Corría el año 1972 y me encontraba cubriendo plaza de segundo oficial de máquinas en el buque carguero “Coromoto”, de la Compañía Trasatlántica Española. En aquella época hacíamos la línea norte de España-costa este de EE.UU., aunque a veces, como es el caso que les voy a relatar, se hacían viajes al “tramp”. En el puerto de Baltimore recibimos un cargamento de harina de soja con destino al puerto de Belfast, en Irlanda del Norte.
En pleno invierno y Atlántico Norte, la travesía se presumía dura y por si esto no fuese suficiente, el segundo día de navegación sufrimos avería en el equipo del servomotor; al carecer de repuesto del elemento dañado, una bobina de un electro-embrague, el piloto automático quedó fuera de servicio y el gobierno del barco tenía que efectuarse a mano, es decir con timonel a la caña. Navegar en estas condiciones reportaba muchos inconvenientes, dada la época y la zona que nos tocaba lidiar.
Tras dos días de fuertes pantocazos e insoportables balanceos y “cuchareos”, el que suscribe no acababa de entender qué leches hacía un tipo de Badajoz aguantando temporales y sin poder dormir ni comer. Ante estas circunstancias y por la cuenta que me traía opté por encontrar alguna solución, a la vista de los días que mediaban hasta la llegada al puerto de destino.
Al terminar a las doce de la noche del segundo día de fatigas, me dí una vuelta por el taller eléctrico y encontré un hilo de bobinar cuyas características diferían notablemente del que conformaba el bobinado de la bobina quemada. Mediante unos sencillos cálculos vi la posibilidad de hacer una adaptación con lo que había para solucionar el problema; para ello y tras fabricar una nueva bobina, me ví obligado –para que funcionara adecuadamente– alimentarla con una tensión diferente a la original y adecuada a las nuevas condiciones, con objeto de que ésta cumpliese su función sin problemas.
Para conseguir la tensión monté unas lámparas en serie que me permitiesen conseguir los 160 voltios de corriente continua que necesitaba. Me dispuse a la obra y a las siete de la mañana el “invento” estaba listo y probado. Cada vez que el piloto automático enviaba una señal a la bobina “de fortuna” recién fabricada, se encendían las seis lámparas que producían la caída de tensión.
Entonces se me ocurrió colocar la talla de madera de la virgen de Coromoto que nos acompañaba en la cámara rodeada de las lámparas citadas, a la vez que corté la corriente de iluminación en el local del servomotor del timón, teniendo la zona como única iluminación la producida por las lámparas que iluminaban a la Patrona de Venezuela. Quiero que quede rotundamente claro que en momento alguno tuve intención de resultar irreverente, y sí de aportar un poco de ánimo en unas circunstancias en la que todos lo estábamos pasando francamente mal, corriendo un insoportable temporal.
Tras las pruebas me dirigí al camarote del jefe de máquinas don Manuel Peláez, al que le comuniqué que el problema del timón estaba de momento resuelto.
– ¿Como lo has conseguido…?, me preguntó.
-Todo es cuestión de fe, don Manuel, bajemos al local del servomotor y lo verá…
Me siguió hasta el sitio y al ver el “altar” iluminándose intermitentemente a la vez que el timón se movía, se les pusieron los ojos como platos y subió corriendo al puente, donde se encontraba el capitán, don Jesús Gorospe.
-!Jesús, este jodido extremeño ha provocado un milagro…¡
Tras aclarar los hechos y las consiguientes dudas que dieron rienda suelta a las correspondientes risas, continuamos viaje hasta Belfast sin mayor novedad y pudiendo dormir y descansar sin dificultad notable; todo ello gracias a que la iluminación de la virgen de Coromoto no falló en ningún momento. Cuando llegamos a puerto, el repuesto original nos estaba esperando. Escrito queda con el recuerdo y el cariño para aquellos jefes y maestros citados en este pequeño relato y todo el respeto para la Patrona de Venezuela.
(*) Jefe de Máquinas de la Marina Mercante
Foto: Teodoro Diedrich