Allá por la década de los años ochenta y durante una escala en el puerto de Barcelona del buque “Belén”, en el que me encontraba desempeñando responsabilidades de Jefe de máquinas, se persona a bordo el cónsul de un país latinoamericano solicitando entrevistarse con el capitán. El marinero de guardia lo acompaña hasta el camarote y tras los correspondientes saludos y presentaciones, el diplomático solicita al capitán si podría hacerse cargo de un estuche de madera escrupulosamente elaborado, que portaba en mano su chófer y en que se podía observar una pequeña placa plateada atornillada en la tapa y en la que figuraba un nombre y dos fechas, grabado todo en primorosa letra gótica.
Explica el solicitante que lo vendrían a retirar durante la siguiente escala programada para el buque a un puerto de su país. El cónsul pone en conocimiento del capitán que la pequeña caja contiene los restos de un prócer compatriota suyo, fallecido en el exilio a principios de siglo en una conocida población española y que la oportunidad de la repatriación de los insignes restos, se producía como consecuencia de la reciente restauración de la democracia en el hermano país tras varios lustros de dictadura férrea, y donde el partido político del finado el exiliado, ostentaba las responsabilidades del reestrenado democrático gobierno.
El capitán aceptó amablemente la petición del cónsul e impartió las pertinentes instrucciones al radiotelegrafista para que se hiciera cargo de la fúnebre valija, así como que mantuviese a buen recaudo durante el transcurso del viaje y hasta la entrega correspondiente en el puerto de destino. El oficial, que acababa de llegar de tierra de adquirir provisiones para las tediosas guardias nocturnas y algunos regalos culinarios típicos españoles con destino a familiares residentes en Venezuela, acata las instrucciones gustosamente y acompañado del visitante se dirigen ambos al camarote donde recibe en mano el encargo.
Tras la escala en Barcelona y visitar algunos puertos más en la península, partimos del último, Cádiz, rumbo al continente americano. La travesía del Atlántico se efectuó con total normalidad, buen tiempo y estupenda mar; algo que por otro lado solía ser habitual en la época del año en que nos encontrábamos. La llegada al primer puerto de escala, La Guaira en Venezuela, acabó con la cómoda monotonía de la travesía.
En primer lugar, se nos anuncia que deberíamos permanecer fondeados durante no menos de 10 días debido a la congestión del puerto, al mismo tiempo se nos advertía por nuestro agente consignatario, que al atracar el buque sería sometido al reglamentario y rutinario fondeo, comandado por el sargento Rey de la Guardia Nacional; entrañable personaje que daría para escribir un libro. Al mismo tiempo, se nos advertía de la necesidad de poner bajo el control del “sello” aduanero, todos los productos del cerdo así como sus derivados. Norma esta última, emanada del Departamento de Agricultura venezolano, ello con objeto de evitar posibles e indeseables contaminaciones a la colonia de puercos nacionales.
Este último aviso inquietó sobremanera a Jesús, ya que entre los regalos comprados en Barcelona para sus familiares de Venezuela, figuraban cuatro kilos de chorizo ibérico de procedencia extremeña, concretamente elaborados por el matadero de Mérida, según pude comprobar en la placa metálica identificativa del fabricante que colgaba de cada una de las piezas una tarde de tertulia en la estación de radio, cuando se me mostró la partida adquirida del suculento género, con objeto de recabar mi aprobación y visto bueno dada mi condición de “bellotero” nacido en Badajoz, y por tanto considerado un experto en las productos del puerco ibérico. Al respeto comenté que, para acreditar la calidad del producto, no bastaba con la inspección ocular, se hacía necesario además, efectuar una cata. Se accedió sin problemas al requerimiento y acompañando con una botella de fino chiclanero, dimos fin a una vela de un buen chorizo ibérico, fabricado por los expertos artesanos emeritenses mientras disfrutábamos de una preciosa tarde de espléndida mar en el alerón de estribor.
La larga estancia del buque “Belén” en el fondeadero de La Guaira nos permitió efectuar importantes y necesarias labores de mantenimiento en cubierta y máquinas, así como ir poniendo al día los tediosos trabajos burocráticos de informes, pedidos, inventarios y estadillos de mantenimiento; resumen de todo ello, debería ser remitido a las oficinas centrales de la Compañía antes de salir del último puerto americano a viaje de retorno.
Una vez atracados y como estaba previsto recibimos la visita de las autoridades. Cada una dentro de sus responsabilidades, comenzaron a efectuar las pertinentes inspecciones que dejaran constancia de que todo a bordo se sujetaba a la legislación nacional e internacional. Cumplido el cometido y encontrado todo dentro de la normalidad, se dispusieron a abandonar el buque, eso sí, no sin antes solicitar al mayordomo el correspondiente “presente”, consistente, a elegir, entre un cartón de rubio americano o una botella de brandy “Felipe II”, al que conocían por el apodo de “felipito”. Lo habitual era que optasen por el histórico licor.
