Arte, Arquitectura y Patrimonio

El emirato y el califato de Córdoba

A la muerte de Mahoma, en 632, aunque éste no dejó descendencia, los primeros califas[1] fueron miembros de su entorno, que siguieron una línea continuista en aparente armonía, aunque la situación se mantuvo por poco tiempo, pues en 760, Mu’ âwiya, personaje perteneciente a una de las familias más ricas de La Meca, y que se había convertido poco tiempo antes al Islam, logró hacerse con el poder e impuso la sucesión dinástica. De ahí el hecho de que la primera dinastía de los omeyas gobernó el imperio desde Damasco (Siria), que entonces extendía sus confines desde España hasta Pakistán. 

Sin embargo, una sucesión de acontecimientos, entre ellos los cismas religiosos, las querellas entre las tribus árabes, el descontento social, los problemas económicos, las sangrientas discordias familiares y la incompetencia de los gobernantes, lastraron el empeño de gobernar un imperio que se había vuelto demasiado grande y para el que algunos territorios, Damasco estaba muy lejos. 

En poco más de siete años, entre 711 y 718, los árabes conquistaron una parte importante de la Península ibérica y consolidaron la pertenencia del territorio para el Islam. Durante cuatro décadas, al-Andalus fue una provincia dependiente del emirato de África, cuya capital estaba situada en la medina de Kairuán, desde la cual los emires designaban a los valíes, aunque, en algunos casos, lo eran directamente por el propio califa de Damasco.

En 750, los omeyas fueron derrocados por los abassíes y casi todos ellos asesinados. Sólo uno de sus descendientes, Abd al-Rahmân, logró escapar y huyó al norte de Marruecos, tierra natal de su madre, que era de origen bereber nafza. En unión de un liberto suyo, Badr, en agosto de 755 desembarcó en Almuñécar, consiguiendo la adhesión de los súbditos omeyas de al-Andalus radicados en Jaén y Elvira, que habían llegado con la caballería siria. 

Los habitantes de la lejana provincia de la península ibérica todavía se sentían cercanos a la dinastía destronada. Abd al- Rahmân “al-Dâknil” (el emigrante) supo imponer sus pretensiones de sucesión sobre el gobernador y sus seguidores y en mayo de 756 se proclamó emir de al-Andalus en Archidona y, tras la victoria sobre Yusuf al-Fihri, entró triunfante en Córdoba. 

En 773 se produjo la independencia definitiva de Damasco y en 784, el emir ordenó construir a orillas del Guadalquivir un nuevo palacio –“dâr al-imara”– y un año después la mezquita mayor de la ciudad. Aunque algunos autores consideran que Abd al-Rahmân permaneció ligado a Siria durante toda su vida, ni él ni ninguno de sus sucesores intentaron jamás reconquistar su anhelada patria natal. Su destino estaba sellado, para siempre, a al-Andalus y, de hecho, el nuevo emir gobernó como soberano independiente, ajeno a rendir cuentas a nadie[2].

Sin embargo, el verdadero organizador del emirato independiente fue Abd al-Rahmân II, que delegó sus poderes en manos de los visires, tanto desde el punto de vista político como administrativo, aunque mantenía la unidad espiritual y moral del Islam. La historia de al-Andalus siempre fue agitada. Las frecuentes disputas entre árabes y bereberes no cesaron con la proclamación del emirato, lo que influyó, de alguna manera, en la reorganización del sector cristiano para la reconquista. 

La dinastía omeya siguió practicando una política pro-árabe que llevó a sublevaciones que llegaron a poner en peligro el Estado, protagonizadas por los muladíes. La islamización del territorio conquistado fue muy rápida y los mozárabes, es decir, los cristianos en territorio musulmán, se redujeron sensiblemente. Cuando en 912 Abd al-Rahmân III llegó al trono, la decadencia política del emirato cordobés era un hecho. 

En 929 Abd al-Rahmân III adoptó los títulos de califa, Amir al Mu’minin (príncipe de los creyentes) y al-Nasir li dini-llah (vencedor por la religión de Alláh) y rompió definitivamente con Bagdad, instaurando así el denominado período califal, lo que supuso la adopción de un conjunto de medidas políticas, económicas y urbanísticas destinadas a consolidar el poder del nuevo régimen. Este hecho era consecuencia de la decadencia del califato abasí y, al mismo tiempo, de la política de expansión con la que amenazaba Egipto desde el califato fatimí. 

Durante este período se produjo un gran desarrollo de la agricultura, la ganadería, la artesanía –orfebrería, tallas de marfil y jade, tejidos, cerámica–, las ciencias –medicina, matemáticas– y la cultura. Las principales ciudades crecieron y aumentaron su población –Toledo, Granada y Córdoba, convertida en una gran metrópoli– y se edificó la ciudad de Madinat al-Zahra. 

La administración del Estado se hizo cada vez más compleja y requirió de una nueva organización burocrática. Se creó la figura del hachib o primer ministro y se incrementó el número de funcionarios; incluso algunos antiguos esclavos, llamados sagaliba, pudieron acceder al funcionariado, aunque los cargos de mayor importancia estaban en manos de la nobleza andalusí. 

El califato mantuvo constantes relaciones con los reinos cristianos. Durante el reinado de Hisham II destacó un personaje cuya ambición llegaría a ser legendaria, conocido como Almanzor (“el victorioso”). Éste, aprovechando la debilidad de aquél, se hizo con el poder y de 981 a 1002 gobernó de manera absolutista, desarrollando una política de agresión a los vecinos cristianos. A éste le sucedieron sus hijos, que no supieron conservar el poder que les había legado su padre, de modo que después de la muerte de su progenitor, el califato entró en un período de guerras civiles (1009-1031) y quedó dividido en los llamados reinos de taifas.

Notas 

[1] En árabe, khâlifa, representante del profeta Mahoma.

[2] Barrucand, Marianne y Bednorz, Achim. Arquitectura islámica en Andalucía. Ed. Taschen. Köln, 2002.

Foto: ildefonsosuarez.es

(*) Licenciado en Historia del Arte. Universidad de Santiago de Compostela

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