Finalizado el chárter del buque “Ville du Havre” con el Pentágono de EE.UU., como transporte auxiliar de guerra al servicio del conflicto del Golfo, Compañía Trasatlántica opta por incorporarlo a su línea de la costa Este de EEUU, cambiado el nombre por otro más español. Como venía siendo tradicional en la centenaria compañía, se decidió el de alguna patrona. “CTE Macarena” fue el adoptado y el repintado en ambas amuras y popa del barco. Lo que no se cambiaron fueron ni la bandera de conveniencia ni la tripulación extranjera. Los aparentes y equivocados criterios economicistas, reduciendo pagos en impuestos y bajos costos de tripulación continuarían invariables.
Al poco del inicio de esta nueva situación, una noche de septiembre de 1992, mientras escucho en casa las noticias a través de RNE, escucho: “El buque español CTE Macarena se encuentra ardiendo en el Golfo de Méjico”. Sobrecogido, doy un salto de la cama y de inmediato me pongo en contacto telefónico con el director técnico de la compañía, quien me confirma la grave noticia de la que se desconocían detalle, así como sus consecuencias. De inmediato acordamos mi urgente traslado a New Orleans. Dirigiéndose el buque hacia aquél puerto hubo de quedar fondeado en el lugar del siniestro, a pocas millas de la desembocadura del río Mississippi.
Una hora después de tener conocimiento de los hechos me encontraba en carretera camino a Barajas. En el aeropuerto me esperaba una persona con el pasaje de vuelo Madrid-Atlanta-New Orleans. A mi llegada soy informado de que, según el U.S. Coast Guard, los daños sufridos por el buque habían sido importantes pero que, afortunadamente, no se habían registrado desgracias personales. Toda la tripulación se encontraba a salvo y a bordo, noticia que me produjo un gran alivio.
Una vez en New Orleáns una lancha de servicios me trasladó al buque. Ya a bordo, y mientras accedía a la cubierta principal a través de la escala, me llevo la primera y desagradable sorpresa al observar que en un mamparo había una gran marca en forma triangular. Había desaparecido la pintura y el vértice superior del triángulo tenía su origen bajo un tubo acodado de descarga. De inmediato le pregunto al capitán, que me esperaba en cubierta, sobre la razón aquella marca. Un significativo, prolongado y revelador silencio confirmaron mis sospechas. Hizo que le acompañase hasta la derrota para mostrarme el cuadro de válvulas de distribución de CO2. Me indica como en una de ellas puede leerse “engine rooms”; apuntó que se trataba de la que debería haber sido abierta, y no otra en que figuraba la inscripción ”emergency discharge to deck”. La claridad de los letreros era meridiana y la válvula de descarga de emergencia a cubierta se encontraba pintada de rojo como medida precautoria. Cuando se percataron del error –me dijo el capitán– gran parte del contenido de C02 en el interior de las 125 botellas de 45 kilos, asignadas a la sala de máquinas había sido enviado al exterior, formándose un montículo de nieve carbónica que ocasionó el quemado y desprendimiento de la pintura por congelamiento en la zona afectada.
Un gravísimo error por parte del oficial, rumano, que activó equivocadamente el mecanismo de disparo, fue la causa de los daños del incendio que destruyó gran parte de la sala de máquinas del buque. El incendio tuvo como origen la pérdida de combustible a través de un inyector del motor principal de estribor, proyectándose directamente el fueloil contra el colector de escape. Según pude enterarme a través de un engrasador, el inyector había sido cambiado en su turno durante la escala en el anterior puerto.
Como es preceptivo y suele ocurrir en estos casos, una vez tuve conocimiento de los hechos, reuní de inmediato a toda la tripulación. Trasladé las instrucciones necesarias para toda la información que fuese solicitada sobre el siniestro por personal ajeno al buque fuese canalizada a través del capitán. Éste, y de inmediato, se puso a preparar el argumentario para la correspondiente “avería gruesa”. Sería presentada ante las autoridades competentes de New Orleans y se dieron indicaciones para repintar la zona afectada por la nieve carbónica, a la mayor brevedad…
Tras negociar las condiciones, el buque “CTE Macarena” fue remolcado hasta un muelle de servicios en el rio Mississippi, y allí permaneció varios meses mientras se decidía su destino. Se valoraron varios presupuestos para su reparación, incluidos los ofrecidos por astilleros de Cádiz. Al final se decidió no reparar; sí su venta en los términos de “dónde y cómo está”. Un armador griego presentó la mejor oferta y le fue adjudicado. Estoy convencido de que el desafortunado destino del buque “pirata” precipitó el final de la centenaria compañía.