Finalizada la operación de “fondeo”, el sargento Rey y su equipo de ayudantes lucían buzos que demostraba, a juzgar por las manchas de aceite y grasa, que se lo habían currado buscando por los recovecos de la sala de máquinas, cocina, camarotes y bodegas lo que no pudieron encontrar…
Había llegado la hora de las negociaciones con los “porteadores” de la carga no debidamente manifestada. La primera condición para la “transacción” consistía en discutir y llegar a un precio justo y aceptable para ambas partes de la mercancía no requisada y por tanto ya objeto de venta, que era lo que marcaba una tácita norma.
Una ver llegado al acuerdo económico, deberían hacer efectiva y por adelantado la cantidad pactada. La segunda condición consistía en que la mercancía sería entregada en cubierta, lugar en que debían permanecer los “diligentes” funcionarios; ello con el objeto de que no pudieran conocer en qué lugar o lugares secretos del buque había sido transportada la “faifa”.
Finalizada la operación, un abrazo sellaba el negocio y dejaba constancia de una entrañable y prolongada relación con el personaje y sus muchachos. A veces, compradores y vendedores se reunían en un conocido restaurante de Maiquetía y celebraban el éxito “comercial” ante un buen plato de chorizo criollo con arepas, regado con un rioja cuyo sabor se apreciaba adulterado tras no se sabe cuánto tiempo había permanecido almacenado bajo las poco aptas condiciones del clima tropical.
El bueno de mi amigo y compañero Pepe Abeijón solía ser habitual de estos encuentros gastronómicos “faiferos”, siendo a veces él quien aportaba el vino fresco y de la mejor calidad procedente directamente del barco. Había quien contaba que Pepe tuvo un amoroso “affaire” con la hija de Rey; nunca lo pude comprobar ya que siempre fue sumamente discreto tanto en negocios como en amores. No obstante, Pedro Millán, socio suyo y fiel colaborador, afirmaba que en alguna ocasión lo había sorprendido en amatoria actitud despidiendo en el camarote a la bella mulatita.
De lo que sí puedo dar fe, por haberlo presenciado accidentalmente en alguna ocasión, es de que mi amigo solía a veces presidir la mesa de aquellas celebraciones gastronómicas que frecuentemente acababan en cantos regionales españoles, joropos y merengues venezolanos. El fin de fiesta se solía cerrar en “El Ranchito”, «novedoso lugar atendido por 200 enfermeras”, como figuraba en los paquetitos de cerillas de solapa con que te solían agasajar a los clientes. Lugar éste, “El Ranchito”, donde entre otras cosas se solían degustar unas cuantas copas de ron “Carúpano”, a las que solía invitar el bueno del sargento, quien finalmente y en destartalado taxi, era ayudado y acompañado por algunos de sus chicos hasta el “ranchito” situado en la ladera de la montaña de Maiquetía, lugar en que residía con su segunda mujer y los cuatro hijos habidos con ésta.
Cuentan que la fértil madre, lo solía esperar en la puerta donde amorosamente lo recibía, a la vez que miraba resignadamente hacia el muelle en el que se divisaba en la lejanía el buque objeto de la fiesta, moviendo los puntales con las últimas izadas de final de las operaciones de aquella escala.
Puerto España, Aruba, Cartagena de Indias, Santa Marta… fueron, entre otros, algunos puertos visitados dentro del itinerario previsto. Nos quedaban dos más antes de retornar a España, cosa que esperaba con impaciencia, ya que tenía previsto quedarme de vacaciones para asistir al nacimiento de mi hijo Borja. El primero de los dos puertos siguientes sería aquél en el que habría de ser entregado el encargo del cónsul en Barcelona.
Se había recibido el día antes de arribar a este puerto un telegrama remitido por nuestro agente, en el que se le comunicaba que al tener el buque la llegada prevista a primera hora de la mañana y con objeto de no interferir en las operaciones de carga y/o descarga, había acordado con las autoridades encargadas de recepcionar las reliquias, que la operación sería efectuada una vez finalizadas éstas, a última hora del segundo y último día de estancia del buque en puerto. De esta forma se podría revestir el acto con el boato y el protocolo adecuado a tan distinguida circunstancia.
Nada más atracar a puerto y una vez cumplida con las rutinarias labores del despacho, las autoridades fueron debidamente cumplimentadas por el mayordomo, abandonando el buque inmediatamente portando la cartera de cuero en una mano, seguido del grupo de autoridades por la escala real y , como era habitual, abandonaba también el buque el oficial radiotelegrafista, quien dada su poca misión a bordo durante la estadía de puerto y para envidia de algún compañero, se disponía a efectuar la correspondiente visita turística con su cámara “Nikon” en bandolera.
