Desde el siglo XI, Granada se había desarrollado como una ciudad importante, si bien sobre la colina de la Sabîka sólo existía una ciudadela llamada al-Qal’ a al-hamr (la roja), probablemente debido al color de sus murallas, hechas de barro apisonado y coronada por almenas. Se tiene constancia de ella desde el siglo IX, cuando en 889 Sawwar ben Hamdun se refugió en la alcazaba y mandó a reconstruirla para fortalecerse frente a las luchas civiles que azotaban entonces el califato de Córdoba, al que pertenecía Granada.
En el transcurso del tiempo, este recinto empezó a ensancharse y a incrementar su población, aunque no lo haría de manera destacada hasta bastante avanzado el tiempo, ya que los primeros reyes ciríes fijaron su residencia en la zona que hoy se conoce por el Albayzín. A mediados del siglo XI se había unido la ciudadela con las defensas de la ciudad por el norte y entre 1052 y 1056, Yusuf Naghralá, el visir judío de los gobernantes ciríes de Granada, construyó allí su palacio.
Desde un principio, la Alhambra fue una ciudad palatina, que se impuso sobre la ciudad fortificada de Granada y el sultanato del mismo nombre. En este sentido fue una sucesora directa de Madînat al-Zahrâ y la Qasaba almohade de Marrakech y, por supuesto, mucho más grande y compleja que las ciudadelas y los palacios de los reinos de taifa.
Al mismo tiempo, su manifiesto carácter de fortaleza y su estratégica ubicación protegida por todos los flancos, la convierte en una ciudad palatina específica de la Alta Edad Media. Desde el punto de vista de la historia arquitectónica representa una síntesis de las construcciones palaciegas del Islam primitivo y la arquitectura defensiva mucho más avanzada, después de siglos de guerras y amenazadas.
Desde 1212 hasta 1232 se produjo una nueva desmembración de los reinos de taifas. La personalidad de Granada surgirá con la dinastía nasrí o nazarí, que pervivirá hasta 1492. A partir de 1248 irá aglutinando a los pequeños reinos taifas, creándose así el último estado islámico en la península, que sobrevivirá a las presiones de Castilla, Aragón y Marruecos, las tres partes en las que se habían escindido los almohades, a base de pactos, haciendo el papel de elemento equilibrador como vasallo del reino de Castilla.
Por la situación geográfica, entre los emiratos norteafricanos y los reinos cristianos peninsulares, de este interés estratégico surge un complejo mundo de relaciones que se van rompiendo y rehaciendo continuamente durante siglo y medio. Esto hace que el sultanato tenga un carácter de segundo plano, siempre aliado que ofrecía la tierra a costa de pago de impuestos. A la sombra de esta relativa crisis se va a dar una continuidad del refinamiento artístico de los períodos anteriores.
Muhammad I (1238-1273), fundador de la dinastía nazarí, convirtió a la Alhambra en su residencia. Este hecho marcó el inicio de su época de mayor esplendor. Sus descendientes Muhammad II (1273-1302) y Muhammad III (1302-1309), continuaron su ampliación y embellecimiento. A este último se le atribuye la construcción de un baño público y la mezquita sobre la que fue construida la actual iglesia de Santa María.
La mayor parte de los trabajos fueron ejecutados en tiempos de Yusuf I (1333-1353) y Muhammad V (1353-1391). En este período de tiempo se acometió la reforma de la alcazaba y los palacios, la ampliación del recinto amurallado, la Puerta de la Justicia, la ampliación y decoración de las torres, la construcción de los baños y del palacio de Comares, la Sala de la Barca, el Patio de los Leones y sus dependencias anexas. De los reyes nazaríes posteriores prácticamente no se conserva nada.
De la época de los Reyes Católicos hasta nuestros días destaca la demolición de una parte del conjunto arquitectónico en el siglo XVI, cuando el emperador Carlos V añadió un palacio de estilo renacimiento y en la primera mitad del siglo XVIII, cuando Felipe V redecoró algunas estancias en un estilo italianizante. A partir de entonces, la Alhambra cayó en desgracia y el lugar quedó en ruinas. Durante la dominación francesa fue volada una parte de la fortaleza y a comienzos del siglo XIX, redescubierta por los románticos, comenzó su recuperación y restauración de lo que conocemos en la actualidad.
La Alhambra se extiende en el interior de un recinto amurallado (740 x 220 m), jalonado por 23 torres y cuatro puertas, dispuesta en una colina sobre las faldas de Sierra Nevada, desde donde se domina el angosto y profundo valle del Darro por su flanco norte y el amplio valle del Genil y la vega por el lado sur.
El recinto encierra siete palacios, residencias de las más diversas categorías sociales, la casa de la moneda real, mezquitas privadas y públicas, talleres, cuarteles y presidios, baños públicos y privados, la necrópolis real, jardines, una obra avanzada (las Torres Bermejas), una residencia de verano (el Generalife) y también una fortaleza del siglo XI, que los ciríes habían construido en la punta oeste de la colina, frente a la ciudad, y cuyos restos todavía se encuentran en la Torre de la Vela.
Dentro de la misma Alhambra se hallaba una “ciudad alta” en el sector sudeste, y una “ciudad baja” en el lado noroeste, comunicadas entre sí por dos ejes longitudinales que atravesaban toda el área, y que corresponde a las actuales calle Real y calle Real Baja. Con el transcurso del tiempo han ido desapareciendo las construcciones más humildes y se han mantenido únicamente los palacios más bonitos “de manera que el cuadro actual es bastante engañoso”[1].
El sultanato de Granada representó el último refugio de los musulmanes españoles en la Península ibérica, y la Alhambra era su orgullo. En 1492, los Reyes Católicos la tomaron sin ninguna destrucción y se acomodaron en ella con el evidente deseo de preservar tanto como fuera posible la integridad de los hermosos palacios.
(*) Licenciado en Historia del Arte. Universidad de Santiago de Compostela.
Nota:
[1] Blair, Sheila y Bloom, Johathan M. Arte y arquitectura del Islam (1250-1800). Manuales Arte Cátedra. Madrid, 1999.
Foto: Javier Carro