El periodo de prácticas de alumnos y agregados solía transcurrir de forma muy satisfactoria, tanto por los conocimientos que durante ellas se adquirían como por las experiencias vividas en el campo de las relaciones humanas, muy especialmente si éstas transcurrían en buque de pasaje.
Los sueldos del último escalón de la oficialidad no solían ser elevados, circunstancia ésta que nos hacía dependientes del mayor o menor grado de generosidad del primer oficial del departamento correspondiente, quienes como “tutores” directos, serían los encargados y responsables de la asignación de las horas extras que hubiésemos realizado durante el viaje o campaña; normalmente su generosidad casi siempre quedaba reflejada en nómina.
En los buques de carga se solía practicar una sana y generosa costumbre por parte de jefes y oficiales. Consistía en que durante las estancias en puerto, si te hacías acreedor de ello, eras invitado a salir a tierra; la invitación incluía comida o cena y las copas posteriores.
En los buques de pasaje el tema económico se complicaba un poco, ya que a los reducidos sueldos había que añadir el incremento de gastos que suponía alternar y relacionarte con el pasaje y compañeros durante parte el tiempo libre de servicio. Esta circunstancia obligaba en muchos casos a que, con frecuencia, apareciera la figura del “busca vidas”, que hoy sería calificado más correctamente como “emprendedor”.
Fueron muchos “los emprendedores” que conocí y muchas las actividades “faiferas” acometidas como fuente adicional de ingresos. El tipo de mercancías “no debidamente manifestadas” y utilizadas en las transacciones, dependían de las rutas y países de escala. Su actividad cubría tanto el “comercio de importación como de exportación”. Hacia el continente americano, ya fuera norte, centro o sur se solía llevar el apreciado brandy de Jerez y hacia España traía el cotizado café de Colombia, sus locuaces loros verdes de cabeza amarilla y los caimanes disecados, entre otras mercaderías. El codiciado tabaco Winston era el producto preferido si las escalas se hacían en puertos de EE.UU.
Santa Cruz de Tenerife solía ser el puerto de venta, ya que la perfecta organización esblecida por los nobles “cambulloneros” hacía de esta bella ciudad lugar idóneo y seguro para el negocio. Y aunque otros puertos peninsulares también estaban abiertos al “comercio”, se prefería el canario. Las cordiales y fiables relaciones establecidas con aquellos peculiares comerciantes canarios a lo largo de los años, haría que durante la escala del viaje de regreso hacia América no tuviesen el más mínimo reparo en entregar a bordo las cajas de “Felipe II” que fuesen necesarias, o cualquier otra mercancía, sin más aval que un apretón de manos. Lo recibido a bordo no habría que pagarlo hasta la escala del viaje de retorno de América y normalmente los compromisos eran cumplidos a rajatabla.
Un simpático caso que creo que debe ser contado sucedió durante una escala del buque “Covadonga” en el puerto de New York a principios de los años setenta. Recuerdo que por entonces se comenzaba la construccion de las Torres Gemelas o World Trade Center. Desde el buque y muy próximo al “pier” de atraque, se podían apreciar los enormes montones de arena procedentes de los fosos de cimentacion.
Aprovechando la oscuridad de la noche, un grupo de alumnos con una caja de “Felipe II” sobre el hombro por viaje, en fila india y a paso ligero se dirigían a una estación de metro cercana con objeto de guardarlas en las correspondientes taquillas de consigna. La llave sería posteriormente vendida por el importe de la mercancía depositada a un avispado comprador nacido en Cataluña y comerciante residente en la Ciudad de los Rascacielos, hombre serio y de fiar para aquel tipo de “negocios”.
Mientras corrían y se camuflaban entre los montones de arena provenientes de las cimentaciones de las Torres Gemelas para no ser avistados por la policía, aparecen súbitamente tres coches del Custom con luces y sirenas encendidas rodeándolos desde tres puntos diferentes. Dos de los agregados, tras arrojar las cajas del regio producto, se escondieron en el hueco que mediaba entre una cabeza tractora y el remolque que arrastraba, permaneciendo allí ocultos durante unos instantes hasta que una potente linterna les enfoca en la cara.
-¿Es éste el autobús de Cambados…?
Fue la nerviosa ocurrencia de uno de los aprendices de “faiferos”…
-No feligrés, éste es el de Moaña.
Esta fue la respuesta cargada de sorna del agente del Custom, quien posteriormente se identificaría como hijo de gallegos, que en su momento emigraron al país de las oportunidades. El agente, de forma rápida y muy profesionalmente les puso unas cromadas pulseras unidas por cadenas a cada uno, que se aseguraban a las muñecas con llave para que no las perdiesen.
Trasladados en el coche celular hasta el puesto cercano de la policía de aduanas, donde se cumplimentaron las correspondientes denuncias, fueron puestos en libertad, una vez abonado el importe de la correspondiente sanción y ser registrados en un enorme libro de bisagras metálicas y robusta encuadernación en madera forrada en hule.
-La próxima vez tened más cuidado…
Les dijo el oriundo agente gallego tras haber tenido la atención de trasladarlos hasta el costado del buque en el coche celular, muy posíblemente con el pesar de aplicar la ley a tan simpáticos y espirituales compatriotas.
Pasados los años y ambos protagonistas terminarían ejerciendo como expertos capitanes en buques de la flota de Trasatlántica. Con uno de ellos, miembro de una conocida familia de marinos vascos y que nos dejó aún joven para siempre, tuve ocasión de sufrir más de un temporal cruzando mares a bordo del último buque de la flota de Trasatlántica que casualmente llevara también el nombre de “Covadonga”.
Su socio, el querido “feligrés”, sería destinado a puestos de tierra donde cubriría varias y significativas responsabilidades hasta última hora, teniendo ocasión quien os lo cuenta, de sufrir sus frecuentes y cariñosas bromas en más de una ocasión; eso sí, siempre con la correspondiente deportividad y correspondiente respuesta.
Así sucedió y así lo cuento.
Foto: Archivo Juan Cárdenas Soriano