Pasadas unas dos horas se persona a bordo visiblemente contrariado un representante de la oficina consignataria, quien comunica al capitán que acababa de recibir una orden desde la Capitanía Marítima, comunicándoles que por orden gubernamental y por causa de unos ajustes protocolarios del gobernador del Estado, se dirige desde la capital del país un grupo de militares, políticos y periodistas para proceder a la recepción de los restos mortales enviados desde España, antes de lo previamente previsto.
El capitán se moviliza y al comprobar que Jesús no se encuentra a bordo, sufre el correspondiente cabreo. Hace uso de la llave maestra y procede a la retirada del “encargo” del camarote del oficial ausente, a la vez que imparte instrucciones al primer oficial y a un alumno, quienes equipados con el reglamentario uniforme blanco, y bajo su presencia efectuarían la entrega a las autoridades receptoras.
Paralizadas por una hora las operaciones portuarias y bajo un riguroso protocolo en el que no faltó una banda de música militar entonando el himno nacional, se efectuó la entrega entre flashes y aplausos. Un vehículo militar conducido por un oficial del Ejército debidamente engalanado con múltiple coronas y abriendo el cortejo, se retiraba del muelle con los mortales restos acompañado por un largo cortejo de vehículos y curiosos que aplaudían sin cesar.
A última hora de la tarde y mientras me disponía a cerrar el sobre con la documentación que debía entregar a nuestros agentes para remitir a Madrid, aparece en la puerta de mi despacho con cara sorprendida y permítaseme “de acojono” y sin saber qué decir el oficial radiotelegrafista, que portando una talega de lienzo blanco en una de las manos me muestra su contenido. En principio y a la vista de lo que me muestra le pregunto:
– ¿Es que has comprado una guaca?. Has de tener cuidado, este es un tema muy perseguido y puede traerte serios problemas si te sorprenden aquí o en España.
–No, jefe, no es una guaca, son los restos que deberían haberse llevado esta mañana…
–Pero si se los han llevado…
–No, no se los han llevado. Se han llevado los chorizos que escondí en el interior de la caja antes de atracar en La Guaira para evitar problemas con las autoridades venezolanas. Tenía intención de volver a efectuar el cambio esta tarde, pero como he podido comprobar a mi regreso a bordo hace un rato, la retirada se ha producido esta mañana y no mañana a la tarde como habían anunciado…
Le indiqué la necesidad de poner en conocimiento inmediato del capitán el peligroso y atípico incidente y así lo hizo. El capitán no salía de su asombro e incredulidad a no ser por el testimonio de la talega y su contenido. Las horas de estancia siguientes en puerto y hasta la salida del buque a media tarde del día siguiente se hicieron larguísimas para los que teníamos conocimiento de los hechos.
Cuando tras la maniobra de salida, el práctico abandonó el buque, el alivio fue más que impresionante. El capitán me llamó a la sala de máquinas, donde me encontraba durante la maniobra de salida y me pidió que pusiese régimen de avante toda posible. Así lo hice y a los pocos minutos nos alejábamos de la bocana del puerto a más de 20 nudos…
Navegando a toda máquina y con la tranquilidad de que nos encontrarnos ya en aguas jurisdiccionales de otro país, el “viejo” creyó necesario poner en conocimiento de Madrid tamaño desaguisado que podría ser causa de graves problemas tanto para la Compañía como para Asuntos Exteriores de España. Con objeto de evitar filtraciones del comprometido mensaje, éste se envió en clave cifrada.
Al día siguiente, desde Madrid nos comunicaron que ya se había producido la ceremonia de exhumación de los chorizos con los correspondiente honores militares y cívicos y que por tanto deberíamos proceder a dar sepultura de mar y de forma confidencial a los restos bajo “nuestra custodia”.
En una pequeña caja de madera, en la que podía leerse ”Sulzer”, que había portado repuestos del motor principal del buque con anterioridad, se introdujeron los huesos junto con un par de tuercas de culata como lastre. Se envolvió la caja en la bandera correspondiente y sin testigos, se procedió a lanzarla desde la cubierta de botes a la mar.
Así fue y así lo cuento tras más de treinta años. Por razones de lógica prudencia lo mantuvimos oculto quienes lo vivimos y conocimos por este tiempo, pero creo que ha llegado la hora de compartir una historia más que a fin de cuentas tiene su histórica enjundia. Me he reservado los nombres de algunos protagonistas involucrados en los hechos, así como el del país protagonista.
El capitán, que me consta es asiduo lector de esta interesantísima página web de Juan Carlos Díaz Lorenzo, desde su feliz jubilación puede dar fe de lo relatado si lo cree conveniente. Yo seguiré guardando su anonimato… Un abrazo a todos aquellos con quien tuve la suerte, y en muchos casos el privilegio, de compartir buenos y malos momentos en la mar y en puerto.
(*) Jefe de Máquinas de la Marina Mercante
Foto: Gordon Halzell (shipspotting.com)