en las diferentes formas expresivas, tanto literarias como plásticas, porque estaba en consonancia con las tendencias profundas de una determinada sociedad”[8].
Y Michael Levey, por último, señala que “quizás el rococó –en la medida en que al menos fue un movimiento– tiene muy poca vitalidad debido a su conciencia de tradición típica del siglo XVIII. Hay una cierta verdad aterradora en el comentario de Voltaire a Madame du Boccage: ‘Notre siécle vit sur la crédit du siècle de Louis XIV’. El gusto podía preferir ser ensombrecido por la grandeza de Rubens en lugar de la de Poussin, pero el ensombrecimiento estaba todavía allí. Refinar y diluir el barroco, adaptándolo a habitaciones más pequeñas y a una atmósfera más alegre, pronto conduciría a su extinción artística”[9].
Notas:
[1] Prados, José María. El Rococó en Francia y Alemania. Col. Historia del Arte nº 32. Historia 16. Madrid, 1989.
[2] Op. cit.
[3] Op. cit
[4] La crítica “pos mortem” apareció en un artículo publicado en el Mercure de France, en 1750.
[5] Prados, José M. Op. cit.
[6] Minguet, Philippe. Estética del Rococó. Cuadernos de Arte Cátedra. Madrid, 1992.
[7] Viñamata, Águeda. El rococó. Arte y vida en la primera mitad del siglo XVIII. Montesinos Editor. Barcelona, 1987.
[8] Minguet, P. Op. cit.
[9] Levey, Michael. Del Rococó a la Revolución. Thames & Hudson. Ediciones Destino. Barcelona, 1998.
Bibliografía:
Levey, Michael. Del Rococó a la Revolución. Thames & Hudson. Ediciones Destino. Barcelona, 1998.
Minguet, Philippe. Estética del Rococó. Cuadernos de Arte Cátedra. Madrid, 1992.
Prados, José María. El Rococó en Francia y Alemania. Col. Historia del Arte nº 32. Historia 16. Madrid, 1989.
Viñamata, Águeda. El rococó. Arte y vida en la primera mitad del siglo XVIII. Montesinos Editor. Barcelona, 1987.
Fotos: Mussklprozz, Patrick Clenet, Juste-Aurele Meissonnier, Marrabbio 2, Colocho, Jean-Honoré Fragonard y Allgäu 009 Ottobeuren