Pasado unos meses del siniestro, los cargadores, con la intención de no colaborar en los costos del salvamento y ayudas, presentan una demanda ante el Tribunal Marítimo de Louisiana motivada por disconformidad con la protesta de “avería gruesa”, que Trasatlántica presentó alegando “falta de navegabilidad del buque”. Con objeto de colaborar en la preparación de la defensa por parte de Trasatlántica se me pide colaboración por del bufete marítimo que lleva el caso. Entonces ya me encontraba prestando mis servicios en SeaLand. Las buenas relaciones comerciales y personales que durante unos años habían mantenido ambas compañías facilitaron que la conocida naviera americana me concediera una excedencia temporal para ocuparme del asunto.
Las alegaciones de los cargadores se fundamentaban en el incumplimiento del buque con la normativa SOLAS. Su alegato hacía referencia a las características del material aislante de los conductores eléctricos. Desde bien temprano se tenía claro no se sustentaban, puesto que en el momento de su entrada en vigor el buque ya existía, y la norma carecía de retroactividad. Lo que había en juego justificaba los contundentes argumentos que se habían de esgrimir ante el tribunal que juzgaba el caso. Durante el poco tiempo de vida útil del buque bajo la propiedad de Trasatlántica, y gracias a un amigo español afincado en New Orleáns, propietario de un prestigioso taller dedicado a reparaciones navales, mantuve una relación de amistad e intercambio de información –de repuestos incluso en alguna ocasión– con un colega americano, inspector de un armador que poseía en su flota un buque gemelo del Macarena.
Una vez en New Orleáns y listo para colaborar con la defensa de Trasatlántica me pongo en contacto con él. “¿Habéis hecho alguna modificación o cambio en los conductores eléctricos del buque para su adaptación a SOLAS?”, pregunto. “No”, me contesta, a la vez que me traslada que su buque navega bajo pabellón americano, y por consiguiente bajo todas las bendiciones del U.S. Coast Guard’ y del American Bureau como sociedad de clasificación del buque. Le pregunto que dónde se encuentra en aquél momento el buque y su autorización para ir a visitarlo. Me dice que casualmente está fondeado a unas diez millas de Barcelona, donde permanecerá aún por algún tiempo. “Puedes ir a visitarlo, por supuesto, cuando lo creas oportuno”, añade. Él se encargaría, además, de informar al capitán para que estuviese preparado a nuestra llegada. Pero puso una condición: la más absoluta confidencialidad sobre lo que viéramos a bordo en lo concerniente a la naturaleza de la carga que transportaba. Y que no pidiera explicaciones inmediatas, y menos por teléfono.
Tras aceptar las cláusulas no sin cierta intriga, preparo con celeridad la vuelta a Barcelona a la vez que me coordino con la delegación de Trasatlántica. A mi llegada al aeropuerto había de encontrarse un notario para acompañarme a bordo en una lancha, y todo fue perfectamente programado para que así fuera. Disponía de poco tiempo, ya que por la noche tenía que coger el vuelo de retorno a New Orleáns con el resultado de las pesquisas.
Así fue. El notario me esperaba con un cartel a la salida del hall de llegada al aeropuerto de Barcelona, y la lancha se encontraba a nuestra espera en el lugar acordado. Cerca de una hora duró el recorrido hasta la llegada a bordo. El fedatario no salía de su asombro, a la vez que se encontraba indispuesto debido a una pequeña marejadilla que hacía que la embarcación se moviese más de lo que hubiera deseado. A la llegada nos encontramos la escala real ya arriada y a un tripulante que nos esperaba en cubierta para recibirnos. Hubo algo que me llamó enormemente la atención: la existencia de unas grandes unidades Carrier de aire acondicionado de 500.000 frigorías situadas sobre las tapas de bodegas.
Subimos al puente de mando donde un amable y joven capitán nos esperaba. Tras explicarle el motivo de nuestra visita puso a nuestra disposición al primer oficial y al contramaestre. Pregunté al capitán sobre la función de los equipos de aire acondicionado, y me contestó:
– Se encuentran ustedes sobre uno de los seis polvorines flotantes que el Gobierno de los EE.UU. mantienen estratégicamente situado en diversas partes del mundo. Aunque no corren peligro, y por la seguridad de todos, por favor cumplan con las normas que el oficial que les acompaña les indicará.
La cara del notario cambió de color al escucharlo al tiempo que con cierto desasosiego, se dirige hacia mí:
– ¿Dónde me ha traído usted?, inquirió.
– Tranquilo, señor escribano, no pasará nada, le contesto con cierta sorna.
Bajamos en primer lugar a la sala de máquinas, donde pedí a mi acompañante que fotografiase y tomase nota de las inscripciones y contrastes que figuraban sobre los conductores eléctricos que le iba indicando, para posteriormente trasladarnos a una de las bodegas y hacer la misma operación. Al tratarse de un muestreo pedí al notario que eligiese un número entre el uno y el cuatro. Eligió e dos, y bajamos a esa bodega acompañados por el primer oficial y el contramaestre. Ambos iban delante. Les seguí, y tras mi venía el notario, quien se queda bloqueado al ver que tiene a pocos centímetros de su nariz la punta de una bomba de aviación de más de mil kilos de peso, junto a otros materiales explosivos similares. Solicito de nuevo que fotografíe y tome nota de las inscripciones que figuran en los conductores de la zona. Una vez cumplido mis requerimientos, le comunico que nuestra misión a bordo ha concluido.
Volvemos al puente donde el capitán nos espera. Nos ofrece un pequeño refrigerio mientras me prepara una copia de la patente de navegación del buque y algunos certificados más que le solicité. Agradezco al máster encarecidamente su ayuda y amabilidad y, tras entregarle un presente de buen brandy español, nos despedimos para de regresar a la lancha que nos esperaba a pie de escala que nos llevaría a puerto. Durante la travesía de vuelta, los comentarios del estupefacto notario me recordaban a un niño tras la visión de una película de terror, mientras alucinaba:
– Juan, tengo más de treinta años en el ejercicio de la profesión y como comprenderá he visto de todo, pero nunca algo como esto, apuntaba.
– Como marino y cierta experiencia en este tipo de carga, puedo decirle que es muy apreciada por la tripulación, ya que las primas que se reciben son muy grandes cuando se transportan, replico.
– Son ustedes muy especiales y acostumbrados a riesgos, contesta.
Le pedí que me preparase el acta del informe de lo visto a la mayor brevedad posible; en un par de horas lo tuve a mi disposición. De vuelta a New Orleáns, y cuando le hago entrega del valioso documento a Roberto Sanz, capitán y magnifico abogado maritimista, coordinador de la causa por parte del bufete español, veo que con gran alegría tras leerlo, se abraza a sus compañeros americanos. Una traducción jurada se encargó con urgencia para la vista que se celebraría al día siguiente.
El juez americano presidía una gran mesa rectangular a cuyos lados se sentaban las partes. En el lado izquierdo, el equipo de abogados y testigos que representaban a los cargadores. En el derecho, los que representaban y defendían a Trasatlántica, entre los que me encontraba en calidad de perito. Su señoría inicia la vista preguntando si alguien quiere aportar alguna documentación o comentarios relacionados con la causa. Uno de los abogados americanos contesta afirmativamente y le hace entrega del acta notarial, traducido y acompañado por el reportaje fotográfico, así como por la copia de los certificados del buque “polvorín”.
Tras unos minutos en absoluto silencio en la sala, mientras el juez leía y se informaba de lo que acababa de recibir, éste se levanta y apoya ambas manos sobre la mesa. Se dirige a los que se encontraban sentados a su izquierda, les arroja los documentos que acababa de leer sobre la mesa y les dice en tono de pocos amigos:
-¡Stupid!.
Un juicio cuya preparación duró casi dos años quedó resuelto en cinco minutos. El juez recogió sus papeles y con visible indignación y sin despedirse de nadie abandonó la sala. La defensa de los cargadores, que desconocían el contenido de los documentos objeto del cabreo de su señoría, no salían de su asombro.
Este fue mi último servicio a una compañía a la que dediqué los mejores años de mi vida y que pudo superar una guerra colonial, dos guerras mundiales y una civil, pero que sucumbió ante los nuevos tiempos de una nueva España democrática y de reciente ingreso en el mercado común. Este hecho traería graves consecuencias para la industria naval y el comercio marítimo nacional; todo ello sin olvidar la aportación al triste desenlace de algún inepto directivo, responsable directo de la aventura y efímera vida del buque “CTE Macarena”.
Así sucedió y así os lo cuento.
Foto: simonwp (shipspotting.com) y archivo de Juan Cárdenas Soriano